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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (8 page)

De pronto se abrió la puerta y apareció uno de los hombres vestidos de monitores de esquí, un tipo bajo y rechoncho, de cuello de toro y ojos castaños, lo que indicaba su procedencia de algún país mediterráneo. ¿Acaso uno de los corsos que habían desertado de la organización de Marc-Ange? Hablando rápidamente en un mal francés, Irma Bunt le explicó que hacía falta otra mesa. El hombre se retiró al momento, pero ella sujetó la puerta antes de que él tuviera tiempo de cerrarla.

—¿Desea alguna cosa más, Sir Hilary? La hora de acostarse es a las diez de la noche. La recogida del correo, al mediodía. También tenemos un servicio de comunicación por radioteléfono. Si desea utilizarlo, está a su disposición… Bien, quedamos en que a las seis nos veremos en el bar. Hasta luego.

La puerta se cerró tras ella, con un chasquido del pestillo.

Bond permaneció unos momentos inmóvil en el centro de la habitación. Lanzó un tenue y prolongado silbido. «¡En menudo lío me he metido!», pensó. Le entraron unas ganas feroces de romper a patadas uno de aquellos muebles primorosos, para desahogarse a gusto. Pero se contuvo, pues había observado que uno de los cuatro prismas de alumbrado eléctrico que había en el techo era simulado y más saliente que los otros. ¿Se trataba acaso de una cámara minúscula de televisión en circuito cerrado? Y, suponiendo que así fuera, ¿cuánto abarcaría su campo de visión? Probablemente no mucho más que un amplio círculo del centro de la estancia. ¿Habría algún micrófono oculto? Era muy posible que el techo entero hiciese las veces de micrófono. De todo aquello sólo pudo sacar una conclusión: que iba a estar sometido a una vigilancia y observación continuas.

Pensando activamente en todos estos problemas, James Bond deshizo su equipaje, tomó una ducha y se atildó lo mejor que pudo para presentarse ante las damas que Irma Bunt llamaba «mis chicas».

Capítulo VI

DIEZ MUCHACHAS MAGNIFICAS

El bar estaba construido y amueblado al estilo tirolés. Tan pronto como Bond cerró tras sí la puerta adornada con artísticos herrajes de bronce, se hizo un silencio absoluto, al que siguió casi en seguida una creciente marea de ruidos y de voces. Con esta algazara intentaban disimular las miradas furtivas que de todas partes se dirigían hacia él. Apenas había tenido tiempo Bond de abarcar de una ojeada todo un conjunto de muchachas jóvenes y atractivas, cuando —¡tremendo contraste!— Irma Bunt, vestida con una especie de après-ski color negro y naranja, se separó del grupo y salió a su encuentro:

—Sir Hilary, permítame que le presente a mis chicas.

Lo condujo de mesa en mesa, haciendo las presentaciones: diez apretones de manos, manos cálidas, frías, lánguidas, fuertes… En sus oídos resonaron los más diversos nombres femeninos: Ruby, Violet, Pearl, Elizabeth, Beryl… Pero todo fue tan rápido que no tuvo tiempo de ver más que una sucesión de caras hermosas y bronceadas por el sol, de jóvenes y magníficos bustos cubiertos por sendas chaquetas de punto. Por último, se instaló en el asiento que le habían reservado, entre Irma Bunt y una rubia escultural de grandes ojos azules. Bond se dejó caer en su silla, aplanado, casi aturdido por la impresión. A su lado apareció el barman, y Bond se recobró de su aturdimiento.

—Whisky con soda, por favor.

Se tomó un poco de tiempo para encender un cigarrillo. ¡Diez chicas, además de Irma! Todas ellas inglesas y todas aproximadamente de la misma edad: alrededor de los veinte años. Empleadas, probablemente. Azafatas o algo por el estilo. Sin duda estaban excitadas por el hecho de tener entre ellas a un hombre, un hombre bien parecido, y baronet por añadidura.

Bond se volvió hacia la rubia.

—Perdone. Me da apuro decírselo, pero no he oído bien su nombre… ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Ruby —su voz tenía un acento amable, y al mismo tiempo un sello distinguido y de esmerada educación—. Seguro que aquí se encuentra usted como el pez fuera del agua, ¿verdad? Quiero decir que un hombre solo entre tantas mujeres…

—Al contrario. Esto constituye para mí una sorpresa, una sorpresa muy agradable. Pero me resulta difícil aprenderme los nombres de todas ustedes… —se inclinó hacia ella, bajando la voz con aire de conspirador—. Sea usted buena chica y desígneme a cada una de sus compañeras por sus nombres respectivos.

La joven parecía contenta de poder complacerle.

—Con mucho gusto. Empezaré por la derecha. La que tiene a su lado es la señorita Irma Bunt, la «madre superiora», como si dijéramos. Ya la conoce. La que está frente a usted, ésa del jersey violeta, se llama precisamente Violet. Ahora pasemos a la mesa siguiente: la chica de la blusa Pucci verde y oro es Anne, y la que está a su lado, la de verde, es Pearl…

Mientras Ruby iba pasando lista a sus compañeras, Bond cazo al vuelo algunas frases sueltas de las conversaciones de las muchachas:

—… Fritz dice que no estoy aún bastante entrenada. Siempre Se me van los esquís hacia delante.

—A mí me ocurre tres cuartos de lo mismo —repuso otra, y añadió con una risita ahogada—: Tengo el trasero lleno de cardenales…

—¿Cómo estará Polly? Hace ya un mes que se ha marchado…

—El Conde dice que voy progresando mucho. ¡Qué pena nos va a dar tener que marcharnos de aquí! No quiero ni pensarlo…

La conversación siguió por estos derroteros en animado diálogo: el diálogo típico de un grupo de alegres y divertidas jóvenes que están aprendiendo a esquiar. Bond observó que hablaban con acentos distintos, acentos que correspondían a casi todos los dialectos y regiones de Inglaterra. Ruby terminó su explicación, diciendo:

—Y aquella de las perlas y el twin-set es Beryl. Bien, ¿cree usted que ahora nos distinguirá perfectamente sin equivocarse?

Bond clavó su mirada en los grandes ojos azules de la muchacha, que de pronto habían cobrado animación y viveza.

—Sinceramente, no. Tengo la misma sensación que uno de esos protagonistas de películas cómicas que se cuelan, sin darse cuenta, en un colegio de señoritas.

¡Terrible perspectiva! Se preguntaba cómo se las iba a arreglar aquella tarde y las siguientes con aquel inocente grupo de muchachas ingenuas y bien educadas. De repente se le ocurrió una idea; ¡un truco para romper el hielo! Pidió al barman un vaso con el borde mojado previamente en agua. Luego cogió una servilleta de papel y, después de esperar unos momentos para captar la atención general, dijo:

—Supongamos que uno de nosotros tuviera que pagar la cuenta de todas estas bebidas. Pues bien, voy a enseñarles a ustedes la forma de decidir quién debe pagar las consumiciones. Lo aprendí en el ejército.

Colocó el vaso en el centro de la mesa, desdobló la servilleta de papel y la puso bien tirante sobre la boca del vaso, de modo que quedara fuertemente adherida a los bordes del mismo. Luego sacó una moneda de cinco céntimos y la dejó caer con suavidad en el centro del papel estirado.

—¿Alguna de ustedes fuma, además de Violet? Necesitamos otras dos fumadoras.

Irma Bunt dio unas palmadas, llamando:

—¡Elizabeth, Beryl, venid! Y las demás, venid también, venid a ver un juego que va a hacer Sir Hilary.

—Y ahora —anunció Bond— empecemos. Ustedes tres van a hacer, una tras otra, lo siguiente dar una chupada al cigarrillo, sacudirlo para que caiga la ceniza en el cenicero… ¡así!, y, con la punta encendida, tocar la superficie de papel justo lo imprescindible para formar un minúsculo agujero… ¡así! ¿Lo ven? —El papel se chamuscó una pizca—. El quid está en ir haciendo agujeros hasta que el papel quede convertido en una especie de telaraña que aguante el peso de la moneda colocada en el centro. La persona que haga el último agujero, es decir, el decisivo, el que rompa una malla de la telaraña y haga caer la moneda en el vaso, ésa será la que pague las consumiciones. ¿Comprendido? Pues empiece usted, Violet.

Las muchachas encontraron emocionante aquel juego. Se apretujaron alrededor de la mesa, inclinando tanto las cabezas sobre Bond que sus sedosas y perfumadas melenas le cosquilleaban las mejillas. Las tres muchachas —Violet, Elizabeth y Beryl— habían comprendido rápidamente el truco: fueron chamuscando el papel con tal habilidad que la red así formada seguía aguantando sin romperse, hasta que al fin Bond, en un gesto de galantería, quemó deliberadamente una malla vital de la red. La moneda cayó tintineando en el fondo del vaso, entre una salva de carcajadas y aplausos entusiastas.

—¿Os habéis dado cuenta, chicas? —preguntó Irma Bunt, como si fuera ella quien hubiese inventado el juego—. Le toca pagar a Sir Hilary, ¿no es cierto? Realmente es un entretenimiento de lo más divertido… Bueno, y ahora —añadió, consultando su gran reloj de pulsera masculino— debemos terminar ya. Faltan sólo cinco minutos para la hora de la cena.

Se levantó un coro de protestas y voces suplicantes:

—¡Oh, por favor, señorita Bunt! ¡Otra vez!

Pero Bond, con diplomático tacto, se levantó de la mesa empuñando su vaso de whisky.

—Dejaremos esto para la próxima ocasión, ¿eh? Espero que no será motivo para que todas ustedes se habitúen a fumar. Yo creo que el inventor de este juego fue algún fabricante de cigarrillos.

Las muchachas se echaron a reír, pero permanecieron un momento a su alrededor con una expresión admirativa. «¡Qué hombre tan simpático y divertido!», pensaron. Aquello resultó para ellas una sorpresa, pues habían esperado encontrarse con un caballero pomposo y aburrido. Bond se sentía, con toda razón, satisfecho de sí mismo. Ahora todos eran amigos. Le sería fácil obtener confidencias de las muchachas. Contento con su éxito fulminante, echó a andar detrás de los ceñidísimos pantalones de Irma Bunt, camino del comedor.

Las tres mesas sólo ocupaban un alejado rincón de aquella vasta sala, baja de techo, amueblada y decorada con todo lujo. Bond se sintió súbitamente cansado y agotado. De pronto comprendió el motivo de aquel cansancio: se hallaba ante el papel más difícil de toda su carrera. El enigma de Blofeld y del Piz Gloria estaba poniendo a prueba la resistencia de sus nervios. ¿Qué diablos haría Blofeld en realidad? ¿Qué estaría tramando? Muy seguro tenía que estar aquel hombre de que podría seguir instalado allí con toda tranquilidad, puesto que había invertido en aquella empresa lo menos un millón de libras esterlinas, aun dando por supuesto que hubiera contraído un gravamen hipotecario sobre el teleférico. El arriendo de una cumbre alpina y la construcción de un teleférico bajo hipoteca, con participación financiera de la Diputación Provincial —Bond lo sabía—, era uno de los más modernos procedimientos utilizados para colocar el capital de evasión y hacer inversiones seguras y rentables. Una vez que se ha logrado, con el concurso de las autoridades municipales, que los campesinos le concedan a uno el derecho de tránsito por sus prados y pastos y le autoricen a abrir trochas a través del cinturón de bosques para la instalación de torres de acero y cables y para la apertura de pistas, bastará con un poco de propaganda ofreciendo al público servicios de comidas y otras comodidades allá en plena montaña. Y si a esto se agrega, por ejemplo, el esnobismo de un club elegante y el intrigante misterio de un Instituto de Investigaciones dirigido por un Conde, la batalla está ya prácticamente ganada.

Bond salió de su abstracción. Era hora de reanudar su labor de sondeo. Haciendo un esfuerzo, se volvió hacia Irma Bunt:

—Señorita Bunt, antes de reunirnos en el bar, me entretuve un rato buscando su apellido en mis libros de consulta. Y lo que encontré es realmente interesante. El apellido alemán Bunt, al pasar a Inglaterra, degeneró en Bounty, y luego probablemente en la forma Brontë, pues el abuelo de la célebre familia de escritoras de este nombre, que se apellidaba Brunty, cambió este apellido por el de Brontë, porque le sonaba más distinguido y aristocrático. ¿No le parece interesantísimo? —Bond pensó que no estaría mal despertar en ella un poco de interés por su genealogía—. ¿Recuerda si sus antepasados tuvieron algún parentesco con familias inglesas? Verá usted, en Inglaterra existe el Ducado de Brontë, título conferido a Nelson. Sería interesantísimo descubrir una posible vinculación entre usted y esa familia británica.

El pez mordió el anzuelo. ¡Nada menos que duquesa…!

La mujer se puso a relatar la vida de sus antepasados con fatigoso lujo de detalles, sin dejar de mencionar, muy orgullosa, cierto parentesco lejano con un tal «Conde de Bunt». Bond la escuchó con cortés atención y, muy hábilmente, fue encauzando la conversación hacia el pasado más reciente de la mujer. Irma Bunt le dio a conocer los nombres y apellidos de sus padres. Bond los anotó cuidadosamente en su memoria. Con esto ya tenía material informativo suficiente para averiguar sin tardanza quién era en realidad Irma Bunt. ¡Qué razón tenía Sable Basilisk al asegurar que el fomento del esnobismo era un cebo infalible!

En aquel momento, el camarero jefe, que llevaba un rato como al acecho aguardando, cortés, una pausa en el diálogo, presentó las enormes cartas que contenían la lista de platos: allí había de todo, desde caviar hasta doble moca con whisky irlandés. Bond se decidió por pollo a la Gloria. Se quedó sorprendido al ver el entusiasmo con que Ruby alabó su elección.

—¡Qué bien ha sabido usted elegir, Sir Hilary! A mí también me encanta el pollo. Por favor, ¿puedo tomarlo yo también, señorita Bunt?

La muchacha pronunció estas palabras con tal pasión y vehemencia que Bond no pudo por menos de aguzar el oído y fijarse en el rostro de Irma Bunt para observar su reacción. En los ojos de la mujer se reflejó una curiosa expresión al dar su consentimiento. ¿Qué significaba aquello? Era algo más que un mero gesto de aprobación por el buen apetito de sus pupilas… ¡era una expresión de triunfo! ¡Qué extraño! Y el mismo fenómeno volvió a repetirse cuando Violet pidió, para acompañar su bistec, una enorme ración de patatas.

—¡Adoro las patatas! —exclamó la joven con entusiasmo—. Son riquísimas, ¿verdad, señorita Bunt?

¿Habrían preparado para aquel día una comida extraordinaria, haciendo una excepción dentro de un plan dietético riguroso? Estaba totalmente desorientado. Se volvió de nuevo hacia Ruby.

—Se habrá dado usted cuenta de lo interesante que es este tema de los apellidos —dijo Bond, para conseguir que la conversación recayera de nuevo sobre él—. Es muy posible que la señorita Bunt tenga derecho, aunque sea remoto, a reivindicar un título nobiliario inglés. Y a propósito, ¿cómo se apellida usted? Vamos a ver si podemos descubrir algo semejante respecto a su persona.

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