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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (45 page)

—¡Tú dime dónde estamos! —Le rogó Alfred—. Ahora no puedo explicártelo pero, al fin y al cabo, ¿qué mal hay en ello?

—Bueno... —musitó Jarre, pensativa—. Estamos en el interior de la estatua.

—¡Ah! —exclamó Alfred.

—¿Qué significa ese « ¡ah!»?

—Significa que..., hum..., que ya me lo había parecido.

—¿Puedes hacer que se abra de nuevo?

No, no podía. Ni él ni nadie. Desde dentro, era imposible. Sin embargo, ¿cómo era que sabía tal cosa, si no había estado nunca allí? ¿Qué podía responder a la geg? Alfred agradeció que el lugar estuviera a oscuras. No servía para mentir y el hecho de que no pudiera verle el rostro, ni ella ver el suyo, hacía más fáciles las cosas.

—Bueno..., no estoy seguro, pero lo dudo. Verás, hum... Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Eso no importa.

—Claro que sí. Estamos los dos aquí, juntos en la oscuridad, y es preciso que sepamos quiénes somos. Yo me llamo Alfred, ¿y tú?

—Jarre. Continúa. Si has abierto una vez, ¿por qué no puedes volver a hacerlo?

—Yo..., yo no he hecho nada —balbució Alfred—. Creo que se abrió por casualidad. Verás, tengo esa maldita costumbre de desmayarme cuando me asusto. Es una reacción que no puedo controlar. Vi la lucha, y que algunos de los tuyos corrían hacia nosotros y..., y perdí el sentido. —Hasta este punto, todo era verdad. Lo que vino a continuación, ya no—. Supongo que, al caer, debí de tropezar con algo que hizo que la estatua se abriera.

Y Alfred añadió para sí: «Cuando recuperé el conocimiento, alcé la vista hacia la estatua y, por primera vez en muchísimo tiempo, me sentí seguro y a salvo y lleno de una paz profunda e intensa. La sospecha que había despertado en mi mente, la responsabilidad, las decisiones que me veré obligado a tomar si tal sospecha se confirma, me abrumaron. Deseé escapar y mi mano se movió por propia voluntad, sin que yo la guiara, hasta tocar la túnica de la estatua en determinado lugar, de determinada manera.

»La base se abrió, mostrando un hueco, pero la enormidad de mi acto debió resultarme excesiva en aquel instante y supongo que me desmayé otra vez. Entonces se acercaría la geg y, buscando cobijo de la refriega que se había desencadenado en la Factría, me arrastraría aquí dentro. La base ha debido cerrarse automáticamente, y así seguirá. Sólo quienes conocen la manera de entrar saben el modo de salir. Nadie que descubriese la entrada por casualidad podría regresar para contarlo. ¡Ah!, tales curiosos no morirían. La magia, la máquina, se ocuparía de ellos y los cuidaría muy bien. Pero serían sus prisioneros el resto de sus vidas.»

Por fortuna, se dijo Alfred, él conocía el modo de entrar y también el de salir. Sin embargo, ¿cómo podía explicárselo a la geg?

Le vino a la cabeza un pensamiento terrible. Según la ley, debería dejar a Jarre allí dentro. Al fin y al cabo, ella tenía la culpa por haber entrado en la estatua sagrada. Pero, por otra parte, reflexionó Alfred, con una vocecilla acusadora en la conciencia, tal vez Jarre se había puesto en peligro por él, tratando de salvarle la vida. No podía abandonarla sin más. Y decidió que no lo haría, dijera lo que dijese la ley. No obstante, de momento, todo resultaba muy confuso. ¡Ojalá no se hubiera dejado llevar por su debilidad!

—¡No pares! —Jarre se agarró a él.

—¿Parar, qué?

—¡No dejes de hablar! ¡Es el silencio! ¡No puedo soportarlo! ¿Por qué no se oye nada, aquí dentro?

—Se construyó así a propósito —respondió Alfred con un suspiro—. Se diseñó para ofrecer descanso y refugio. —El chambelán había tomado una decisión. Probablemente no era la acertada, pero eran contadas las decisiones correctas que había adoptado en su vida, de modo que...—. Pronto voy a sacarte de aquí, Jarre.

—¿Conoces el modo?

—Sí.

—¿Cuál es? —Jarre era terriblemente suspicaz.

—No te lo puedo explicar. De hecho, vas a ver muchas cosas que no entenderás y que no puedo explicarte. Ni siquiera puedo pedirte que confíes en mí porque, como es obvio, no me conoces y no espero que me creas. —Alfred hizo una pausa y meditó sus siguientes palabras—. Míralo de este modo: ya has intentado salir por ahí y no has podido. Ahora, puedes hacer dos cosas: quedarte aquí, o acompañarme y dejar que te conduzca fuera.

Alfred escuchó que Jarre tomaba aire para replicar, pero se le adelantó.

—Hay una cosa más que deberías meditar. Yo quiero regresar con los míos tan desesperadamente como tú deseas volver con los tuyos. Ese niño que has visto está a mi cuidado, y el hombre siniestro que lo acompaña me necesita, aunque no lo sepa.

Alfred permaneció un momento en silencio pensando en el otro hombre, el que se hacía llamar Haplo, y advirtió que allí dentro el silencio era muy intenso, más de lo que recordaba.

—Te acompañaré —dijo Jarre—. Lo que has dicho parece razonable.

—Gracias —contestó Alfred con aire grave—. Ahora, guarda silencio un momento. La escalera es empinada y peligrosa, a oscuras.

Alfred alargó la mano y palpó la pared a su espalda. Era de piedra, como los túneles, y resultaba lisa al tacto. Pasó la mano por su superficie y, casi en el ángulo donde se encontraban la pared y los peldaños, sus dedos notaron unas líneas, espirales y muescas talladas en la piedra, que formaban un dibujo bien conocido para el chambelán. Mientras las yemas de sus dedos recorrían los ásperos bordes de los signos grabados, siguiendo los trazos de un dibujo que su mente reconocía claramente, Alfred pronunció la runa.

El signo mágico que estaba tocando empezó a brillar con una luz azul, suave y radiante. Jarre, al ver aquello, contuvo el aliento y retrocedió hasta topar con la pared. Alfred le dio unas suaves palmaditas en el brazo para tranquilizarla y repitió la runa. Un signo esotérico tallado junto al primero y en contacto con él empezó a irradiar el mismo fulgor mágico. Pronto, una tras otra, aparecieron en la oscuridad una serie de runas que se extendían a lo largo de la empinada escalera. Al pie de ésta, marcaban una curva que conducía hacia la derecha.

—Ahora ya podemos bajar sin peligro —dijo Alfred mientras se incorporaba y sacudía de sus ropas el polvo de incontables siglos. Con palabras y gestos deliberadamente enérgicos y un tono de voz indiferente, le tendió la mano a Jarre—. Si puedo prestarte ayuda...

Jarre titubeó, tragó saliva y se ciñó con más fuerza el manto en torno a los hombros. Luego, apretando los labios y con rostro ceñudo, apoyó su manita encallecida por el trabajo en la de Alfred. El fulgor azulado de las runas se reflejó, brillante, en sus ojos asustados.

Bajaron la escalera con rapidez, pues las runas les permitían ver dónde pisaban. Hugh no hubiera reconocido al chambelán bamboleante, de torpes andares. Los movimientos de Alfred estaban ahora llenos de seguridad y su porte era erguido y elegante mientras avanzaba a toda prisa con una expectación cargada de impaciencia, pero también de nostalgia y melancolía.

Al llegar al pie de la escalera, observaron que se abría a un pasadizo corto y estrecho, del que salía un verdadero laberinto de corredores y túneles en innumerables direcciones. Las runas azules los condujeron hasta uno de los túneles, el tercero a la derecha de los exploradores. Alfred siguió los signos, sin vacilar, llevando consigo a una Jarre asombrada y anonadada.

Al principio, la geg había dudado de las palabras del hombre. Había pasado toda su vida entre las excavaciones y las galerías abiertas por la Tumpa-chumpa y, como sus compatriotas, tenía un ojo penetrante para los menores detalles y una memoria excelente. Lo que para un humano o para un elfo no es más que una pared lisa, posee para un geg infinidad de características individuales —grietas, salientes, desportilladuras de pintura— que, una vez vistas, no olvidan con facilidad. En consecuencia, los gegs no suelen extraviarse, ni en la superficie ni bajo tierra. Pues bien, a pesar de ello, Jarre se perdió casi al momento en aquellos túneles. Las paredes eran perfectamente lisas y completamente vacías de la vida que un geg solía apreciar, incluso en la piedra. Y, aunque los túneles se abrían en todas direcciones, no se apreciaba que formaran recodos, sinuosidades o curvas. No había la menor indicación de que alguno de los túneles hubiera sido construido porque sí, por puro sentido de la aventura. Los pasadizos se extendían rectos y uniformes y daban la impresión de que, donde quiera que se dirigieran, lo hacían por la ruta más corta posible, la más directa. Jarre apreció en aquella disposición una manifiesta intencionalidad, un calculado propósito que la atemorizó por su esterilidad. En cambio, su extraño acompañante parecía encontrarlo reconfortante y la confianza que mostraba aliviaba su temor.

Los signos mágicos los guiaron por una suave curva que los condujo sostenidamente hacia su derecha. Jarre no tenía idea de cuánto llevaban caminando, pues allí abajo se perdía también la noción del tiempo. Las runas azules los precedían e iluminaban su camino, encendiendo su suave fulgor cuando se aproximaban. Jarre estaba hipnotizada; era como si estuviese caminando en sueños y fuera capaz de seguir haciéndolo eternamente, mientras los signos mágicos continuaran guiándola. La voz del hombre contribuía a aquella impresión fantasmagórica pues, siguiendo su petición, no dejaba de hablar un solo instante.

Entonces, de pronto, llegaron a un recodo y Jarre vio que los signos ascendían en el aire formando un arco luminoso que brillaba en la oscuridad, invitándolos a cruzarlo. Alfred hizo una pausa.

—¿Qué es eso? —preguntó Jarre saliendo de su trance con un parpadeo y apretando con más fuerza la mano de aquél—. ¡No quiero entrar ahí!

—No tenemos más remedio. Tranquilízate —murmuró Alfred, y en su voz sonó de nuevo aquella nota de añoranza y melancolía—. Lamento haberte asustado. No me he detenido porque tenga miedo. Es sólo que conozco lo que hay ahí dentro, ¿sabes?, y..., y me llena de tristeza, eso es todo.

—Regresemos —dijo Jarre con vehemencia. Se volvió en redondo y dio un paso pero, casi de inmediato, las runas que les habían mostrado el camino hasta allí emitieron un brillante destello azul y luego, poco a poco, empezaron a apagarse. Pronto, la oscuridad los envolvió, con la única excepción de los parpadeantes signos azules que dibujaban el arco.

—Ya estoy preparado —anunció Alfred, exhalando un profundo suspiro—. Podemos entrar. No tengas miedo, Jarre —añadió, al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano—. No te asustes por nada de lo que veas. Nada puede hacerte daño.

Pero Jarre estaba asustada, aunque no hubiera sabido decir de qué. Lo que la esperaba tras el arco estaba oculto en las sombras, pero la sensación que la atenazaba no era el miedo a un daño físico ni el terror a lo desconocido. Era una sensación de tristeza, como Alfred había dicho. Tal vez se debía a las palabras que él había venido hablando durante su larga caminata, aunque Jarre estaba tan desorientada y confusa que no lograba recordar nada de cuanto había dicho. En cualquier caso, experimentaba una sensación de desesperación, de abrumadora pesadumbre, de algo perdido y nunca recuperado, ni siquiera buscado jamás. La pena le provocó una doliente sensación de soledad, como si todas las cosas y todos los seres que había conocido en su vida hubieran desaparecido de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se echó a llorar, y no tuvo la menor idea de por quién lloraba.

—Vamos, tranquilízate —repitió Alfred—. No es nada. ¿Entramos ya? ¿Te sientes con ánimos?

Jarre no puedo responder ni dejar de llorar, pero asintió. Llorosa y asida con fuerza a Alfred, cruzó el arco a su lado. Y entonces comprendió, en parte, la razón de su miedo y de su tristeza.

Estaba en un mausoleo.

CAPÍTULO 36

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

—¡Esto es terrible! ¡Sencillamente terrible! ¡Inaudito! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué te propones hacer?

El ofinista jefe se estaba poniendo visiblemente histérico. Darral Estibador notó una comezón en las manos y hubo de esforzarse para resistir la tentación de propinarle un derechazo en la mandíbula.

—Ya ha habido suficiente derramamiento de sangre —musitó para sí, sujetándose con fuerza las manos a la espalda por si alguno de sus puños decidía actuar por su cuenta. A duras penas logró acallar la vocecilla que le susurraba: «Aunque un poco más de sangre tampoco empeoraría las cosas, ¿verdad?».

Sacudir a su cuñado, aunque sin duda sería una satisfacción, no iba a resolver los problemas.

—¡Domínate! —Dijo Darral en voz alta—. ¿No has tenido suficiente con lo sucedido?

—Jamás se había derramado sangre en Drevlin! —chilló el ofinista en un tono insoportable—. ¡Y todo es culpa del genio perverso de Limbeck! ¡Debemos expulsarlo, hacerle descender los Peldaños de Terrel Fen! Que los dictores se encarguen de juzgarlo y...

—¡Oh, basta ya! ¡Si fue precisamente eso lo que desencadenó todo este quebradero de cabeza! Mandamos a Limbeck a los dictores, ¿y qué hicieron? ¡Devolvérnoslo! ¡Y enviar con él a un dios! ¿Qué quieres ahora? ¿Volver a echarlo a los Peldaños? —Darral agitó los brazos, furioso—. ¡Quizás esta vez regrese con todo un ejército de dioses y nos destruya a todos!

—¡Pero ese dios de Limbeck no es tal dios! —protestó el ofinista jefe.

—En mi opinión, ninguno de ellos lo es —afirmó Darral Estibador.

—¿Ni siquiera el niño?

La pregunta, hecha en tono melancólico y pensativo por su cuñado, planteó un problema a Darral. Cuando estaba en presencia de Bane, sentía que sí, que realmente había topado por fin con un dios. Pero en el mismo instante en que dejaba de ver los ojos azules, el rostro hermoso y las suaves curvas de los labios del muchacho, era como si despertara de un sueño. No: el niño no era más que un niño y él, Darral Estibador, era un estúpido por haber pensado en algún momento lo contrario.

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