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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (18 page)

—Marty —dice una de las mujeres, con voz melosa—. Estamos hablando del cuadro.

—A mí me gusta —comenta ahora una de las mujeres.

—Es muy grande —afirma otra, pero por el tono en que lo dice parece un cumplido.

Martin examina cuidadosamente la pieza, mientras se relame. Debería decir algo. Aquí es donde empezaría la parte del sexo. Al principio, durante los juegos preliminares, el cuadro debe parecer inalcanzable. Es un objeto especial y poco común con mucha demanda. Debería explicarle que hay una lista. Debería dejar caer el nombre del famoso y joven actor. Debería contarle a Martin que hay museos y críticos y coleccionistas de todo el mundo que andan detrás de este cuadro. Debería hacer que pareciese imposible comprarlo. Pero sólo estaría incitándolo con el atractivo de lo inalcanzable.

Después, debería ayudarle a imaginarse cómo sería conseguir la pieza. Debería hablar de lo bien que quedaría sobre esta pared, justo ahí, y sobre cómo contribuiría a su colección. Debería convencerle de que Simon es un marchante exigente, que ha estado buscando un coleccionista con tan buen gusto como Martin a quien ofrecerle esta pieza extremadamente original y valiosa para que entre a formar parte de tan excelente colección. Debería recordarle que el artista ha fallecido. No va a haber más cuadros como éste.

Debería mencionar otros coleccionistas de arte —nombres conocidos, nombres importantes— que han escogido piezas similares, para así incluirlo en el exclusivo círculo de unos pocos escogidos, por lo cual sin duda se sentirá halagado. Debería hacerle ver lo inteligente y perspicaz y ya que estamos, guapo que es por siquiera plantearse comprar este cuadro.

No digo nada. Dejo que las señoras del club de lectura le quiten todo el
sex appeal
al retrato de Lulú.

—Nos encanta —dice una de ellas, ignorando la mirada con la que la fulmina Lorette.

—Me lo pensaré —dice Martin, conduciéndome hacia una de las puertas laterales a través de la cocina.

—Creo que Simon quiere saberlo hoy mismo —le digo, notando que me pone la mano sobre la espalda para guiarme—. El cuadro tiene que volver a la galería ahora mismo.

—Tal vez podamos cenar juntos —sugiere una vez estamos fuera de la casa, lejos de los criados uniformados que lavan hojas de lechuga en la cocina campestre con suelo de baldosas—. Podríamos hablar del tema mientras bebemos una botella de Opus One.

Y ahí está, la provocación de lo sólo ligeramente inalcanzable, en la que esta vez él lleva la iniciativa. ¿Qué me está proponiendo? Tan sólo lo que yo quiera entender.

El olor a césped recién cortado es dulce. Respiro hondo. No es un olor que pueda disfrutar a menudo. Arboles, sol, aire fresco. La naturaleza me inspira a pintar al aire libre. Ya lo sé: ¡menudo cliché!

—Simon quiere que vuelva con una respuesta —repito, incómoda al ver cómo me mira Martin, como si fuese capaz de seducirme, siempre que yo me prestase.

Parece que ha aumentado su magnetismo y que lo ha concentrado todo en mí. Es más bien bajito y rechoncho, sí, pero tiene una fuerza interior que resulta sexy en un hombre mayor. Los kilos que acarrea como resultado de la degustación de manjares como terneras Kobe y huevos revueltos con caviar, todo ello regado con copas de carísimos vinos como el ya mencionado Opus One, tienen algo de atractivo. Sería divertido cenar con él.

Se apoya en uno de los pilares de piedras y se cruza de brazos. Me observa con mirada atenta, retándome.

—¿Estás pensando en abrir tu propia galería?

—No —niego con la cabeza—. No forma parte de mis planes.

Sigue mirándome con atención, como si intentase averiguar de qué voy. Buena suerte, siento ganas de decirle. A mí tampoco me vendría mal algo de eso.

—Una casa de subastas —sugiere.

—¿Una casa de subastas? Ni por asomo.

Sonríe, satisfecho. Resulta encantador, viniendo de este hombre rico y poderoso. Tiene carisma. Me pregunto si también tendría carisma antes de que llegase a ser rico, si sería eso lo que le ayudó a llegar hasta allí. ¿O será algo que ha ido adquiriendo con los años, igual que ha ido adquiriendo muchas otras cosas?

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

Vale, podría confesar, ¿por qué no? Por un instante, por un breve instante, me planteo compartir con él una versión de la fantasía que he elaborado de camino aquí. Pero me doy cuenta de que quedaría como una estúpida. Además, no tendría ningún cuadro lo suficientemente bueno como para enseñárselo. Tan sólo cosas viejas de la facultad. Y aquel horrible autorretrato que ahora descansa junto a mi cama. ¡Por favor!

—No lo sé —digo, prometiéndome a mí misma que pintaré con más concentración e intensidad la próxima vez.

Sabe que miento.

—Escucha —dice, mientras mastica un chicle rojo—. Estoy pensando en desintoxicarme. En no volver a comprar más obras de arte.

Eso sí que es interesante.

—¿Por qué?

—Mi esposa se queja mucho —explica—. Y estoy empezando a aburrirme. Las primeras veces que compras algo, resulta emocionante. Cuando consigues echarle el guante a algo poco común, a algo de lo que andan detrás también otros hombres, es divertido. Pero cuando llegas a la pieza número cien, o a la número cuatrocientos, ya no te parece gran cosa.

—Me lo imagino —replico, aunque por supuesto soy incapaz de imaginarme cómo será gastarse millones de dólares en tu obra de arte número cien.

—He intentado ser discreto —continúa—. Pero es imposible. Hay demasiada gente que sabe lo que ando comprando, da igual lo prudente que sea. La ballena con el chorro más alto es la que acaba siendo arponeada.

—¿Qué piensas hacer? ¿Venderlo todo?

Le da una patada a un terrón de tierra que hay sobre el escalón de piedra y que los jardineros con sus aparatos de aire comprimido deben de haber pasado por alto.

—Ése es el problema —dice, echándose a reír—. ¿Tienes idea de lo que pasa cuando quieres vender una obra de arte? En cuanto vuelves a la galería de uno de esos marchantes para venderles algo que les has comprado previamente, eres el malo de la película. Entonces ya no es una obra tan maestra como lo era cuando la compraste. Entonces no vale ni la mitad de lo que valía cuando el marchante te hizo sentir tan especial al permitirte que tuvieras acceso a ella.

Me cuenta todo esto sin amargura, y no sé muy bien cómo reaccionar.

—Entonces, ¿no piensas deshacerte de tu colección?

—No, no voy a vender, pero durante seis meses no pienso comprar nada. Nada de arte. Voy a desintoxicarme.

Veo que uno de los criados nos observa por la ventana.

—¿Crees que podrás? —hay un eco de duda en mi voz. He visto cuánto le apasiona el arte, le pone cachondo. Si no compra el Finelli, comprará otra cosa.

—No sé —dice, con otra risa seca—. Necesitaría ir a Coleccionistas de Arte Anónimos. Quiero saber qué es lo que se siente al no estar enganchado y rodeado de todos esos tipos que alimentan mi adicción con obras de arte como si fuera crac.

—Pero te apasiona el arte.

—El arte es dinero —replica—. El que diga que no lo es, no lo entiende. Es un mercado igual que cualquier otro.

—¿Y qué te parecería crear obras de arte, disfrutar del proceso creativo en vez de comprarlo?

Sonríe con una cierta satisfacción.

—Seguramente no voy a ser capaz —dice—. De no comprar nada. De todas formas, resérvame el Finelli, ¿de acuerdo?

*

Mientras voy de camino a la ciudad, recibo una llamada de Lulú. Susurra al móvil, de forma que apenas logro oír lo que dice.

—Estoy en el estudio de Byron Tollman —dice—. Es genial.

Byron Tollman es uno de los artistas menos conocidos de Pierre LaReine. Se le considera el artista de otros artistas.

—¿No estás en el trabajo?

—He almorzado con Pierre LaReine. Después se ofreció a traerme de visita al estudio. Es increíble. Tendrías que ver cuánta gente trabaja aquí.

—He estado en Greenwich con tu retrato. Creo que Martin no va a comprarlo.

—¿Por qué no lo quiere? —pregunta, con tono ligeramente ofendido.

—Es mejor que no lo quiera. Así te deja el campo libre.

—Mia, me parece increíble que exista todo este mundillo del arte al que jamás le había prestado la más mínima atención. Me da la impresión de que ahora veo el mundo desde una perspectiva completamente distinta.

—Ten cuidado con Pierre LaReine —advierto—. Estoy segura de que sabe cómo seducir a una mujer.

—Todo lo que estoy descubriendo me seduce —replica—. El hombre, su estilo de vida, el arte.

Quedamos en vernos para tomar unas copas y jugar una partida de
backgammon
antes de que Lulú salga a cenar con Pierre a última hora, y rápidamente cierro el móvil.

La siguiente llamada es de Zach.

—McMurray —dice—. ¿Dónde estás?

—Tuve que ir a Greenwich a proporcionarle algo de sexo a Martin Better.

Se hace un silencio. Después se oye una risa. Confieso que su risa me resulta irresistible.

—¿El Finelli?

—El Finelli, por supuesto.

—Connie se está impacientando —dice—. Y tengo otro cliente que lo quiere.

—Bueno, Zach, todos queremos lo que no podemos conseguir —repongo. Me imagino que estoy pronunciando una máxima de peso.

10

Hola/adiós; exposición colectiva: Cassidy/Landman Palladium y Drone, nuevas obras de Jason Avery all done, Galería Nina Rosenbaum Amatyias Johnson, procesos múltiples, Galería Pierre LaReine

Marzo

El jueves por la noche estoy en el apartamento de Lulú jugando al
backgammon
cuando recibo un e-mail de Zach con un archivo adjunto. Le he echado un vistazo a mi BlackBerry durante una pausa que hemos hecho para ir al servicio, y ahí está, su nombre en mi bandeja de entrada, con el icono de un clip al lado. Durante uno o dos segundos tengo miedo de abrirlo.

Tampoco exageres, me digo a mí misma. Estoy siendo demasiado severa. Se trata de negocios, nada más. Es el procedimiento estándar por parte de un asesor artístico en la posición de Zach Roberts. Tiene que trabajarse a la recepcionista —a mí— para conseguir un buen trato para su cliente.

No hay palabras en el e-mail, ni tampoco en la casilla de asunto. Tan sólo un archivo adjunto que se supone que debo abrir.

—¿Has recibido algo interesante? —me pregunta Lulú al salir del baño.

—Zach. Pero es un archivo adjunto. Ya lo abriré cuando llegue a casa.

—Ábrelo ahora —dice ella.

—¿Serás mandona? —contesto, en broma.

—Usa mi portátil —sugiere.

—Estamos a mitad de una partida —le recuerdo— Y después de haberte regalado cuatro victorias, me parece que por fin es mi turno. Ya lo abriré luego.

De verdad creía que esta vez iba a ganar. Pero Lulú saca dos seises dos veces seguidas, y me gana. Otra vez.

Una vez en casa hago clic y espero a que el jpg aparezca en la pantalla de mi ordenador. La imagen es tan grande que en un primer momento no logro ver de qué se trata. Tan sólo es un montón de píxeles. Pero le doy a minimizar y sigo minimizando hasta que ve que es una foto. Es una foto de ¿qué? ¿Una hamburguesa con queso?

Sí, un primer plano de una hamburguesa jugosa goteante, con el queso derretido cayéndole por los lados. Es una foto cuidada y tentadora, tan fresca y chisporroteante que casi puedo oler la grasa de la hamburguesa. Me pregunto si la habrá hecho Zach. Debajo aparecen las palabras: «¿MAÑANA POR LA NOCHE?».

¿De verdad quiero cenar con él? Ojalá existiese una respuesta sencilla a esa pregunta. Me gusta Zach. Disfruto de su compañía. Pero ¿es el hombre de mis sueños? Por supuesto que no. Definitivamente, no. El hombre de mis sueños no es asesor artístico. Sí, me doy cuenta de lo repelente que suena eso.

No hace falta decir que me devano los sesos sobre cómo responder a su e-mail, y escribo y vuelvo a borrar al menos doscientas versiones de sí, no y quizá antes de decidirme por un simple «sí».

La respuesta de Zach llega tan sólo minutos después, y consiste en un cuestionario.

¿DÓNDE TE GUSTARÍA IR? MARCA LA CASILLA CORRESPONDIENTE.

1. La hamburguesa clásica. Veintiuno. La auténtica hamburguesa de veintiún dólares.

2. La políticamente incorrecta. Bistró DB. Rebuscadas hamburguesas a la francesa. Foie gras y carne de ternera Kobe.

3. La del barrio. Mi bar favorito. Cutre y sucio. Con una cerveza helada.

Mi respuesta, después de una angustiosa ronda de correcciones: «¿Qué es esto? ¿Un test?».

La suya llega al instante: «No es un test. Son opciones».

«Número 3», respondo. «Buena elección», escribe Zach. Así que sí era un test.

*

Zach va a recogerme a las siete en mi apartamento, y planeamos pasarnos por un par de inauguraciones antes de disfrutar de la aclamada hamburguesa. He salido de la galería a las seis, he venido corriendo a casa a darme una ducha, y para cuando dan las siete menos cuarto ya me he probado y descartado todas las opciones que ofrece mi escaso fondo de armario antes de decidirme por unos vaqueros y un suéter de cuello vuelto. Es entonces cuando Azalea se pasa por mi apartamento de camino a su casa.

—¿Piensas ir a una cita vestida así?

Azalea lleva una falda roja de tul, un top turquesa con estampado de flores y un sombrero, un conjunto que de alguna manera consigue llevar sin parecer ridícula. Azalea es una de las artistas desconocidas con más talento que he conocido, aunque durante el día trabaja como estilista profesional. Se toma la moda muy en serio.

—No puedo permitirlo.

—No es una cita —le explico—. Tan sólo dos colegas de trabajo que van a un par de inauguraciones y después se toman una hamburguesa.

—¿Y también vas a un par de inauguraciones? —parece horrorizada—. Cuántas veces te lo he dicho: no debes desperdiciar ninguna oportunidad de lucir una ropa en condiciones. Vamos, quítatelos.

Mi amiga tiene un problema con mi preferencia por la ropa sencilla y los colores apagados. La última vez que la vi, llevaba un suéter y una falda grises, y me preguntó si iba a un funeral. Ahora está ojeando lo que tengo en el armario.

—Uff, perchas de alambre —protesta—. Negro, gris, marrón. ¿Qué te crees que eres? ¿Un gorrión?

Es un diálogo típico con la colorista Azalea, así que dejo que haga lo que mejor se le da. Saca un vestido negro bastante clásico que suelo ponerme cuando tengo que ir a algún acontecimiento con Simon. Es demasiado serio para tomar una hamburguesa un viernes por la noche.

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