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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (5 page)

Nos quedamos juntos y observamos cómo Simon saluda a una pareja con un bebé. Los bebés son el accesorio de moda. Siempre hay al menos tres en cada inauguración, colgados del cuello de sus padres en Baby Björns azul marino, contemplando con ojos muy abiertos las obras de arte y las personas a su alrededor. Simon se inclina para hablarle al niño gordo que lo mira con curiosidad. Simon odia a los bebés.

—¿Qué hay de cena? —pregunta Jeffrey. Parece algo abatido. Comprendo que todo esto pueda resultarle deprimente. Es su primera exposición, y la única persona que le dirige la palabra es la recepcionista.

—Creo que hay pastel de carne con patatas —digo—. Para tu información, Simon anda por ahí diciendo que es tu plato favorito. Siempre dice que la cena que ofrece la ha elegido el artista, pero sólo es una excusa para servir comida barata.

Por la expresión de Jeffrey me doy cuenta de que he dicho demasiado.

—Perdona.

—No pasa nada —dice Jeffrey. Señala el cuadro más grande—. Va a venir, ¿sabes? La última Finelli.

—¿Lulú? —a estas alturas ya somos viejas conocidas, así que nos tratamos por el nombre de pila. Hasta este momento no se me ha ocurrido pensar que es una persona real.

—Soy el único pariente vivo que le queda. Dijo que esta noche estaba ocupada —negó con la cabeza—. Tuve que prometerle que le regalaría el cuadro para conseguir que viniera.

¿Qué cuadro? No se me ocurre preguntárselo. Más tarde repasaré esta conversación en mi mente y me preguntaré qué es lo que quería decir. Pero en este momento estoy distraída; Simon se acerca a nosotros con un nuevo coleccionista al que debería reconocer. Rebusco en mi cerebro, intentando encontrar el nombre del tipo. Debe tener unos treinta, quizá treinta y cinco, lleva unas zapatillas de deporte naranja chillón y tiene el brillo del adicto potencial en los ojos.

Oh, sí, ya me acuerdo de él. El tipo de «hay que ser uno mismo». Una vez intentó ligar conmigo. Me dijo que le iba el yoga. «Soy prácticamente un yogui», me dijo. «Me gustan el arte y el yoga, ya sabes, hay que ser uno mismo», añadió, antes de pedirme una cita.

Gracias a unas cuantas y prominentes aventuras y a los segundos matrimonios que se están fraguando en nuestra rama, me da la impresión de que las recepcionistas de las galerías empiezan a considerarse presa fácil, más o menos como me imagino que se pensaba que lo eran las azafatas de vuelo allá por los años setenta.

¿Cómo se llamaba el tipo? ¿Drake? ¿Doug? No llegué a salir con él. A mí no me va tanto el rollo de ser una misma.

No ha habido mucha expectación previa a la exposición de Finelli. La historia de Jeffrey no se ha filtrado antes de tiempo, lo cual suele atraer a los coleccionistas más ávidos hasta la galería para ver la obra del artista. Ninguno de los grandes adictos, ni Robert Bain, ni Martin Better ni el Dr. Kopp, que normalmente hacen tratos con galerías mejores, se han pasado temprano para decidir por qué cuadros ir, en busca del próximo chute. Los siete cuadros de Jeffrey Finelli no han generado ningún entusiasmo entre los cazadores.

Es culpa de Simon. Los cuadros son buenos. Muy buenos.
Lulú conoce a Dios
es una obra maestra, si no te importa que use un término tan gastado. Pero ninguno de los que están aquí esta noche parece preocupado de que vaya a venderse antes de que puedan echarle el guante. De hecho, parece que apenas miran los cuadros. Les interesa mucho más la barra.

El tipo yoga con las zapatillas naranja es lo único que le queda a Simon. Simon se lo curra.

—Bonitas zapatillas —dice, por hacerle un cumplido.

«Hay que ser uno mismo» muestra tan sólo un ligero desinterés, así que Simon se anima a presentárselo a Jeffrey, en busca de una compra potencial.

—Me ponen de mal humor las bullas —les dice Jeffrey tras estrechar la mano sin fuerzas del yogui.

Tras este comentario Simon puede dejar caer su cita preferida, una cita que le ha robado a alguien que seguramente ha modificado una frase de, me parece, Marcel Duchamp, que una vez pronunció su conocida opinión de que el arte es una droga que produce hábito. Duchamp. Ése sí que era un tío guay.

—El arte es la cocaína del siglo veintiuno —Simon parece encantado de haber podido dejar caer su cita en la conversación, como para explicar la bulla que hay en la galería. Le gusta recrearse en una fantasía muy poco acertada de sí mismo, según la cual es un erudito y comentador sobre el mundillo del arte y sobre América. Por supuesto, ¿quién soy yo para juzgarlo? Yo también me recreo en una fantasía muy poco acertada de mí misma. En realidad no soy recepcionista en una galería. En realidad soy una pintora con talento, aunque aún por descubrir. ¡Ja!

—Ni siquiera miran los cuadros. Tan sólo se acercan a ellos para que eleven su experiencia al beber —dice Jeffrey.

—Bienvenido al mundillo del arte —contesta Simon—. Es como el mundo de Disney. Sólo que da más miedo y los turistas están bastante más delgados.

El nuevo coleccionista se vuelve hacia Simon.

—Robert Hughes, ¿verdad?

—No, éste es Jeffrey Finelli, el artista. —Simon alarga la segunda sílaba de la palabra «artista», dándole peso.

—Me refiero a su cita. Era de Robert Hughes. El crítico de arte.

—¿Mi cita? —dice Simon, antes de darse cuenta de que le han pillado repitiendo como un loro el comentario erudito e ingenioso de otra persona sobre el mundillo del arte. Bueno, la apropiación es de hecho un concepto importante en la historia del arte—. Desde luego. El Sr. Hughes ha hecho comentarios muy acertados sobre al arte.

El tipo y sus chillonas zapatillas siguen adelante, y Simon los sigue, lanzándose al sprint final de la venta de los Finelli. Resulta obvio por su lenguaje corporal que al «hay que ser uno mismo» no le interesa añadir ningún cuadro de Finelli a su nueva colección. Quiere nombres reconocibles, artistas consagrados y nuevas promesas de las que haya oído que las están comprando otros coleccionistas más experimentados. Quiere grandes fotografías a color o composiciones sexys multimedia, cosas que hablen de sexo y de muerte. No cuadros pintados por un viejo conde italiano con un solo brazo.

Escudriño la multitud en busca de alguien que pueda ser Lulú, una versión con treinta años de la niña del cuadro. La galería está a rebosar de gente, de gente de todas clases. Hay montones de peinados llamativos y conjuntos que más bien parecen disfraces. En la inauguración de una exposición, casi todo el mundo adopta el mismo aire de superioridad. Hasta los bebés parecen bastante engreídos.

—Seguro que me ha mentido cuando me ha dicho dónde va a almorzar —me susurra Jeffrey. Señala a Simon, que persigue al poco interesado cliente por la galería.

—¿Cómo lo has sabido?

—No puede evitar ser como es —repone Jeffrey.

Aún estoy buscando a Lulú cuando veo que Connie y Andrew Kantor entran en la galería. A Connie es difícil no verla: se ha puesto una enorme gorra de piel con orejeras. Lleva su gigantesco Birkin azul bajo el brazo, y cuando se gira para comentarle su opinión sobre el retrato de Lulú a su marido, el bolso por poco no raya el lienzo.

—Pintura figurativa —dice con un resoplido desdeñoso, lo suficientemente alto para que Jeffrey y yo podamos oírla. Tiene una voz inusitadamente aguda, como si nunca le llegase suficiente aire—. En nuestra colección, lo importante son las ideas.

Andrew no levanta la vista de su PDA, pero debe haber farfullado algo sobre marcharse porque ella le responde con voz chillona:

—No vamos a marcharnos. Vamos a la cafetería.

Andrew vuelve a farfullar.

—Nunca nos invitan a la cena de un artista —dice Connie. Es cierto. Hay muchas fiestas benéficas y acontecimientos sociales para los que puede comprar la entrada. Pero el mundillo del arte, sobre todo en plena burbuja, se permite ser exclusivo. En la vida social existe una jerarquía, igual que existe en la mayoría de los mundos. Y en éste, para disgusto de Connie, los Kantor no están de los primeros en la lista. Ha tenido suerte de que la hayamos invitado a una de las cenas de Simon. Aunque sólo sea porque a Simon le preocupaba si un pintor desconocido de cincuenta y cuatro años iba a proporcionarle suficientes invitaciones confirmadas como para poder celebrar una exposición. Simon tampoco está precisamente de los primeros en la lista.

—No pienso perderme esta oportunidad —le sisea Connie a su marido—. Aunque sea un artista al que nadie conoce.

—Lo siento —le digo a Jeffrey, pero ahora parece estar disfrutando.

—Deja de pedir disculpas por cosas que poco tienen que ver contigo —dice, aún observando a los Kantor.

—Lo siento —repito, esta vez en broma.

Cuando llega Dane O’Neill, cambia el ambiente de la sala. De repente, esta exposición se ha convertido en un acontecimiento. Oigo cómo el rumor de su nombre se extiende por la galería. Dane O’Neill. Dane O’Neill. Todo el mundo conoce su nombre. Es famoso por decir lo que no se debe decir, por hacer lo que no se debe hacer, y por pedir mucho dinero por ello. Se espera que Dane O’Neill se comporte de forma escandalosa y que cree obras de arte aún más escandalosas. Y nunca decepciona, aunque sus obras sí suelen hacerlo.

Lleva una camiseta negra con una calavera y dos tibias pintadas en blanco. Es una camiseta pensada para que te hagas preguntas. ¿La habrá pintado él? ¿Se la habrá regalado otro artista? ¿Pensará venderle el diseño a una empresa de moda para que vendan miles de camisetas, suvenires del mundo del arte? ¿Dónde puedo conseguir una? Como te he dicho, hace que te hagas preguntas.

Igual que Simon, Dane comprende lo importante que es el look. Sabe que debe presentar a la gente un aspecto determinado, el aspecto que debe presentar un artista, a sus ojos. Esta noche ha combinado la camiseta con unos bastante previsibles pantalones cargo manchados de pintura y unas botas verdes. Tiene el pelo largo y algo alborotado. Nunca lo había visto en persona, pero eso no me impide enamorarme un poquito de él cuando hace su entrada y le grita a Jeffrey:

—¡Finelli! Viejo zorro.

Jeffrey parece encantado de verlo. Me siento impresionada. No sabía que Jeffrey conociese a nadie del mundo de las galerías de Nueva York, y mucho menos a un nombre internacional como Dane O’Neill. Dane es un artista a quien todos nos gustaría conocer. Dane es un artista al que al coleccionista de las zapatillas naranjas le encantaría poder comprar.

Dane abraza a Jeffrey y me da un beso, aunque es imposible que sepa quién soy. No tengo ningún problema con que se haya tomado esta familiaridad. ¿Qué te dice esto de mí? ¿Que soy lo suficientemente superficial como para codiciar la atención de un famoso artista? Por supuesto.

—Eres muy guapa —me dice. Aunque estoy cien por cien segura de que les dice algo por el estilo a todas y cada una de las mujeres que conoce, incluso a las mujeres casadas de setenta y tantos años, me siento halagada. Evidentemente.

Dane rodea al diminuto Finelli con un brazo, elevándose por encima de él como una torre, y le dedica una amplia sonrisa. Me resulta difícil no sospechar que esta cara amable es sólo un papel. Casi todos los artistas a los que conozco se expresan con dificultad y son introvertidos, como yo. Las personas visuales no suelen tener tanta destreza verbal como Dane. Pero si es un papel, sabe representarlo. Casi me convence.

—¿Cómo te va, viejo? ¿Ya lo has vendido todo?

—No exactamente. Hasta ahora no ha habido ni una venta —explica Jeffrey—. Me debato entre mi deseo de que les encante y lo compren todo y mi ansia de quitar de un manotazo los cuadros de las paredes y desafiar el mercantilismo despiadado del mundo del arte.

—A eso me refería con venderlos todos. Después de tantos años, has optado por el camino del mercantilismo —dice Dane—. Ahora lo importante es el producto y no el proceso.

Dane es simpático. Y muy guapo, en plan barriguita, melena alborotada, ojos inyectados de sangre y acento irlandés. No soy la única que anda un pelín colada por él. No soy la única que los observa a los dos en este momento.

—Sé a lo que te refieres —responde Jeffrey—. Pero sólo los estoy exponiendo. No creo que vaya a venderse ni uno.

—¿Estás loco? —Dane señala el cuadro de Lulú—. Es una obra maestra.

Jeffrey se encoge de hombros, alargándome su copa de vino vacía y sacando un cigarrillo del paquete que lleva en el bolsillo de la rebeca.

—No me dejan fumar en la galería. Me han hecho salir en plena lluvia como a un cachorro malo.

—Eres el hombre del momento, anímate —dice Dane, agitando los dedos frente a uno de los bebés. Abre la boca todo lo que puede y saca la lengua, haciendo muecas tontas para el bebé, que parece poco interesado. Después me dedica una sonrisa triste, como para admitir que no ha tenido éxito al intentar capturar la atención del infante. ¿Está tonteando conmigo?

—No me van los conflictos —continúa Jeffrey. Observa receloso al bebé, como si fuera a abrir la boca y pedirle dinero.

Dane deja de intentar distraer al niño y se acerca al cuadro de Lulú.

—Mi pieza es intensa.

Me extraña que utilice el posesivo, pero sólo durante un segundo. No quiero perderme ningún fragmento de su conversación. Es la clase de diálogo que soñaba con poder oír cuando acepté este empleo: dos artistas analizando sus obras. Poder estar cerca de almas creativas que viven mi sueño, con eso ya casi me conformo. Es lo que me ha mantenido aquí, en un trabajo que representa la antítesis de lo que creo que soy, tan sólo para poder estar cerca de artistas en activo.

Vale, ya sé que dije que me había enamorado un poquito de Jeffrey cuando lo conocí. Tacha eso. Aquello fue de forma platónica, de admiradora a artista. Dane O’Neill anda más cerca de mi edad. Aunque no admiro mucho su trabajo.

—Es bueno tener una musa —dice Jeffrey. Señala a Dane con el cigarrillo, aún sin encender, que sostiene en la mano—. Deberías probarlo. Volver a pintar.

—Debería buscarme una musa —concede Dane—. Estoy seco, colega. Más seco que el polvo.

—Lo necesito —dice Jeffrey, indicando el cigarro—. Vuelvo dentro de un momento.

Lo enciende de camino a la puerta y se gira para no molestar con el humo a la gente que sigue entrando.

Dane vuelve su atención hacia mí.

—Trabajas aquí, ¿verdad?

—Mia McMurray —extiendo la mano, aunque ya nos hemos besado.

—¿Irlandesa? —asiente con la cabeza, como dándome su aprobación.

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