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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (13 page)

En las planicies de Dravlin se alzaban las chimeneas y los tanques contenedores, las antenas productoras de rayos y las enormes ruedas en movimiento de Tumpa-chumpa, muchas de cuyas estructuras se alzaban a tal altura que sus extremos humeantes se perdían entre las nubes. Limbeck observó con temor y respeto la Tumpa-chumpa. Cuando uno servía sólo a una parte de aquella gigantesca creación, tendía a concentrarse únicamente en esa parte y perdía de vista el conjunto. A Limbeck le vino a la cabeza el viejo dicho de que los dientes no le dejan a uno ver la rueda.

«¿Por qué?», se preguntó (por cierto, era la misma pregunta que había provocado su expulsión de la escuela). « ¿Por qué está aquí la Tumpa-chumpa? ¿Por qué la construyeron los dictores, para luego dejarla aquí? ¿Por qué vienen y van cada mes los inmortales welfos, sin cumplir jamás con la promesa de elevarnos a los refulgentes reinos superiores? ¿Por qué? ¿Por qué?»

Las preguntas martillearon en la cabeza de Limbeck hasta que los resonantes porqués, las ráfagas de viento o la propia visión de la mole reluciente de la Tumpa-chumpa, o las tres cosas a la vez, empezaron a aturdirlo. Parpadeando, se quitó las gafas y se frotó los ojos. En el horizonte se cerraban las nubes, pero el geg calculó que aún quedaba algún tiempo hasta que descargara la siguiente tormenta. Si volvía ahora a casa, una tormenta muy distinta caería sobre él, de modo que decidió continuar explorando.

Temiendo romperse sus preciadas gafas en alguna caída, Limbeck las guardó cuidadosamente en el bolsillo de la camisa y empezó a abrirse paso por el montón de escoria. Los gegs —pequeños, robustos y hábiles de movimientos— caminan con gran seguridad. Deambulan por estrechos pasadizos construidos a cientos de metros de altura sin que se les mueva un pelo de la barba. Cuando desean trasladarse de un nivel a otro, suelen agarrarse a los dientes de una de las enormes ruedas y elevarse con ellas, colgados de las manos, desde el fondo hasta la altura deseada. Pese a su deficiente vista, Limbeck descubrió muy pronto el mejor modo de atravesar las pilas de coralita cuarteada y fragmentada.

Ya estaba moviéndose con soltura y avanzando bastante deprisa, cuando pisó un terrón suelto que se movió y lo hizo trastabillar. Tras ello, tuvo que concentrarse en vigilar dónde ponía el pie y, sin duda, fue ésta la causa de que olvidara vigilar la proximidad de las nubes. Sólo se acordó de la tormenta cuando una racha de viento casi lo derribó y unas gotas de lluvia le cayeron en los ojos.

Se apresuró a sacar las gafas, ponérselas y mirar a su alrededor. Sin darse cuenta, había caminado un trecho considerable. Las nubes se cerraban ya sobre él, el abrigo de la Tumpa-chumpa estaba a cierta distancia y volver sobre sus pasos entre la coralita rota le iba a llevar un buen rato. Las tormentas de Drevlin eran feroces y peligrosas. Limbeck observó en la coralita hoyos ennegrecidos donde habían impactado los relámpagos. Si no le caía encima un rayo, sin duda lo alcanzaría el gigantesco pedrisco que lo acompañaba y el geg empezaba ya a pensar que no tendría que preocuparse nunca más por presentarse ante su padre cuando, dando la vuelta en redondo, vio
algo
de gran tamaño en el horizonte, que se estaba tornando negro rápidamente.

Desde la distancia a la que se hallaba no podía precisar qué era aquel
algo
(sus gafas estaban chorreando agua), pero cabía la esperanza de que pudiera ofrecerle refugio de la tormenta. Sin quitarse las gafas pues sabía que las necesitaba para localizar el objeto, Limbeck avanzó tambaleante por los montones de escoria.

Había empezado a llover y pronto advirtió que veía mejor sin gafas que con ellas, de modo que se las quitó. El objeto no era ahora más que una silueta borrosa frente a él, pero la silueta se agrandaba cada vez más, señal de que se estaba acercando. Sin las gafas, Limbeck continuó sin distinguir de qué se trataba hasta que lo tuvo justo delante.

—¡Una nave welfa! —exclamó con un jadeo.

Aunque no había visto nunca ninguna, reconoció la nave al instante por las descripciones que había escuchado. Construida con piel de dragón tensada sobre madera y dotada de enormes alas que la mantenían suspendida en el aire, la nave tenía un aspecto y un tamaño monstruosos. El poder mágico de los welfos la hacía flotar para transportarse desde los cielos hasta el Reino Inferior donde vivían los gegs.

Pero aquella nave no volaba ni flotaba. Estaba apoyada en el suelo y Limbeck, contemplándola con sus ojos miopes a través de la lluvia torrencial, habría jurado que estaba rota —si tal cosa era posible en una nave de los welfos inmortales—. Varias piezas de madera astillada sobresalían formando extraños ángulos y la piel de dragón estaba desgarrada, mostrando grandes agujeros.

El estallido de un relámpago muy cerca de él, y el trueno posterior, le recordaron el peligro que corría, así que se apresuró a saltar por uno de los huecos abiertos en el costado de la nave.

Un olor pestilente le provocó náuseas.

«¡Uf!» Se llevó la mano a la nariz. «Me recuerda la vez en que una rata se metió en la chimenea y murió. Me pregunto qué causará este hedor.»

La tormenta se había desatado y la oscuridad en el interior de la nave era casi absoluta. Sin embargo, los relámpagos eran casi continuos y proporcionaban breves destellos de luz antes de que la nave quedara sumergida de nuevo en tinieblas.

La luz no fue de mucha ayuda a Limbeck. Tampoco las gafas, cuando se acordó de ponérselas. El interior de la nave era extraño y no le encontró ningún sentido. Fue incapaz de distinguir la parte superior de la inferior o de decir qué era el suelo y qué un tabique. Había varios objetos esparcidos a su alrededor, pero el geg no supo qué eran ni para qué servían y se mostró reacio a tocarlos. En el fondo de su cabeza, tenía miedo de que, si perturbaba algo de la extraña nave, ésta se elevara de pronto y desapareciera con él. Y, aunque la idea de tal aventura resultaba emocionante, Limbeck sabía que si su padre ya se había mostrado furioso en otras ocasiones, sin duda soltaría espumarajos por la boca si se enteraba de que su hijo había molestado de alguna manera a los welfos.

Limbeck decidió quedarse cerca de la salida, tapándose la nariz con los dedos, hasta que pasara la tormenta y pudiese regresar a Het. Sin embargo, los «porqués», los «cómo» y los «cuándo» que continuamente le creaban problemas en la escuela empezaron a darle vueltas en la cabeza.

—Qué serán esos bultos —murmuró, observando varios contornos borrosos de aspecto fascinante esparcidos por el suelo unos palmos delante de él.

Se acercó con cautela. No parecían peligrosos. De hecho, tenía aspecto de...

—¡Libros! —Exclamó con asombro—. Igual que esos con los que el viejo escribiente me enseñó a leer.

Antes de que Limbeck se diera cuenta cabal de lo que estaba sucediendo, el « ¿porqué?» lo empujó hacia adelante.

Estaba muy cerca de los objetos y comprobó, con creciente expectación, que efectivamente eran libros. Entonces, su pie tocó algo blando y húmedo. Se inclinó, sufriendo arcadas debido a la pestilencia, y aguardó a que un nuevo rayo iluminara el obstáculo.

Horrorizado, observó que se trataba de un cadáver ensangrentado y descompuesto...

—¡Eh, despierta! —dijo el garda, dando un codazo en el costado a Limbeck—. La siguiente parada es Wombe.

CAPÍTULO 10

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

En Drevlin, un ratero vulgar habría sido llevado ante el survisor local para ser juzgado. Pequeños maleantes, borrachos pendencieros y esporádicos alborotadores eran considerados bajo la jurisdicción del líder del propio truno del acusado. Sin embargo, un delito contra la Tumpa-Chumpa era considerado alta traición y era preciso que el acusado fuese presentado ante el survisor jefe.

El survisor jefe era el líder del truno más importante de Drevlin; al menos, así era cómo se veían sus miembros y cómo consideraban que los demás clanes gegs debían verlos. Era su truno el que estaba a cargo de la Palma, el altar sagrado donde, una vez al mes, los welfos descendían de los cielos en sus poderosas naves dragón aladas y aceptaban el homenaje de los gegs, ofrecido en forma de sagrada agua. A cambio, los welfos repartían «bendiciones» antes de partir.

Wombe, la capital, era muy moderna en comparación con otras ciudades de Drevlin. Pocos de los edificios originales construidos por los dictores permanecían en pie. La Tumpa-chumpa, necesitada de espacio, los había derruido para crecer sobre sus restos, destruyendo con ello muchas de las viviendas de los gegs. Sin intimidarse, los gegs se habían limitado a trasladarse a secciones de la Tumpa-chumpa que ésta había abandonado. Vivir en la Tumpa-chumpa era considerado muy elegante. El propio survisor jefe tenía una casa en lo que una vez había sido un tanque de almacenamiento.

El survisor jefe celebraba sesión en el interior de un edificio conocido como la Factría. Esta, una de las construcciones más grandes de Drevlin, estaba hecha de hierro y acero ondulado y, según la leyenda, era el lugar de nacimiento de la Tumpa-chumpa. La Factría estaba abandonada desde hacía mucho tiempo y demolida en parte, pues la Tumpa-chumpa, como un parásito, se había alimentado de lo que la había hecho nacer. Con todo, aquí y allá, silencioso y fantasmal bajo la luz espectral de los reflectores, se veía el esqueleto de una grúa como una garra.

La Factría era un lugar sagrado para los gegs. No sólo era el lugar de nacimiento de la Tumpa-chumpa, sino que era allí donde se encontraba el icono más venerado de los gegs: la estatua metálica de un dictor. La estatua, que representaba la figura de un hombre con túnica y capucha, era más alta que los gegs y considerablemente más delgada. El rostro había sido esculpido de tal forma que quedaba oscurecido por la capucha. Se apreciaba un esbozo de nariz y el contorno de unos labios y de unos pómulos prominentes; el resto se difuminaba en el metal. El dictor sostenía en una de las manos un enorme globo ocular que miraba al frente. El otro brazo, en una postura forzada, aparecía doblado por el codo.

En una tarima elevada junto a la estatua del dictor había una silla alta rellena de cojines, construida obviamente para gentes de dimensiones muy distintas de las de un geg, pues el asiento quedaba casi a la altura de la cabeza de un geg, el respaldo era casi tan alto como el dictor y toda ella era estrecha en extremo. La silla constituía el trono ceremonial del survisor jefe, quien acomodaba en ella su grueso corpachón en las ocasiones de gran pompa. El cuerpo del survisor sobresalía por los costados del asiento y sus pies colgaban en el aire a buena altura sobre la tarima, pero estos detalles menores no desmerecían en absoluto su dignidad.

El gentío que había acudido a presencia del survisor estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento bajo la tarima, encaramado a viejos vástagos de la Tumpa-chumpa o asomado a las galerías que daban sobre el piso principal. Ese día, una multitud considerable se había congregado en la Factría para presenciar el juicio de aquel geg que tenía fama de problemático y a quien se consideraba líder de un grupo rebelde e insurrecto que, finalmente, había llegado al extremo de causar daños en la Tumpa-chumpa. Estaban presentes la mayoría de los trunos de noche de cada sector y también los gegs de más de cuarenta ciclos que ya habían dejado de trabajar en la Tumpa-chumpa y se encontraban en sus casas, criando a sus hijos. La Factría estaba abarrotada por encima de su capacidad y los que no podían ver o escuchar directamente eran informados de lo que sucedía mediante el misor-ceptor, un medio de comunicación sagrado y misterioso desarrollado por los dictores.

Un toque de silbato, repetido por tres veces, logró imponer un relativo silencio. Por supuesto, sólo callaron los gegs; la Tumpa-chumpa no se inmutó. Los prolegómenos estuvieron salpicados de golpes, martilleos, siseos y crujidos metálicos, esporádicos estampidos de truenos y ráfagas silbantes de viento del Exterior. Acostumbrados a tales ruidos, los gegs consideraron que se había hecho el silencio y que la ceremonia de Justiz podía iniciarse.

Dos gegs con la cara rasurada, uno pintado de negro y el otro de blanco, aparecieron de detrás de la estatua del dictor, donde habían esperado a que sonara la señal. Entre los dos sostenían una gran plancha de metal. Después de recorrer la multitud con una mirada severa para comprobar que todo estaba en orden, los dos gegs empezaron a sacudir enérgicamente el metal, creando el efecto de un trueno.

Los truenos reales no impresionaban en absoluto a los gegs, que los escuchaban todos los días de su vida. El trueno artificial que se extendió por la Factría por el misor-ceptor sonó misterioso y sobrenatural y provocó jadeos de temor y murmullos de admiración en la multitud. Cuando se desvanecieron las últimas vibraciones de la plancha metálica, hizo acto de presencia el survisor jefe.

Éste, un geg de unos sesenta ciclos, pertenecía al clan más rico y poderoso de Drevlin, los Estibadores. Su familia había ejercido el cargo de survisor jefe durante varias generaciones, pese a los intentos de los Gruistas por arrebatárselo. Darral Estibador había entregado sus ciclos de servicio a la Tumpa-chumpa antes de asumir los deberes de su cargo a la muerte de su padre. Darral era un geg astuto, nada estúpido, y, si había enriquecido a su propio clan a expensas de otros, no había hecho sino continuar una tradición largamente arraigada en Drevlin.

El survisor jefe Darral vestía la indumentaria de trabajo normal de los gegs: unos calzones anchos que caían sobre unas botas gruesas y pesadas y un guardapolvo de cuello alto que le iba algo justo en su robusta caja torácica. Esta ropa sencilla quedaba rematada por una incongruente corona de hierro forjado, regalo de la Tumpa-chumpa, que constituía el orgullo del survisor jefe (pese a que, a los quince minutos de llevarla, le producía un intenso dolor de cabeza).

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