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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (8 page)

Se dice que para cuando sirvieron el aperitivo de langosta ella ya le estaba tocando el hombro, y que para cuando llegó el plato principal —chuletas de ternera, me parece— le dijo que era uno de los hombres más fascinantes sobre el que jamás había puesto los ojos. Para cuando sirvieron la ensalada la mano de Connie ya estaba en su entrepierna, y para cuando llegó el postre, un brownie con helado, él ya estaba enamorado.

Se casaron seis meses más tarde. Sin acuerdo prematrimonial. Puede que Connie no esté delgada ni sea guapa, ingeniosa, amable ni culta, pero no puede decirse que no sea lista.

—Ese cuadro debe formar parte de LA colección —dice. Siempre se refiere a su colección como LA colección. Como si no hubiera otra—. Es absolutamente brillante.

Y yo me pregunto: ¿Será posible que de repente haya cambiado de opinión sobre la pintura figurativa y haya descubierto lo brillante que era la visión de Jeffrey y la conexión que sentía entre la creatividad y lo espiritual? Hum, no.

*

Simon siempre sirve unas raciones minúsculas. Las bandejas de pastel de carne con patatas y verduras variadas de esta noche parecen alarmantemente escasas. Pero a estas alturas todo el mundo está tan borracho de los
gin tonics
y de pensar que ha muerto el artista que estaba allí en la inauguración y de repente puf, ya no estaba, que todos nos sentamos a beber con paciencia el vino que nos han servido y a esperar a que se presenten Lulú y Dane.

Repetimos los tópicos de siempre. La vida es demasiado corta. Hay que vivir cada día como si fuese el último. Debes procurar que tu vida sea una buena historia, porque nunca se sabe cuándo va a terminar.

Y decidimos colectivamente que esta repentina tragedia sea un catalizador que nos impulse a vivir la vida como es debido, a escribir por fin esa novela, a hacer ese viaje a China, a tener un bebé. Por mi parte, prometo volver a pintar. En mi mente, soy un anuncio de Nike.
Just do it
.

Alguien pregunta por Lulú y Dane, como si fuesen pareja.

—Se han conocido esta noche —explica Simon, presidiendo la sesión con una copa de vino en la mano levantada—. Él es amigo de su tío. Ella es su sobrina.

Y su musa.

Normalmente no suelo hablar mucho durante este tipo de reuniones. Me he acostumbrado a ser invisible. Me gusta mi papel de observadora, más que el de copartícipe. Veo cómo se reúne el rebaño, cómo disfrutan del vínculo que les proporciona perseguir el mismo objetivo. El Arte, con A mayúscula. Y puede que resulte difícil hacer un simple comentario, o incluso oírse a una misma por encima del ritmo constante de los nombres que dejan caer los invitados. Pero esta noche me siento envalentonada por el vino y por la tragedia.

—Lulú no llegó a ver la exposición —digo, en voz alta, para que todos puedan oírme—. No sabe que era la musa de su tío.

Todos me miran con aspecto sorprendido. Simon es el que más atónito parece, pero no sé si es porque nunca me ha oído alzar la voz o porque acaba de darse cuenta de que puede que Lulú nunca haya visto su retrato.

Zach me busca antes de marcharse. De repente me doy cuenta de que tiene unos modales exquisitos. Es de esa clase de personas que jamás se marcharían sin decirte adiós y gracias. Me da las gracias, aunque no soy la anfitriona, y después me pregunta:

—¿Piensas ir a la inauguración de la exposición de Alex Beene la semana que viene?

—Puede —contesto. Observo la puerta para ver si Dane O’Neill ha llegado ya.

Zach sigue la dirección de mi mirada.

—Muy bien, entonces —dice—. Tal vez nos veamos allí.

*

Lulú y Dane no llegan a ir a casa de Simon aquella noche. Los demás esperamos hasta que se hace muy, muy tarde. De postre hay flan de coco, y Simon se pone beligerante. Jeffrey Finelli está muerto. ¿Cómo es posible? Todos estamos borrachos. Muy borrachos.

4

La dirección del museo le invita a una mesa redonda sobre el papel de la musa

A la mañana siguiente...

A las diez y veinte de la mañana siguiente, vuelvo a estar borracha. Tres capuchinos grandes con leche desnatada sobre un estómago vacío suelen tener ese efecto. Estoy colocada de cafeína y de la ilusión de conocer a Lulú Finelli en persona. Y también de algo más. De esa especie de descarga de adrenalina que produce el haber mantenido un contacto relativamente íntimo con una persona que ahora está muerta.

El día después del trágico fallecimiento de Jeffrey Finelli, la galería cierra oficialmente por luto. La atmósfera dentro de la galería vacía resulta lúgubre, debido a la luz gris del cielo lluvioso que llena la habitación. Hasta la expresión de la Lulú pintada que cuelga frente a mi escritorio parece diferente, triste y sombría.

Parece que Simon se siente todo un virtuoso por haber tomado la decisión de no hacer negocios hoy, dadas las circunstancias. Aunque tiene el teléfono móvil pegado a la oreja, y no creo que esté sólo escuchando condolencias, tú ya me entiendes.

Simon necesita un plan. Necesita tiempo para coordinar sus acciones. No puede vender demasiado rápido porque se arriesgaría a desperdiciar una oportunidad. Pero tampoco puede esperar demasiado, porque se arriesgaría a que pasase el momento. Así que ha cerrado la galería.

Hay algo que deberías saber sobre mi jefe. A pesar de todo el estilo que tiene, se considera un intelectual. Presume de serlo. En las raras ocasiones en que recibe una invitación para airear sus opiniones en un foro público, siempre acepta. Allá por febrero, le invitaron a unirse a un panel de expertos en arte para lo que se anuncia como una «mesa redonda sobre el papel de la musa en el arte contemporáneo». Envió la carta para confirmar que asistiría en cuanto logró echarle mano a un trozo de papel. Después vinieron abundantes lloriqueos, pero la mesa redonda sobre la musa no se ha movido del calendario en todo este tiempo. Es hoy.

¿Una mesa redonda sobre el papel de la musa? Suena mortal. Hoy, Simon tiene un artista muerto, una exposición de cuadros potencialmente codiciados que vender y una musa de verdad entre manos, pero ni nos planteamos cancelar su aparición en la mesa redonda. ¿Estás de broma? Ésta es una confirmación de que la opinión que tiene de sí mismo se ve refrendada por el mundo exterior. Es una oportunidad para poder deslumbrar al público con sus eruditas reflexiones. Aunque el público no sea más que unas cuantas erráticas parejas de pelo blanco que se han metido en la sala de conferencias en busca de galletas, Simon considera un deber y un privilegio propagar sus infinitos conocimientos sobre arte a almas de intelecto tan elevado.

Así que tendré que esperar para conocer a Lulú. Y Lulú tendrá que esperar para ver el cuadro. Según Simon, no parece importarle.

—Va a pasarse después del trabajo —anuncia, saliendo de su despacho con una taza de té en la mano, como suele hacer a mitad de mañana. Ha salido para ver qué estoy haciendo.

Me sorprende oír que vaya a ir a trabajar después de los devastadores acontecimientos de la noche anterior. Personalmente, no hubiese dejado escapar la ocasión de tomarme al menos una semana de días de salud mental si se me hubiera muerto un tío, aunque hiciese veinte años que no lo veía.

—Me parece increíble que no venga directamente a la galería —comento.

La joven Lulú del cuadro flota por encima del hombro de Simon. Se inclina sobre mi escritorio mientras remoja su bolsita de té, sin devolverme la mirada.

—No conocía a su tío —explica, y se encoge de hombros con indiferencia. Se encuentra absorbido por el saquito de Earl Grey, que se balancea en la taza—. Ni siquiera sabía que existía hasta que él la llamó cuando menos se lo esperaba.

—¿Va a haber un funeral? ¿Tendrá que ir a Italia?

Simon parece molesto. Demasiadas preguntas. No le gusta que sea yo la que intenta conseguir información. Ése es su trabajo.

—La condesa lo está arreglando todo.

Intento recordar lo que me había dicho Jeffrey sobre la condesa. Me parece que se casó tres veces, dos de ellas con el mismo hombre, el conde de no sé qué. Todas las veces se casó por amor, pero su verdadero amor fue su tercer marido, un genio inventor que se atragantó con un hueso de pollo y le dejó una buena suma de dinero al morir. Entonces conoció a Jeffrey.

—¿De verdad es condesa? Creí que no estaban casados. ¿Crees que Jeffrey podría usar el título de todas formas, en ese caso?

A Simon esta clase de detalles, si no se relacionan directamente con su persona o con algo que pudiese reportarle beneficios, le parecen tediosos. Se limita a suspirar con fuerza, hinchando exageradamente el pecho, para indicar con toda claridad lo tediosa que soy.

—Van a enterrarlo en Florencia. Su familia posee un terreno en el cementerio desde tiempos de los Medici —dice. Ésa es la clase de detalles que sí le gustan. Los privilegios le hacen sentir bien, aunque no sean los suyos propios.

—¿Es Lulú la beneficiaria del testamento? ¿Qué va a heredar? ¿Hay otras obras?

Demasiada cháchara para Simon. Hoy anda muy estirado, satisfecho por haber hecho lo correcto al cerrar la galería. Su postura indica lo complacido que se siente, con el pecho hinchado y la espalda muy recta.

—La condesa y la señorita Finelli se ocuparán de los detalles. —Se vuelve hacia su despacho con la taza de té, todo un correcto caballero inglés, alargando las «r» en la boca—. A finales de mes habrá un servicio conmemorativo en honor de Jeffrey. Bueno, ¿dónde está mi maletín?

—¿No te parece curioso? —le pregunto mientras se aleja de mí—. Tú vas a hablar de la musa, y Lulú, la verdadera musa de Jeffrey, ni siquiera sabe que es su musa.

No espero que conteste, pero se para y me habla desde la puerta de su despacho, al otro extremo de la galería.

—Tienes razón —dice. No le gustan mis insinuaciones—. Lulú no sabe lo que se pierde.

Entra en su despacho y desaparece. Me pierdo durante un rato en el cuadro que tengo delante. Siento curiosidad por la niña que lo inspiró. Ojalá le hubiese preguntado a Jeffrey más cosas sobre ella. ¿Estarían muy unidos antes de que él se fuese a Italia? ¿Habría habido una desavenencia en la familia, o simplemente se habrían distanciado, como ocurre a veces? ¿Por qué ella?

—Venga, acompáñame —dice Simon, de vuelta con sus fichas y su paraguas, dispuesto a echar a andar bajo la lluvia.

—¿Quieres que vaya contigo? —Nunca asisto a eventos fuera de la galería durante el día. Estaba deseando poder tener algo de tiempo y tranquilidad cuando él se marchase, ya que la galería está cerrada. Aún no he recuperado del todo mi equilibrio emocional.

—Por supuesto —dice, adoptando una versión más enfática del tono que suele usar conmigo, una mezcla de familiaridad y desdén—. La galería está cerrada.

Abre, aún en el interior, el paraguas, un artilugio en forma de cubo invertido diseñado para las señoras mayores que acaban de salir del salón de belleza y necesitan la máxima protección posible. Me mira, expectante.

—Eso da mala suerte —le digo.

*

La mesa redonda tiene lugar en el museo, en una sala de conferencias bastante grande. Se presentan siete personas. Llenazo. Hay sándwiches y galletas Milano y las consabidas botellas verdes y alargadas de agua San Pellegrino.

Los otros miembros del panel se encuentran sentados a una mesa semicircular, entre ellos dos artistas de los que nunca he oído hablar. Hay dos encargados que forman parte del personal del museo y una mujer con cabello largo color caoba que dice ser musa. Tiene un acento extranjero de origen indeterminado y dice «muza» en vez de «musa». Sólo este detalle ya habría hecho que fuese difícil tomarla en serio, pero además no para de decir cosas para darse importancia, como: «Una muza es más artista que el propio artista, pero el artista no debe darse cuenta jamás» y «Las muzas deben inspirar siempre y no aburrir nunca».

La teoría de Simon sobre las musas —y no me sorprende descubrir que tenga una teoría de este tipo— es que la musa no debe nunca intentar averiguar qué es lo que tiene que inspira al artista. Según Simon, no es tarea de la musa analizar el proceso ni hacer comentarios sobre el mismo.

—De hecho —explica—, he tenido esta misma conversación con varios de mis artistas. Yo mismo, Carlos Peres y Maria Ueffelman nos reunimos en una ocasión en...

Vaya, parece que soy la única persona de la habitación a la que le rechina su error garrafal. No lo soporto: Simon intenta siempre parecer elocuente e ingenioso y luego va y comienza una frase con «yo mismo».

La mesa redonda no podría ser más aburrida. Estoy deseando volver a la galería y conocer a la verdadera musa, y no tener que escuchar a Simon, que estoy segura que ha tenido poco contacto con ninguna musa.

—Ser muza es una carga —se queja la mujer del pelo caoba—. Una muza no puede ser simplemente un rostro en un cuadro. La muza debe inspirar, sacar la pieza de la mente del artista. Y después, la muza debe vender un producto. Hoy en día, las muzas deben tener sus propias líneas de ropa. Lo importante es la marca. Y el dinero.

Un comentario interesante, pero empiezo a ponerme disimuladamente la gabardina, convencida de que no queda nadie despierto, ni mucho menos lo suficientemente alerta como para hacer ninguna pregunta. ¡Vámonos, chicos! Un corpulento caballero que lleva un traje con chaleco se levanta y se embarca en una minuciosa perorata sobre si la musa es en realidad una artista en sí misma. Pero le confunden las exclamaciones que hace la mujer del pelo caoba sobre el papel de la musa, de manera que él también empieza a decir «muza», así que la muza piensa que se está burlando de ella y se enfada.

Es la clase de situación que suele hacerme reír para mis adentros, pero hoy no logro disfrutar de ella. Quiero que me dejen ir. ¡Venga ya, gente!

Por fin se acaba. Simon parece tener ganas de remolonear, de regodearse en una brillante exhibición pública de su intelecto, pero le recuerdo que Lulú estará esperándonos en la galería en Chelsea.

*

Y lo está. Está esperándonos, quiero decir. Nuestro taxi para frente a la galería, y allí está ella. No es guapa a la manera convencional. Bueno, sí, por supuesto que es guapa. Es bella. Si cuando dices bella te refieres a esa clase de belleza rubia y frágil que hace que los artistas deseen inmortalizarla en un lienzo. Si te refieres a esa belleza deslumbrante y poco común que suele encontrarse entre las súper modelos a las que se les paga enormes cantidades de dinero cada día. Sí, es bella, si con eso quieres decir que es tan preciosa que hace que otras mujeres se sientan tremendamente incómodas. Su cara tiene casi forma de corazón, con unos pómulos altos y afilados y los grandes ojos redondos que reconozco de la Lulú del cuadro. Los ojos de Jeffrey.

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