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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (10 page)

En este momento Bond empezó a explicar al Conde el caso del labio inferior de los Habsburgos y otros ejemplos que Sable Basilisk le había sugerido para esta ocasión. Luego, para subrayar de alguna manera la importancia de lo que iba a revelarle, se inclinó hacia delante y le dijo:

—¡Pues bien, hemos podido comprobar que también en la familia De Bleuville existe una característica física de este tipo! ¿Lo sabía usted?

—No; desconocía por completo ese detalle. ¿De qué se trata?

—Tengo buenas noticias para usted a ese respecto —Bond le dirigió una sonrisa como de felicitación—. En todas las efigies y retratos de los Bleuville que hemos encontrado, aparece un rasgo distintivo, una característica heredada de una importancia capital. Parece ser que ni un solo miembro de esta familia tenía lóbulos en las orejas.

El Conde se llevó instantáneamente las manos a sus pabellones auriculares. ¿Era una reacción involuntaria? ¿O una comedia muy bien representada?

—Ah, ya… —dijo lentamente—. Sí, ya comprendo… ¿Y necesitaban comprobar esto personalmente? ¿No les hubiera bastado mi palabra, o una fotografía mía?

Bond adoptó un aire un poco azorado y perplejo.

—Usted me perdonará, Conde. Pero el College of Arms se ajusta a unas normas estrictas cuyo cumplimiento yo no puedo eludir. Espero que usted sabrá comprender que, cuando se trata de títulos nobiliarios muy antiguos y prestigiosos, nuestro College tiene que adoptar toda clase de precauciones y garantías.

—Y ahora que ha visto usted por sí mismo el detalle que quería comprobar, ¿todavía considera dudoso o discutible mi derecho a este título?

Aquélla era para Bond la barrera más difícil de salvar.

—Puede estar seguro de que lo que acabo de ver me autoriza a informar favorablemente y a recomendar que se prosiga la investigación, Conde. He traído conmigo los materiales básicos necesarios para hacer un primer esbozo de su árbol genealógico, esbozo que podré presentarle dentro de muy breves días. Pero, como ya le he dicho, existen todavía ciertas lagunas, y para mí es muy importante facilitar a Sable Basilisk datos convincentes sobre todas y cada una de las etapas de la emigración de su familia desde Augsburgo a Polonia. Avanzaríamos mucho en este terreno si pudiera suministrarme datos detallados sobre sus ascendientes por línea masculina. Pero, naturalmente, hay otra cosa que considero más importante aun: me gustaría que usted dispusiera de un día libre e hiciese conmigo una escapada a Augsburgo con objeto de comprobar si los nombres y otros detalles de los Blofeld que figuran en los archivos de aquella ciudad le recuerdan algo relacionado con este tema. Lo demás correría de nuestra cuenta en el College. Ha de saber que sólo dispongo de una semana para concluir la investigación que se me ha encomendado. Pero, durante este tiempo, estoy a su disposición para todo lo que desee.

El Conde se levantó y Bond se incorporó a su vez. Se dirigió distraídamente a la barandilla y se puso a admirar el magnífico panorama que se ofrecía a sus ojos. Durante esta entrevista, Bond había llegado a una conclusión cierta: en las características físicas y en el comportamiento del Conde no había ni un solo detalle que el antiguo Blofeld no hubiera sido capaz de forjar mediante una hábil simulación teatral y refinadas operaciones de cirugía estética en el rostro y en el abdomen. Lo único que no podía modificar la cirugía estética eran los ojos negros del viejo Blofeld; pero los del Conde estaban perfectamente disimulados tras unas lentes de contacto de color muy oscuro…

—Entonces ¿cree usted que, aunque queden en el aire algunas dudas que impidan ver con claridad este parentesco, sería posible conseguirme, a base de paciencia y trabajo, un Acte de Notoriété susceptible de ser reconocido y aprobado por el Ministerio de Justicia de París?

—¡Eso ni lo dude! —mintió Bond—. No olvide que cuenta usted con el apoyo del College of Arms, y que este apoyo es decisivo.

El Conde amplió un poco su estática sonrisa.

—Sería para mí una inmensa satisfacción, Sir Hilary. Porque realmente soy el Conde de Bleuville. Estoy persuadido de ello: lo noto en mi propia sangre… —en su voz vibraba un acento ardiente, apasionado—. No obstante, estoy firmemente decidido a hacer cuanto sea necesario para que mi derecho a este título se reconozca oficial mente. Será un placer para mí tenerle como huésped, y por mi parte estoy en todo momento a su disposición para ayudarle en sus investigaciones.

Bond dijo cortésmente:

—Muy bien, Conde. Le estoy muy agradecido. Y me voy a poner a trabajar ahora mismo.

Capítulo VIII

AL BORDE DEL PELIGRO

Bond regresó a su habitación. Al entrar, tuvo la precaución de dejar la puerta entreabierta. Inmediatamente sacó uno de sus enormes pliegos de papel cuadriculado y, en la parte superior de la hoja, escribió con mano firme: «Guillaume de Bleuville, 1207—1243». Debajo de este encabezamiento tenía ahora que ir copiando de sus libros y notas los datos correspondientes a cinco siglos de historia de la familia Bleuville, un trabajo aburrido que fácilmente podía distribuir en tres días. Y durante este tiempo tenía que descifrar el misterio de las verdaderas actividades e intenciones de la nueva ESPECTRA.

No cabía duda de que alguien había registrado y examinado sus efectos personales. Antes de su entrevista con el Conde, Bond había entrado en el baño, en cuyo techo no parecía haber cámaras o micrófonos ocultos que pudieran espiarlo, y allí se había arrancado unos cuantos cabellos y los había colocado entre sus diferentes papeles y dentro de su pasaporte, de modo que parecieran estar allí por pura casualidad. Pues bien, después de la entrevista, ¡los cabellos habían desaparecido! Sin inmutarse, sin pestañear siquiera, Bond se puso a trabajar, dando gracias al Cielo por no haber traído consigo nada que pudiera delatarlo. No le hacía ni pizca de gracia la idea de bajar por la pista de bob… sin trineo.

Cuando su boceto genealógico había llegado al año 1350, penso que ya había trabajado más que suficiente aquel día, y decidió salir a dar una vuelta por los alrededores para reconocer el terreno, decisión perfectamente natural en un recién llegado. Echó a andar por el pasillo y atravesó la sala de recepción. Desde allí descubrió, a la izquierda, la existencia de un taller que servia al mismo tiempo de cobertizo para guardar los esquís. Junto a uno de los bancos de trabajo se hallaba uno de aquellos tipos yugoslavos poniendo una atadura nueva a un esquí. Le dirigió una mirada fugaz y continuó su trabajo. Mientras tanto, Bond se dedicó a examinar con fingida curiosidad los esquís alineados en la pared. Luego se dirigió de nuevo al banco, pues había visto algo que atraía su atención con fuerza magnética. Este algo era un montón desordenado de delgadas tiras de plástico que se aplicaban en la atadura del esquí, entre la tabla y la suela de la bota. Apoyando el codo derecho en el banco de trabajo, Bond se inclinó ligeramente hacia el hombre e hizo unos comentarios elogiosos sobre la gran precisión con que ejecutaba su trabajo. El hombre lanzó un gruñido por toda respuesta y se concentró aún más en su quehacer. Entonces Bond deslizó la mano izquierda por debajo del codo que tenía apoyado; disimuladamente, se apoderó de una de las tiras y se la escondió en la manga. Después de hacer otras cuantas observaciones triviales, a las que no obtuvo la menor respuesta, se escabulló del pabellón de los esquís.

Cuando el hombre del taller oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, se volvió hacia el montón de tiras de plástico y las contó escrupulosamente dos veces. A continuación salió del cobertizo, se encaminó derecho al hombre de la sala de recepción y le dijo unas palabras en alemán. Este último afirmó con un movimiento de cabeza y, descolgando el teléfono, marcó el cero.

Mientras Bond caminaba perezosamente por el sendero que conducía a la estación del teleférico, sacó de la manga la tira de plástico y se la pasó al bolsillo del pantalón. Iba satisfecho de sí mismo; al menos ahora disponía de una herramienta: el clásico instrumento utilizado por los ladrones para abrir las cerraduras de seguridad tipo Yale.

Cuando se hallaba a cierta distancia del Club, frecuentado tan sólo por un reducidísimo número de personas del mundo elegante, Bond se mezcló con la típica masa de excursionistas que salían en enjambres de la estación del teleférico: esquiadores más o menos novatos que poco después bajaban inseguros por las fáciles pendientes de entrenamiento, pequeños grupos acompañados de sus monitores, y otros excursionistas a los que sólo interesaba el aire puro y los magníficos panoramas. La terraza del restaurante abierto al público en el edificio de falso estilo chalet estaba ya abarrotada de gente. Caminando a lo largo de esta terraza, por un trillado sendero de nieve que había bajo la misma, pronto llegó al
start
o punto de salida de la primera pista de la «Gloria Abfahrt». Allí se veía un gran cartel con la inscripción «GLORIA ABFAHRT» y encima, también aquí, la G roja bajo una corona condal. Más abajo se leían las indicaciones «ROT: FREIE FAHRT», «GELB: FREIE FAHRT» y «SCHWARZ: GESPERRT», lo cual significaba que estaba autorizado el descenso por las pistas roja y amarilla, mientras que la negra estaba cerrada, quizás a causa del peligro de un alud de nieve. Debajo del cartel, había un plano o mapa sinóptico de las tres pistas. Bond lo examinó atentamente, pensando que le convendría grabarse en la memoria, con preferencia, los detalles de la pista roja, ya que era la más frecuentada y la que presentaba menores dificultades. En el mapa se veían unas banderas señalizadoras de los colores rojo, amarillo y negro, y, en efecto, Bond, al mirar hacia abajo, pudo divisar en la montaña aquellas banderas ondeando al viento.

En sus años de adolescencia, Bond había aprendido a esquiar en St. Anton. Por cierto que durante su aprendizaje había obtenido magníficos resultados, y hasta llegó a ganar la medalla de oro; pero el estilo de aquella época era primitivo en comparación con el que ahora presenciaba en el Piz Gloria. Bond se preguntó cómo se las arreglaría si tuviera que bajar por aquella pista escalofriante. Seguro que ni se atrevería a tomar directamente el primer
schuss
[13]
. Al cabo de cinco minutos, comenzarían a temblarle las piernas, no le cabía la menor duda. Se dio perfecta cuenta de que, a toda costa, debía seguir realizando ejercicios de entrenamiento.

Bond siguió adelante, guiándose por las flechas indicadoras que conducían a la GLORIA-EXPRESS-BOBBAHN, al otro lado de la estación del teleférico. Allí divisó la primera caseta —la cabina del
starter
— y más abajo una especie de garaje para guardar los trineos de bob carenados y los trineos-chasis. Una cadena con la indicación «ABFAHRTEN TÄGLICH 9,00—11,00» cerraba la entrada de la pista de hielo que, azulada y resplandeciente, se alejaba formando una curva hacia la izquierda y desaparecía tras el talud de rocas. También allí había un mapa sinóptico que representaba, con todo detalle, la trayectoria en zigzag de la pista de hielo; las curvas y puntos peligrosos más importantes estaban señalizados con estos nombres pintorescos: «Trampolín de la muerte», «Recta de la bala de cañón», «S implacable», «Placer infernal», «Dislocador de huesos», y luego la recta final, designada con el nombre de «Calle del Paraíso». Bond se imaginó el drama de aquella mañana y volvió a oír aquel grito desgarrador. Sí, no cabía duda: aquella muerte llevaba el sello de Blofeld.

—¡Sir Hilary! ¡Sir Hilary!

Arrancado de su meditación, Bond se volvió, sobresaltado. En el sendero que conducía al Club, estaba
Fräulein
Bunt con sus cortos brazos puestos en jarras.

—¡
Lunchtime! ¡Lunch
!

—¡Ya voy! —contestó Bond, y echó a andar a grandes pasos ladera arriba.

Los ojos ambarinos de la mujer lo miraron de arriba abajo con manifiesta antipatía. Luego le volvió la espalda y echó a andar delante de él.

Durante unos momentos, Bond se puso a repasar mentalmente todo lo que había hecho aquella mañana. ¿Habría cometido algún error? Sí, era muy posible. En consecuencia, creyó lo más oportuno protegerse por adelantado con un reaseguro, por decirlo así. Al trasponer la puerta de la antesala de recepción, Bond dijo sin concederle importancia:

—Por cierto, señorita Bunt, he echado un vistazo al pabellón de los esquís…

La mujer se detuvo en seco. Bond observó que el recepcionista se inclinaba un poco más sobre el libro-registro de viajeros. Bond sacó del bolsillo el trozo de tira de plástico.

—¡He encontrado precisamente lo que necesitaba! —añadió, con la sonrisa de satisfacción más inocente del mundo—. Imagínese que yo, tonto de mí, olvidé traerme una regla. Y de pronto me encontré estos chismes en el banco del taller. ¡Justo lo que necesitaba! Así que he tomado prestada una de estas tiras. Supongo que no habrá ningún inconveniente. La devolveré cuando me marche, desde luego. Pero estos árboles genealógicos deben trazarse con una precisión milimétrica. Espero que no le importe —Bond le dirigió una sonrisa encantadora—. De todos modos, pensaba decírselo en cuanto la viera.

—No tiene importancia. Pero en lo sucesivo, cuando necesite algo, no dude usted en llamarme y pedírmelo, ¿eh? Y ahora, si quiere pasar a la terraza… Me reuniré con usted dentro de un minuto.

Bond experimentó una auténtica sensación de alivio al sentirse de nuevo con las manos limpias. ¡Diablos! Tenía que andar con mucho cuidado, adoptar las máximas precauciones.

¿Hasta qué punto habría conseguido aparecer como un hombre inocente y tonto? Subió a la terraza, en la que había ya bastantes mesas ocupadas, y se dirigió a la que le indicaron. Allí estaban ya Ruby y Violet. Se sentó y pidió un martini doble con vodka, hielo y corteza de limón.

Al rato se presentó Irma Bunt y ocupó su asiento. Estuvo, una vez más, amable y condescendiente.

—Me alegro de saber que permanecerá todavía una semana con nosotros, Sir Hilary. ¿Cómo le ha ido en su entrevista con el Conde? ¿No le parece una persona muy interesante?

—¡Muy interesante, desde luego! Lo único que siento es que nuestra conversación ha sido demasiado breve, y que sólo hemos hablado de mi trabajo. Espero que el Conde no me considere descortés por no haberle hecho ninguna pregunta sobre su labor de investigación.

El rostro de Irma Bunt reflejó una marcada expresión de reserva.

—¡Oh, claro que no! Al Conde rara vez le gusta hablar de su trabajo. Y es que, como usted sabrá, en estos ramos tan especializados de la ciencia existe mucha envidia e incluso (duele decirlo, pero es la verdad) una gran cantidad de atentados contra la propiedad intelectual —otra vez aquella sonrisa de maniquí—. Naturalmente, no me refiero a usted, mi querido Sir Hilary, sino a los espías sin escrúpulos de algunas empresas que trabajan en el campo de la Química. Y ésta es precisamente la razón por la que nos mantenemos tan alejados del mundo en esta especie de nido de águilas. La policía del valle colabora magníficamente con nosotros y nos protege de los intrusos. Las autoridades de este país saben apreciar plenamente la obra del Conde.

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