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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (7 page)

Eran las siete. Bond se trazó un plan para aquella noche. Primero prepararía su equipaje con minuciosidad, sin olvidar ningún detalle; luego se tomaría un gran plato de huevos revueltos aux fines herbes y por último se bebería dos vodkas con agua tónica, para meterse en la cama ligeramente achispado.

Capítulo V

IRMA, PERO NO «LA DULCE»

El Caravelle de la Swissair volaba ya sobre las suaves colinas de los Vosgos, y Bond iba pensando, con creciente excitación e impaciencia, en su primer encuentro con el «Conde».

¿Cómo sería Blofeld físicamente? ¿Habría alterado o desfigurado mucho su aspecto exterior? Era lo más probable, pues, de no ser así, el viejo zorro no habría podido mantener a los mastines alejados de su pista durante tanto tiempo.

Al llegar al aeropuerto de Kloten, una mujer esperaba de pie junto al mostrador de recepción de la Swissair. Apenas entró Bond en el vestíbulo —con su sombrero hongo, su paraguas enrollado, su cartera y su maleta—, aquella mujer se dirigió derechamente a su encuentro.

—¿Sir Hilary Bray?

—Sí —contestó Bond, haciendo un gran esfuerzo para sobreponerse a un momentáneo acceso de pánico. De pronto recordó que ahora él era, y tenía que seguir siendo, nada más que «Sir Hilary Bray».

—Me llamo Irma Bunt. Soy la secretaria particular del Conde. Espero que haya tenido usted un feliz viaje.

La mujer tenía una cara cuadrada, de expresión brutal. Sus ojos amarillos brillaban con una mirada dura y su sonrisa no delataba el menor sentido del humor ni tenía nada de acogedora. Su cabello castaño, ya entrecano, recogido sobre la nuca en un moño pulcro y apretado en forma de madeja, quedaba medio oculto por un gorro de esquiar con visera amarilla que llevaba sujeto al cuello mediante unas correas. Era una mujer baja y de constitución recia y fuerte. Vestía traje alpino: unos pantalones de esquí demasiado ceñidos y un anorak gris que tenía bordada, a la altura del coraz6n, una gran G de color rojo debajo de una corona nobiliaria.

«Serás Irma, pero no La Dulce», pensó Bond. Luego contestó:

—Sí, ha sido un viaje muy agradable.

—¿Habla usted alemán?

—No; desgraciadamente, no.

Bond echó a andar detrás de la mujer, y ambos se dirigieron a la oficina de control de pasaportes y luego al despacho de la aduana. Bond observó que ella hacía disimuladamente una seña con la cabeza. Un hombre que vagaba por allí se dirigió rápidamente a una cabina telefónica.

Un instante después, un empleado de la aduana puso su marca con tiza en la maleta de Bond; un mozo cargó con ella, y se dirigieron a la salida. Frente a la puerta les esperaba un Mercedes 300 SE de color negro. Al lado del chófer estaba ya sentado el hombre que había ido a telefonear. Una vez colocada la maleta de Bond en el portaequipajes trasero del coche, salieron rápidamente con dirección a Zurich. Pero apenas recorridos unos centenares de metros por la ancha carretera, el vehículo viró hacia la derecha, tomando por una vía lateral en cuya entrada se leía este aviso: ¡
Zutritt verboten ausser für Eigentümer und Personal von Privatflugzeugen
!
[8]
. El coche, al llegar al nivel de los hangares situados a la izquierda del edificio principal del aeropuerto, se detuvo finalmente al lado de un helicóptero Alouette, de color naranja vivo, en cuyo fuselaje aparecía también dibujada la G roja debajo de una corona condal. Bond, al subir por la escalera de aluminio del helicóptero, iba tomando nota mentalmente de todas aquellas minuciosas medidas de precaución. Era evidente que lo tenían a prueba, que todos sus movimientos iban a ser rigurosamente observados.

El helicóptero era un aparato de seis plazas, lujoso, tapizado de cuero rojo. El piloto levantó el dedo pulgar, e inmediatamente el personal de tierra retiró los calzos de bloqueo y las grandes palas del helicóptero comenzaron a girar. El aparato se elevó rápidamente.

Irma Bunt iba sentada al otro lado del pasillo central, pero a la misma altura de Bond. El silencioso acompañante, el que había ido al teléfono, iba sentado con las piernas encogidas en la parte trasera, agazapado detrás del diario Zürcher Zeitung. Bond se inclinó hacia Fräulein Irma Bunt y, elevando la voz para dominar el ruido del motor, le preguntó:

—¿Adónde nos dirigimos, por favor?

Ella fingió no oírlo. Bond repitió su pregunta, casi gritando.

—A los Alpes… a los altos Alpes —contestó la mujer. Luego, con un ademán, señaló la ventana—. ¡Magnifico paisaje! —exclamó. A usted le gusta la montaña, ¿no es verdad?

—Me gusta muchísimo —respondió Bond con potente voz—. Esto me recuerda a Escocia.

Encendió un cigarrillo y miró a través de la ventanilla. A su izquierda se divisaba el Lago de Zurich, lo cual significaba que, en aquel momento, el aparato llevaba el rumbo este-sudeste. Luego apareció ante su vista el Lago Walensee. La gran cordillera que se dibujaba a su izquierda debían de ser los Alpes Réticos. Al llegar a Klosters ¿seguirían el mismo rumbo o virarían a la derecha? Viraron a la derecha. Bond pensó que, al cabo de unos minutos, volarían sobre Davos, la ciudad donde se encontraba ahora Tracy. Sí, allí estaba Davos, bajo su tenue dosel de bruma vespertina. Luego divisó otra zona rodeada de montañas: debía de ser Engadina… Aquel mar de luces que se divisaba a lo lejos, a la derecha, tenía que ser St. Moritz, y más lejos aún, se distinguía un nuevo resplandor, más intenso: Pontresina, probablemente. De pronto, la radio de a bordo comenzó a vibrar y se encendió la señal que indicaba a los pasajeros que debían sujetarse los cinturones de seguridad. El suelo, debajo de ellos, estaba sumido casi por completo en la oscuridad; pero hacia delante, frente al morro del aparato, las cumbres de las montañas gigantescas aparecían todavía iluminadas por el resplandor dorado del sol poniente. El helicóptero se dirigía ahora en línea recta hacia un rellano próximo a la cúspide de una de aquellas montañas. En él pudo distinguir Bond un grupo de edificios; unos cables eléctricos dorados partían de la zona edificada y descendían hasta perderse en la oscuridad del valle. Un teleférico, bañado por la luz del sol, descendía lentamente por encima de la cuesta: sin duda era su último viaje del día. El aparato se encontraba ya sólo a unos treinta metros de altura sobre el rellano. Las aspas del helicóptero empezaron a girar más lentamente, pero volvieron a adquirir velocidad cuando el aparato empezó a balancearse en el aire antes de posarse en el suelo, y dio un ligero bote al chocar los inflados flotadores de goma contra la nieve. Cesó el zumbido de los rotores… ¡Habían llegado a su destino! ¿Dónde se encontraban? Bond estaba casi seguro de poder contestar a esta pregunta. Sin duda se encontraban en algún punto de la cordillera de Languard: debían de hallarse en un paraje situado por encima de Pontresina, a una altitud de 3000 metros aproximadamente.

Irma Bunt descendió por la escalerilla. Tras ella bajó James Bond. Aquel aire de las alturas, glacial y enrarecido, casi le cortaba la respiración. Junto al helicóptero esperaban dos hombres, vestidos de monitores de esquí. Miraron a Bond con ojos llenos de curiosidad, pero no le dirigieron el menor saludo. Fräulein Bunt echó a andar por la pista de nieve apisonada; detrás de ella iba Bond, y el taciturno acompañante cerraba la marcha, con la maleta en la mano. El motor volvió a arrancar, produciendo un ruido atronador, y un instante después el saltamontes metálico se elevaba en el aire para desaparecer rugiendo en la oscuridad del cielo.

Desde el punto de aterrizaje del aparato hasta el grupo de edificios habría una distancia de unos cincuenta metros. Delante de Bond se alzaba un edificio largo y bajo con todas las ventanas brillantemente iluminadas; a la derecha de éste, y a otros cincuenta metros de distancia, se dibujaban los contornos de una moderna estación de teleférico. Más a la derecha, se veía un gran chalet con una espaciosa veranda escasamente iluminada, reservado tal vez para los numerosos turistas que se detenían allí durante el día. A la izquierda, y en un terreno situado a un nivel más bajo, se veían brillar las luces de un cuarto edificio, pero desde allí no se distinguía más que la azotea, pues el resto quedaba oculto por el borde del rellano.

Bond se encontraba ahora sólo a unos metros del largo edificio brillantemente iluminado que, sin duda, era su punto de destino. Cuando Fräulein Bunt abrió la puerta de entrada, sujetándola para que él pasara, mostróse a sus ojos un haz de luz amarilla procedente del acogedor vestíbulo. La mirada de Bond tropezó, una vez más, con una G roja acompañada de la corona nobiliaria; encima había un rótulo con esta inscripción:
GLORIA KLUB-PIZ GLORIA-3205 METER-PRIVAT NUR FÜR MITGLIEDER
[9]
.

¡Vaya! ¡Conque aquello era el Piz Gloria! Bond entró, y Fräulein Bunt soltó la puerta, que se cerró automáticamente con un ruido silbante como el de un freno neumático.

Dentro reinaba una temperatura deliciosamente cálida, quizás un calor algo excesivo. Estaban en un pequeño recibimiento; un hombre bastante joven en apariencia, de pelo rubio claro, muy corto, y ojos astutos, se levantó de detrás de una mesa y, haciendo una ligera reverencia, dijo:

—A Sir Hilary le corresponde la número dos.

—Weiss schon (Ya lo sé) —replicó secamente la mujer. Luego, en un tono apenas más cortés, dijo a Bond:

—Venga conmigo, por favor.

Y echó a andar a lo largo de un pasillo cubierto por una gruesa alfombra de color rojo. En la pared de la izquierda había una hilera de ventanas; en todos los entrepaños, hermosas fotografías de campos de esquí o paisajes alpinos. Al lado derecho se encontraban, en primer término, las puertas de los locales y dependencias del Club. Sobre ellas se leían las indicaciones: «Bar», «Restaurante», «Lavabos». A continuación estaban las puertas de los dormitorios. La número dos era una habitación de lo más confortable, con tapicería de chintz y cuarto de baño adyacente. Bond arrojó sobre la mesa su cartera repleta de documentos y, con una sensación de alivio, se desembarazó de su sombrero hongo y su paraguas. Luego se presentó con la maleta el hombre taciturno que los había acompañado y, sin dignarse dirigir siquiera una mirada a Bond, la depositó en el maletero y se retiró, cerrando la puerta.

—¿Le gusta a usted esto? —preguntó Fräulein Bunt.

Sus ojos amarillos, sin embargo, acogieron con fría indiferencia la entusiástica respuesta afirmativa de Bond.

—Está bien —dijo, y no se movió, pues por lo visto tenía algo más que decirle—. Y ahora —prosiguió—, si me lo permite, quisiera explicarle ciertas cosas y, de paso, darle a conocer algunas de las normas por las que se rige el Club, ¿no le parece?

Bond encendió un cigarrillo.

—¡Pues claro, eso me será muy útil! —contestó cortésmente, fingiendo un vivo interés—. Y para empezar, ¿puede usted decirme dónde estamos?

—En los Alpe\1… en los Alpes altos —repuso Fräulein Bunt evasivamente, sin concretar más—. Esta altura, el Piz Gloria, es propiedad del Conde. Él ha construido este teleférico, con la colaboración de las autoridades municipales, y aunque se ha inaugurado este mismo año, está rindiendo ya cuantiosos beneficios. Hay aquí unas pistas de esquí magníficas. La
Gloria Abfahrt
[10]
se ha hecho ya muy famosa. Y tenemos también una pista de
bob
[11]
más larga que la Cresta de St. Moritz. ¿Practica usted el esquí? ¿O acaso el bob?

Los ojos amarillos de la mujer estaban alerta, vigilantes. Bond decidió contestar con un «no» a todas las preguntas de este tipo. Como si necesitara disculparse, respondió con aire afligido:

—No, y lo siento de verdad.

—¡Qué lástima! Es una verdadera pena.

Pero los ojos de Irma Bunt no pudieron disimular un sentimiento de satisfacción.

—Estas instalaciones —prosiguió— le producen al Conde pingües beneficios; es importante que sigan funcionando, ya que le proporcionan los recursos económicos necesarios para poder llevar adelante la gran obra de su vida: el Instituto.

Bond arqueó ligeramente las cejas, en un gesto breve y cortés de interrogación.

El Institut für physiologische Forschung. Este es un centro de investigaciones científicas. El Conde es una verdadera eminencia en el ramo científico de la lucha contra la alergia… ¿comprende usted? Casos como los de la fiebre del heno o la reacción producida por la ingestión de mariscos, ¿sabe? En un edificio especialmente construido para este fin se encuentran los laboratorios y allí vive también el Conde. En el edificio donde ahora nos encontramos se alojan los pacientes. A propósito, el Conde le ruega que no moleste a los pacientes haciéndoles demasiadas preguntas. Estos tratamientos son muy delicados, ¿comprende usted?

—Sí, sí, ya me hago cargo. Y bien, ¿cuándo puedo ver al Conde? Por desgracia soy un hombre muy ocupado, señorita Bunt. En Londres me espera una gran cantidad de asuntos que debo despachar y, por otra parte, en el College disponemos de muy poco personal. Espero que el Conde comprenderá que su problema particular, aunque muy interesante e importante sin duda, debe ceder la preferencia a los asuntos de gobierno.

Irma Bunt cambió de actitud, mostrando un vivo afán de complacerlo y tranquilizarlo.

—Pues claro, mi querido Sir Hilary. El Conde le pide que le disculpe por esta noche, pero mañana a las once le recibirá con mucho gusto. ¿Le parece bien así?

—Sí, sí, de acuerdo. Así tendré tiempo de poner en orden mis documentos y mis libros. Y ahora —añadió, señalando con un gesto una pequeña mesa escritorio colocada junto a la ventana cubierta por una cortina— quisiera pedirle un favor: ¿podrían traerme una mesa suplementaria para trabajar más cómodamente?

—No faltaría más, Sir Hilary. En seguida doy la orden —se acercó, diligente, a la puerta y pulsó un timbre. Ligeramente turbada y perpleja, señaló la puerta y dijo:— Habrá usted observado que no tiene picaporte por la parte de dentro.

Bond ya lo había notado, por supuesto; pero dijo que no se había fiado en tal detalle.

—Si desea salir de la habitación —prosiguió Irma—, no tiene más que llamar al timbre. No le importará, ¿verdad? Esto se ha hecho por el bien de los pacientes. Es necesario que nada perturbe su tranquilidad. Si no fuera así, sería muy difícil evitar que se visitaran unos a otros para charlar, ¿comprende? Y, naturalmente, las puertas no se cierran con llave. Usted puede volver a entrar en su habitación en el momento en que lo desee. ¿Entendido? A las seis nos reunimos todos en el bar para tomar una copa. Es la hora del esparcimiento. —En su rostro se dibujó una sonrisa estereotipada, de maniquí—. Mis chicas tienen muchas ganas de conocerlo.

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