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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (11 page)

—No sé —dice ella—. Yo tampoco he tenido suerte. Tiendo a evitar cualquier riesgo, así que salgo con tipos muy aburridos de los que es imposible que me enamore. Como si así pudiera impedir que me hiciesen daño.

La verdad es que para estar tan delgada come mucho. Yo, por supuesto, sigo su ritmo. Soy de las que no les dicen que no a unas gambas al
Grand Marnier
bajo ninguna circunstancia.

—¿Juegas al
backgammon
? —me pregunta una vez hemos comido todo lo que podíamos.

—Sí. Me encanta —digo, con un suspiro—. Mi padre me enseñó a jugar cuando era pequeña. Jugábamos mucho juntos. Después, mientras estaba en la universidad, trabajaba por las tardes en el estudio de arte. Lo único que tenía que hacer era sentarme y anotar los nombres de la gente que iba entrando. El bedel y yo jugábamos al
backgammon
casi todas las tardes. Llegué a ser muy buena jugadora.

Mientras le proporcionaba más detalles de los que estoy segura que nadie querría oír sobre mis experiencias con el
backgammon
, Lulú ha sacado un tablero y se ha puesto a organizar las fichas.

—No jugamos por dinero —dice—. Por lo menos, no la primera partida.

Coloca las piezas con rapidez, como alguien que lo ha hecho muchas veces. Hace tiempo que no juego. La última vez que lo hice fue con un marchante francés del mercado secundario llamado Jean-Paul. Gané yo. Entonces él me dijo que me amaba. Le creí.

Tiramos el dado una vez cada una para ver quién abrirá la partida. Lulú saca un seis y yo un uno, y antes de que me dé cuenta hay dos piezas suyas bloqueando la casilla justo enfrente de mi casa.

Saco un tres y un cuatro y sopeso con lentitud los malos movimientos que puedo hacer. Seguimos charlando, las palabras nos salen con toda naturalidad. Parece que tenemos buena química, nosotras dos, y notables coincidencias en nuestras vidas. Si dejamos a un lado el hecho de que ella es impresionantemente bella y yo, bueno, no lo soy, nos pareceremos mucho.

Llevamos un rato tirando el dado y hablando, y, antes de que pueda darme cuenta de lo que ha pasado, Lulú ha barrido seis de mis fichas del tablero y ha bloqueado mi casa por completo. Está claro que Lulú juega al
backgammon
a un nivel completamente distinto del mío.

—Perdona —dice—. Debí habértelo dicho desde el principio. Así es como me pagué los estudios en la Facultad de Empresariales.

Es más de la una de la mañana cuando por fin nos decimos adiós. Para entonces, me da la impresión de que he hecho una nueva amiga, aunque me haya dado una paliza tremenda en un juego sobre el que recuerdo haber fardado aquella misma tarde. Menos mal que no hemos jugado por dinero.

Ya estoy frente a la puerta con el abrigo puesto cuando Lulú me pregunta:

—¿Crees que Simon sabe que Jeffrey me regaló mi retrato?

—No creo. —De hecho, sé que no lo sabe, pero éste no parece ser el momento más adecuado para decirle que, en realidad, Simon es el dueño de los cuadros. Pronto se dará cuenta por sí misma de que Simon se alegra por la muerte del artista, que va a sacarle de sus deudas y a colocarlo en la exclusiva lista de marchantes a los que se les recompensa por su habilidad para elegir a los triunfadores.

—¿Cómo se lo tomará?

—No muy bien —le digo. Y me quedo corta. Pero esta noche ya es demasiado tarde como para entrar en detalles de por qué a Simon no le va a hacer ninguna gracia cuando se entere de que Lulú piensa reclamar uno de sus cuadros—. Está deseando vender la pieza.

—El mundillo del arte me resulta totalmente ajeno —dice Lulú—. ¿Serás mi guía?

Me sonríe con esa media sonrisa irónica y llena de dudas, casi una copia exacta de su rostro en el cuadro. Asiento con la cabeza, sí, seré su guía, aunque algo me dice que no necesita que la guíen. De hecho, me da la impresión de que, más bien, será ella la que me guíe a mí.

—Tengo muchas ganas de aprender—dice—. ¿Podemos visitar un par de museos y galerías las dos juntas?

Le explico que trabajo los sábados, pero que suelo asistir a las inauguraciones de las exposiciones que celebran otras galerías.

—Estamos a primeros de mes, así que seguramente habrá unas cuantas este fin de semana, si quieres venir.

—Gracias —contesta.

*

Cuando llego a casa, mi apartamento me parece distinto. Se ha producido un cambio en la perspectiva que me resulta repentino y chocante. Recuerdo que me sentí muy afortunada al encontrar este piso, un estudio subarrendado ilegalmente en la quinta planta de un edificio sin ascensor. La típica buhardilla de artista, me parece que lo llamé cuando llegué a Nueva York henchida de aquella ambición profunda e inapropiada, igual que tantos aspirantes a artistas antes que yo.

El Brooklyn de los modernillos no es para mí. Para empezar, no soy una de ellos. No soy modernilla para nada. Me dan miedo los modernillos. Y mi estudio subarrendado de renta antigua es más barato que cualquier otro apartamento que pudiera haber encontrado en Williamsburg cuando me trasladé a la ciudad. He sido una de los afortunadas, si lo piensas, al haber encontrado de forma milagrosa un hogar en la superpoblada isla de Manhattan. Afortunada, eso es lo que me considero, al menos en lo que respecta a los bienes inmuebles.

Afortunada hasta ahora, quiero decir. Antes pensaba que mi diminuto estudio era acogedor y encantador. Ahora veo que está demasiado abarrotado, con montones de basura y pilas de libros que atestan todas las superficies disponibles. Antes de esta noche lo había considerado un auténtico edificio de la preguerra, con detalles que se remontaban a los años treinta. Ahora veo que está sencillamente sucio; sin importar cuántas veces me entre la fiebre de la limpieza, los azulejos están roñosos, cubiertos de la mugre que han acumulado durante años enteros. Creí que pintaría cuadros brillantes aquí, pero, bueno, eso no es lo que ha ocurrido.

El desorden es parte del problema. Como artista —y me resulta difícil emplear ese término para describirme a mí misma, suena tan creído— ansío tener orden. Estoy enamorada de la simetría, de la elegancia y de la distribución precisa de los objetos. El desorden de mi apartamento es simbólico, si de verdad existe tal cosa.

Cuando me mudé al estudio, colgué mis propios cuadros de las paredes para ocultar los agujeros y las zonas donde la pintura estaba desconchada. Qué orgullosa. Por entonces, confundía la escala con la emoción, y mis lienzos eran todo lo grandes que podía permitirme. Un retrato enorme de mi profesor favorito. Uno aún más grande de un modelo que habíamos pintado en clase llamado Mark. Sólo servían para ocultar la pintura rosa que se desprendía de las paredes y cuyo color no era el que yo hubiese elegido. Ahora las alcayatas de las que solían colgar esas obras son solitarios recuerdos de mi ambición. Ambición. Mi secreto más inconfesable.

Me arrodillo a los pies de mi cama. Allí, detrás de un montón de bolsas llenas de ropa que jamás me pondré pero que soy incapaz de donar a la beneficencia, una caja de perchas y mi enorme maleta verde, está la caja que contiene lo que queda de mis aspiraciones artísticas. Ahí es donde guardo mis blocs de dibujo, algunos pinceles, tubos de pintura y unos pocos lienzos con bocetos, vacíos y expectantes.

Hay un lienzo sobre un caballete en un rincón de la habitación, pero ya hace unos meses que no trabajo en él. ¿Unos meses? ¿A quién quiero engañar? Hace por lo menos un año. Hay un par de abrigos colocados sobre el caballete, que ocultan la prueba de mi falta de talento. Cada vez que pretendo trabajar en él me siento frustrada al intentar capturar algo que es brillante en el ojo de mi mente, pero que de repente, una vez plasmado sobre el lienzo, se transforma en espantosamente poco brillante. Algunos días me pongo muy estricta conmigo misma. Me digo que me doy seis meses para terminar, es un decir, seis lienzos. Los suficientes para mostrárselos a un marchante. Puede que incluso a Simon. Otros días, me doy completamente por vencida. Mi falta de talento me resulta demasiado deprimente.

Antes me encantaba mezclar colores, me pasaba horas jugando con pequeños cuencos llenos de acrílicos, añadiéndole blanco al rojo, agregando pegotes de ocre y de azul cerúleo. Mis profesores de la universidad y de los talleres a los que asistí los primeros meses tras mi llegada a Nueva York solían hacerme cumplidos. Decían que era toda una colorista, y yo me recreaba en sus alabanzas, aunque todo el tiempo sospechaba que eso es lo que les decían a los estudiantes que no sabían dibujar.

Me he aferrado a mi identidad de pintora. Soy una artista en Nueva York. Ya sé que se supone que debe ser difícil. No pasa nada, estoy dispuesta a afrontar las dificultades. Estoy dispuesta a estudiar, a ponerlo todo de mi parte. Hasta estoy dispuesta a ser pobre —se supone que los artistas son pobres—. Estoy dispuesta a trabajar por poco dinero en una galería de segunda, tan sólo para llegar a fin de mes y para poder formar parte del mundillo del arte. Elegí una galería porque ese trabajo alimentaba mi esperanza de que algún día podría pasar de ser la recepcionista tras el escritorio a ser la artista cuyo trabajo se expone sobre las paredes. Pero casi sin darme cuenta han pasado cinco años, y la probabilidad de una transformación de ese tipo ahora parece... mmm, imposible.

Desde mi posición, arrodillada a los pies de la cama, arrastro la caja hacia mí. La abro y aspiro el conocido olor a aguarrás de los pinceles limpios. Respiro hondo. Bueno, allá vamos.

Retiro los abrigos del caballete para descubrir el cuadro en el que había estado trabajando la última vez que lo dejé. Un autorretrato. ¡Eso sí que es orgullo! Pero ahora es demasiado tarde para empezar con un cuadro nuevo, así que coloco el caballete frente al espejo de la misma manera que lo hice cuando concebí esta pieza. Cojo un plato de plástico de mi diminuta cocina para usarlo como paleta y exprimo los tubos del marrón, dorado y ocre hasta que los colores caen sobre el plato. Cojo el pincel más pequeño y me dispongo a trabajar sobre el cabello.

Existe una cierta alquimia que debe darse para que un cuadro salga bien. Todas sus partes tienen que encajar. Son más de las cuatro de la mañana cuando decido que no soy ninguna alquimista. Y me da la impresión de que tampoco soy pintora figurativa.

6

Exposición a puerta cerrada de nuevos cuadros de Jeffrey Finelli en la Galería de Arte Simon Pryce

El hecho de que la galería esté cerrada no significa que esté cerrada, tú ya me entiendes. Parece que se ha extendido el rumor de que Martin Better ha mostrado interés por el artista muerto. A última hora de la mañana, ya se han vendido los dos paisajes a dos coleccionistas distintos.
Dónde está Dios cuando Lo necesitamos
se lo ha llevado el adicto al yoga, el de «hay que ser uno mismo», con sus zapatillas de deporte naranja, que tan poco interés había mostrado la noche de la inauguración.
Añoranza de la familia
lo ha comprado un coleccionista de Ohio que sólo había recibido un jpg del cuadro antes de la exposición. Los dos pagaron casi el doble del precio que Simon pensaba pedir en un principio: ochenta y cinco mil dólares. Hay un museo que ha mostrado interés por
Estudio al atardecer
, si no consiguen hacerse con uno de los retratos.

Tres compradores se disputan
La habitación de Mona
. Simon está hablando por teléfono con los coleccionistas interesados en el autorretrato de Jeffrey y en
Encontrar y perder la fe
. Y hay montones y montones de interesados por
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. De repente hay decenas de personas que afirman haber descubierto la fuerza de este cuadro en particular. Incluyendo gente que ni siquiera ha visto el cuadro. Todo este interés hace que Simon se decida a no vender el lienzo por el momento.

Esta mañana Simon ha hecho de su despacho su madriguera. Allí habla por teléfono, embriagado por el dulce narcótico de tener una oferta para cubrir una demanda. ¡Una obra maestra! ¿Cuánto vale eso? Seguro que más que mil palabras. Anota pedidos, promete los cuadros disponibles a más de un comprador. Es una nueva experiencia para él. Ser representante de un artista de moda.

Oh, claro, alguna vez ha vendido alguna exposición completa. Después de todo, estamos en plena burbuja, aunque Simon no se ha caracterizado precisamente por su habilidad para tomarle el pulso al mercado del arte. Pero ahora, ahí está, con unos cuadros extremadamente codiciados por vender. Cuadros que le pertenecen.

La galería está cerrada, sí. Pero Simon piensa mostrarles la exposición a ciertos compradores potenciales a puerta cerrada. La expresión «a puerta cerrada» resulta terriblemente tentadora para algunos coleccionistas, y Simon ha hecho todo lo posible para convencerlos de que aprovechen su oportunidad. Martin Better va a pasarse a ver la pieza que ha reservado. Y, noticia candente, también va a venir alguien famoso. Se trata de un actor joven, de alguien que ha preferido no dar su nombre. Creo que hace bien en no facilitarle su nombre a Simon, porque corre peligro de que se entere toda Nueva York. Simon, la persona a la que más le gusta dejar caer nombres en todo el mundo, nunca ha tenido un cliente famoso. No hace falta decir que está encantado con la idea.

—Adelante, puedes decirlo —grazna cuando interrumpo sus negociaciones telefónicas para decirle que el ayudante del actor ha dicho que llegará entre las tres y las siete—. Soy el marchante de los famosos.

—Preferiría no tener que decirlo.

—Puedes decirlo, Mia. Adelante. —Así es Simon en sus momentos más joviales, cuando parece que hasta le caigo bien—. ¡El marchante de los famosos!

*

Martin Better se presenta a las doce del mediodía, perfectamente puntual. Da un golpe en el cristal para llamar mi atención. La puerta está cerrada con llave, así que la abro para que pueda pasar.

—Gracias, nena —dice. Masca chicle sabor canela—. Estás estupenda. Me encanta cuando vistes de negro.

—¿Puedo ofrecerle una botella de Pellegrino? —le pregunto mientras entra en la galería dando grandes zancadas, con el brillo lujurioso del coleccionista de arte en los ojos. Martin Better tiene algo que resulta magnético, a pesar de la tripa que se le marca bajo el traje y del pedazo de cuero cabelludo que brilla a través de su pelo cada vez más ralo. Puede que sea por esos cocos.

—Dime qué te parece la pieza que he reservado. ¿Cuál es?

Se ha parado frente al cuadro de Lulú. Es fácilmente excitable, igual que un adolescente cachondo, y una expresión de éxtasis se apodera de su cara mientras contempla la pieza. Lo que a principios de semana era sólo un cuadro ahora es
el
Jeffrey Finelli. El Finelli definitivo.

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