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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (12 page)

—¡Oh, Sir Hilary!

Pero la muchacha no retrocedió; al contrario, se quedó quieta como una preciosa muñeca de carne y hueso, en actitud pasiva, un tanto calculadora, con la ilusión de ser princesa.

—Bueno, pero ¿cómo se las va a arreglar para salir de aquí? Hay ahí fuera una especie de centinela que va y viene por el pasillo a intervalos muy frecuentes. Aunque también es verdad que —se veía que la muchacha estaba haciéndose sus cuentas— que la habitación de usted está contigua a la mía. ¡Mi habitación es la número tres!

Bond sacó del bolsillo una de las tiritas de plástico y se la mostró a la joven, diciéndole:

—Ya presentía yo que usted estaba cerca de mí. Sin duda era una intuición. —«Eres un don Juan de tres al cuarto», se dijo a sí mismo—. Verá, he aprendido algunos trucos en el ejército. Las puertas de este tipo pueden abrirse introduciendo este chisme en la rendija a la altura del picaporte y empujándolo suavemente. Esto hace que el pestillo se corra. Guárdese esta tira; yo tengo otra. ¡Pero escóndala bien! Y prométame que no dirá una palabra de esto a nadie.

—Oh, es usted algo… ¡único! ¡Pues claro que se lo prometo! Pero dígame, ¿cree que hay alguna esperanza…, alguna posibilidad… tocante al apellido Windsor, quiero decir?

Al mismo tiempo la muchacha le echaba los brazos al cuello —aquel cuello de brujo— mirándole con sus grandes ojos azules, tentadores y suplicantes.

—Desde luego, no debe hacerse demasiadas ilusiones a ese respecto —repuso Bond en tono resuelto—. No obstante, voy a echar ahora mismo una ojeada rápida a mis libros. Ya falta poco para la hora del aperitivo; pero, de todos modos, voy a darles un repaso.

Y besó de nuevo a la muchacha. Fue un beso largo y, a su juicio, realmente magnífico, al que ella correspondió con tan apasionado entusiasmo que le tranquilizó un poco la conciencia.

—Y a hora, nena, es preciso que salgas de aquí.

En la habitación de Bond reinaba una oscuridad total. Los dos se pusieron a escuchar desde dentro arrimando el oído a la puerta, como dos niños que estuvieran jugando al escondite. No se oía ni el más leve ruido en toda la casa. Luego él abrió un poquitín la puerta, dio a Ruby una palmadita en las nalgas y la muchacha desapareció.

Bond aguardó unos instantes. Luego encendió la luz y echó mano al
Diccionario de Apellidos y Sobrenombres Ingleses
. A eso de las seis, se sintió acometido por un fuerte dolor de cabeza, debido a las largas horas que había pasado buscando datos en aquel libro de letra menuda y apretada.

Tomó una ducha rápida, se vistió, tocó el timbre para que el cancerbero le abriera la puerta y se dirigió al bar.

Todavía no habían llegado más que unas pocas muchachas. Vio a Violet sola en la barra y se sentó a su lado. Pidió un bourbon
on the rocks
, echó un buen trago y dejó el vaso rechoncho encima del mostrador.

—¡Dios, qué ganas tenía de tomar esto! Lo necesitaba de verdad. He trabajado como un esclavo todo el santo día, mientras ustedes se divertían de lo lindo en las pistas de esquí, a pleno sol.

—¿Divertirme yo? —replicó Violet indignada, con un leve acento irlandés—. Esta mañana he tenido que aguantar dos conferencias mortalmente aburridas. Y luego me he pasado casi toda la tarde leyendo… ¡Me quedaban por repasar tantas cosas!

—Pero ¿qué es lo que tiene usted que leer?

—Oh, temas idiotas sobre agricultura —sus ojos negros lo miraron detenidamente, como estudiándolo—. Bueno, dejemos eso; ya sabe que no nos está permitido hablar de cosas relacionadas con nuestro tratamiento terapéutico.

—De acuerdo —repuso Bond de muy buen humor—. Entonces hablaremos de otros temas. Por ejemplo: ¿de dónde es usted?

—De Irlanda, de la región del Sur. Una localidad próxima a Shannon.

—¡Ah, la tierra de las patatas! —aventuró Bond.

—Eso es. Yo había llegado a aborrecerlas. Siempre comiendo patatas, sólo patatas, siempre hablando de patatas: cultivo de las patatas, cosecha de patatas, precio de las patatas… ¡Espantoso! Pero ahora, ¡menuda sorpresa se va a llevar mi familia cuando regrese a Irlanda!

—¿Cómo es eso?

—Pues me refiero a todo lo que he aprendido aquí: el mejoramiento de la producción, los métodos científicos más recientes, productos químicos y…

Se interrumpió bruscamente, pues sin duda acababa de ver algo por encima del hombro de su interlocutor. Instantáneamente cambió de tema, sin inmutarse, y se puso a hablar de deportes:

—… y ¡nada!, que no consigo doblar la espalda como es debido. Y cuando intento hacerlo, siempre pierdo el equilibrio.

—Siento no poder ayudarla, porque yo apenas entiendo nada de esquí —repuso Bond, elevando ex profeso el tono de su voz.

En el espejo situado en la parte alta del bar se reflejó de pronto la imagen de Irma Bunt.

—¡Sir Hilary! —exclamó examinando el rostro de Bond—. ¡Vaya, vaya, veo que el sol ha comenzado a broncear su piel! ¿No se ha fijado usted? Vengan, vamos a sentarnos a la mesa. Allí está va la pobre Ruby, completamente sola.

La siguieron como corderos. A Bond le resultaba divertido comprobar que las muchachas, más o menos inconscientemente, tendían a sabotear las normas del régimen interior de la casa. Tenía que actuar con cuidado para evitar que las jóvenes se pusieran excesivamente de su parte. Pero, por mucho que disgustase al Conde su excesiva familiaridad con las muchachas, tenía que averiguar por lo menos sus apellidos y direcciones. Ruby le iba a servir de gran ayuda, estaba seguro. Se sentó junto a ella, rozando su hombro, como por casualidad, con el dorso de la mano.

Pidieron más bebidas. Bond sintió que, gracias al whisky, iba desapareciendo su tensión nerviosa. Se volvió hacia
Fräulein
Bunt:

—A propósito, señorita Bunt. Se me acaba de ocurrir una idea. Si pudiera disponer de un poco de tiempo libre, me gustaría muchísimo bajar en el teleférico hasta el valle. Por las conversaciones de la gente, he podido enterarme de que al otro lado está St. Moritz. No lo conozco. Y tengo una ilusión tremenda por ver esa ciudad y sus alrededores.

—Lo siento de veras, Sir Hilary. Es una verdadera lástima, pero no me es posible complacerle. Ha de saber usted que el uso del teleférico está reservado exclusivamente a los turistas. Aquí somos… ¿cómo diría yo? …una pequeña comunidad dedicada a su trabajo, llevamos una vida casi monástica. Y es mejor así. Estoy segura de que me dará la razón. Y, además, creo que necesitará todo su tiempo para concluir esa investigación que lleva a cabo para el Conde. No —añadió con tono imperativo—, me temo que no va a ser posible satisfacer su deseo.

Dicho esto, consultó su reloj y dio unas palmadas.

—Bueno, chicas —elevó la voz—, ya es hora de cenar. ¡Hala, vamos!

La petición de Bond no había sido más que una especie de globo sonda para ver qué forma iba a adoptar la negativa. Pero, aun así, cuando se dirigía tras Irma Bunt al comedor, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no confundir el trasero de la Fräuleincon un balón de fútbol y no darle un formidable puntapié…

Capítulo X

AL ROJO VIVO

Eran las once de la noche. En la casa reinaba un silencio sepulcral. Bond, en atención al objetivo disimulado en el lecho, hizo deliberadamente los movimientos normales de entrar en el baño, acostarse y apagar la luz. Luego dejó pasar unos diez minutos, al cabo de los cuales se levantó de la cama sin hacer el menor ruido y se puso la camisa y el pantalón. A tientas introdujo el extremo de la tira de plástico en la rendija de la puerta, llevándolo hasta el nivel de la cerradura, y suavemente lo fue empujando hasta que la punta de la tira presionó el extremo biselado del pestillo, corriéndolo hacia atrás. Luego se puso a escuchar, asomando cautelosamente la cabeza por la abertura de la puerta. El pasillo estaba desierto. Dio unos pasos y se encontró frente a la habitación número tres. Con todo cuidado, hizo girar el pomo de la puerta. En el interior reinaba la más profunda oscuridad, pero Bond notó que algo se movía en la cama. Se acercó a ella sigilosamente y se sentó en el borde.

De la oscuridad salió una mano que rozó su cuerpo. Los labios de Bond tropezaron con los de la muchacha. Esta suspiró quedamente bajo la suave presión y susurro:

—¿Verdad que me quieres un poquito?

«¡Siempre lo mismo!», exclamó Bond para sus adentros. Él le contestó también en un susurro:

—Tú eres para mí la más guapa y adorable de las chicas. Siento no haberte conocido mucho antes.

Esta manida mentira fue, al parecer, suficiente para la muchacha. Notó Bond que su cabello olía a heno recién cortado; su boca, a «Pepsodent», y su cuerpo, a polvos de talco perfumados para bebés. Afuera, con la noche, se había levantado un poco de viento, que gemía en torno al edificio. Todo esto creaba una atmósfera especial, un estado anímico en que los abrazos adquirían mayor intimidad y calor de nido; ahora ya eran algo más que dos enamorados: tenían la sensación de ser verdaderos amigos.

Al cabo de un rato, Bond murmuró a su oído:

—Ruby…

—¿Hmmm…?

—En cuanto a tu nombre…, a tu apellido, quiero decir…, me temo que no hay muchas esperanzas…

—Bueno. A decir verdad, nunca he creído seriamente que las hubiera. Ya sabes que en las familias suelen contarse viejas leyendas, historias puramente fantásticas…

—No obstante, en cuanto regrese a Inglaterra, volveré a investigar a fondo el asunto. Te lo prometo. Y luego te enviaré… un pergamino así de grande con tu árbol genealógico, adornado con grandes letras floreadas…

Volvieron a quedar en silencio. La muchacha respiraba ahora a un ritmo normal, completamente regular. Bond pensó: «¡Qué extraño me parece todo esto! Aquí, en estas cumbres solitarias, a una distancia abrumadora del más próximo caserío del valle; aquí, en esta pequeña habitación, hay paz, quietud, calor de nido, felicidad, y por lo tanto muchos de los elementos que constituyen el verdadero amor».

Acababa de consultar la esfera luminosa de su reloj de pulsera, cuando comenzó a vibrar, imperioso como un toque de atención, el sonido de un timbre eléctrico, musical, melódico, de tonalidades profundas, procedente de algún punto situado debajo del piso, tal vez de los sótanos del edificio. La muchacha se revolvió en la cama, murmurando con voz soñolienta:

—¡Qué fastidio…!

—¿Qué es eso? —preguntó Bond.

—Es el tratamiento… ¿Son ya las doce?

—Sí.

—Tú no te preocupes… No hagas caso; esto reza sólo conmigo.

Cesó el sonido del timbre para dejar paso a un zumbido de tono grave parecido al ruido sordo de un ventilador, acompañado de un tictac rítmico, como el de un metrónomo. Era una combinación de sonidos que producía un efecto maravillosamente sedante y tranquilizador y que al mismo tiempo le obligaba a uno a mantener la atención despierta, pero… sólo en el umbral de la recepción consciente, como el ruido lejano del mar o del viento. Luego se oyó una voz reproducida probablemente en cinta magnetofónica: era la voz del Conde. Sonaba como un canto monótono; de tono profundo y grave, acariciador y al mismo tiempo autoritario, en el que se percibía con absoluta claridad cada una de las palabras:

«Ahora te vas a dormir». En la palabra «dormir» la voz bajó de tono, convirtiéndose casi en un susurro. «Estás fatigada, muy fatigada; tus brazos y piernas pesan, pesan como plomo». Otro descenso del tono en la última palabra. «Todo tu cuerpo está fatigado y pesa como plomo. Ahora sientes un calor tibio y agradable; estás cómoda y tranquila; poco a poco, poco a poco, te vas quedando dormida; la cama es blanda y suave como un nido; eres como un pollito en su nido, como un pollito tierno, aterciopelado y encantador acurrucado y dormido en su nido».

En este momento se produjo una serie de ruidos amortiguados como aleteos de pájaros y el tenue y soñoliento cacareo de una gallina que cobijara a sus polluelos bajo las alas. A continuación volvió a oírse la voz:

«Los pequeñuelos están a punto de dormirse. Tú los quieres mucho, mucho, mucho… Tú quieres a todos los pollitos. En lo sucesivo desearás verlos crecer, fuertes y hermosos. Muy pronto volverás a tu casa y podrás cuidar y mimar a tus queridos pollitos. Muy pronto podrás cuidar a todos los pollos de tu país. Entonces te será dado mejorar la cría y la raza de pollos en toda Inglaterra. De este modo estará en tu mano hacer mucho bien, y con ello te sentirás feliz, muy feliz. Pero no deberás hablar de esto a nadie. No revelarás nada sobre tu método. Será un secreto tuyo, un secreto íntimo y exclusivamente tuyo. Los profanos intentarán arrancarte este secreto. Pero tú no dirás nada. Miles, millones de pollos serán felices gracias a ti. Pero tú no dirás nada y guardarás tu secreto para ti sola. Tendrás presente en todo momento lo que te digo…».

La voz susurrante se fue alejando, alejando… El tierno piar de los polluelos y el cloqueo de la gallina se percibían cada vez con más intensidad, eclipsando gradualmente aquella voz que se desvanecía. Después ya no se oyó más que el zumbido eléctrico y el tictac del metrónomo.

Ruby se había quedado profundamente dormida. Bond buscó sigiloso la muñeca de la muchacha y le tomó el pulso. Su corazón latía exactamente al mismo ritmo que el metrónomo. Todo volvió a sumirse en el más profundo silencio: sólo se oía, allá fuera, el suave susurro del viento en la noche.

Bond lanzó un profundo suspiro. Pensó que debía regresar ya a su habitación. Sentía necesidad de estar solo y reflexionar. Abrió la cerradura de la puerta sin dificultad. En el pasillo reinaba absoluto silencio. Se introdujo calladamente en la habitación número dos y cerro la puerta con toda precaución.

Conque… ¡hipnosis profunda! Eso era lo que acababa de presenciar. El reiterativo y musical mensaje inculcado en el cerebro durante el lapso de tiempo correspondiente a la frontera crepuscular entre la vigilia y el sueño. Y luego, toda la noche, hasta el momento de despertar, se iría desarrollando en el subconsciente de Ruby el efecto que se pretendía conseguir; y este fenómeno se repetía noche tras noche, intensificando más y más el efecto de esta influencia síquica. Pero ¿a qué diablos venía todo esto? ¿Qué finalidad tenía esta sugestión? A primera vista, el tratamiento parecía totalmente inofensivo; es más: el ejercicio de esta influencia en la mente de una joven campesina era, de por sí, bueno y saludable sin duda alguna. Servía para curar su alergia, y así la muchacha, una vez de regreso en su país, podría ayudar a su familia en la cría de pollos; lo haría incluso con apasionada dedicación y entusiasmo. ¿Acaso el lobo se había transformado en oveja? ¿Es que el antiguo criminal, al ir haciéndose viejo, se había vuelto bueno, como en los cuentos? No… A pesar de todas las apariencias, Bond consideraba esto demasiado inverosímil. En efecto, ¿qué significaban todas aquellas rigurosas precauciones y medidas de seguridad? ¿Qué significaba aquel personal heterogéneo, de tantas y tan distintas nacionalidades, que olía a la vieja organización ESPECTRA desde tres leguas de distancia? ¿Y aquel fatal accidente de la pista de bob? A Bond no le cabía la menor duda de que tras la filantrópica máscara clínica de todo aquel aparato de investigación provocativamente inocente se ocultaba la maldad. Pero ¿cómo diablos podría él descubrirla y desenmascararía?

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