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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (9 page)

—¿Estás segura de que este es el camino correcto? —preguntó Kylar.

Elene hizo una mueca.

—No...

Kylar no paró el carro, pero dio lo mismo. Seis jóvenes se levantaron y siguieron a un hombre con los dientes negros y una mata de pelo moreno grasiento que se dirigía hacia ellos. Los adolescentes metieron la mano bajo los escalones o en montones de basura para sacar sus armas. Eran armas callejeras: porras, cuchillos y una pesada cadena. El cabecilla se plantó delante del carro y agarró la brida del caballo que tenía más cerca.

—Bueno, cariño —dijo Kylar—, ha llegado el momento de conocer al simpático Sa’kagé del barrio.

—Kylar, recuerda lo que prometiste —advirtió Elene, mientras lo sujetaba del brazo.

—No esperarás de verdad que... —Dejó la pregunta en el aire al ver la expresión en los ojos de Elene.

—Tardes —saludó el cabecilla, que estaba golpeándose la palma de una mano con la porra. Sonrió de oreja a oreja, revelando dos incisivos negros.

—Cariño —dijo Kylar, sin hacer caso al hombre—. Esto es diferente. Sabes que tengo razón.

—Otros superan este tipo de situaciones sin que muera nadie.

—Nadie morirá si lo hacemos a mi manera —aseveró Kylar.

El hombre de los dientes negros carraspeó. La mugre parecía tatuada para siempre en su semblante, dominado por aquellos dos incisivos salidos, torcidos y ennegrecidos.

—Disculpad, tortolitos. No es que quiera interrumpir...

—Espera —dijo Kylar en un tono que no admitía réplica. Se volvió de nuevo hacia Elene—. Cariño...

—O haces lo que prometiste o haces lo que siempre has hecho —dijo ella.

—Eso no es darme permiso.

—No, no lo es.

—Disculpad —volvió a decir el hombre—. Estáis...

—A ver si lo adivino —dijo Kylar, imitando la chulería y el acento de su interlocutor—. Estamos circulando por una vía de pago y venís a cobrar el peaje.

—Hum. Eso es —reconoció el hombre.

—¿Cómo lo habré adivinado?

—Eso iba a preguntar... Oye, calla la boca. Soy Tom Gray y este que veis...

—Es tu camino. Ya. ¿Cuánto? —preguntó Kylar.

Tom Gray frunció el entrecejo.

—Trece platas —contestó.

Kylar contó en voz alta a los siete hombres.

—Un momento, ¿eso no es una putada para tus matones? ¿Ellos se llevan una moneda por barba y tú seis? —preguntó Kylar. Tom Gray palideció. Los chicos lo miraron con cara de pocos amigos. Kylar tenía razón, por supuesto. Rateros de tres al cuarto—. Os daré siete.

Sacó su pequeño monedero y empezó a lanzar monedas de plata a cada uno de los jóvenes.

—Os lleváis lo mismo pero sin esfuerzo. ¿Por qué arriesgarse a pelear? Es lo que Tom iba a daros, de todas formas.

—Espera —dijo Tom—. Si os ha dado eso tan tranquilo es que tiene más. Vamos a por él.

Sin embargo, los jóvenes no estaban interesados. Se encogieron de hombros, menearon la cabeza y volvieron arrastrando los pies hacia sus portales.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó Tom—. ¡Eh!

Kylar sacudió las riendas y los caballos se pusieron en marcha. Tom tuvo que apartarse de un salto para que no lo aplastaran y se torció el tobillo al aterrizar. Kylar retiró hacia atrás el labio superior para que pareciera que tenía los dientes de conejo como Tom y alzó las manos en un gesto de impotencia. Los jóvenes y Uly se rieron.

Capítulo 10

Pasaron la noche en una posada. La tía Mia fue a buscarlos a primera hora de la mañana y los guió por un laberinto de callejuelas hasta su casa. Tenía cuarenta y tantos años, aparentaba diez más y llevaba viuda casi dos décadas, desde poco después de que naciera su hijo, Braen. Su marido había sido un próspero mercader de alfombras, de manera que su casa era grande, y la mujer aseguró a Kylar y Elene que podían quedarse tanto como quisieran. La tía Mia era comadrona y sanadora, de facciones poco agraciadas, ojos vivaces y hombros de estibador.

—Así pues —dijo la tía Mia, tras un desayuno de huevos con jamón—, ¿cuánto tiempo lleváis casados?

—Alrededor de un año —dijo Kylar. Pensó que, si arrancaba él con las mentiras, Elene quizá fuera capaz de respaldarlas. Era una mentirosa lamentable. La miró y, en efecto, ya se estaba sonrojando.

La tía Mia lo tomó por pudor y se rió.

—Bueno, ya me había parecido que eras un poco joven para ser la madre natural de esta jovencita. ¿Cómo encontraste a tus nuevos padres, Uly?

Kylar se recostó en la silla, reprimiendo el impulso de responder por ella. Si no las dejaba hablar, no solo quedaría como un imbécil, sino que inspiraría sospechas. A veces no había más remedio que lanzar al aire las tabas y esperar a ver qué salía.

—La guerra —respondió Uly. Tragó saliva, bajó la vista a su plato y no añadió nada más. Ni siquiera era mentira, y la emoción de su rostro era a todas luces genuina. La niñera de Uly había muerto en los combates. La pobre a veces todavía lloraba al acordarse.

—Estaba en el castillo durante el golpe —explicó Elene.

La tía Mia soltó su cuchillo y su cuchara; en Caernarvon no utilizaban tenedores, para gran irritación de Kylar.

—Mira lo que te digo, Uly. Te vamos a cuidar muy bien. Estarás a salvo y hasta tendrás habitación propia.

—¿Y juguetes? —preguntó Uly.

Algo en la expresión abierta y esperanzada de Uly hizo que Kylar sintiera una punzada de dolor. Las niñas pequeñas deberían jugar con muñecas (¿por qué nunca le había regalado a Uly una muñeca?), no pescar cadáveres en los ríos.

La tía Mia se rió.

—Y juguetes —dijo.

—Tía Mia —intervino Elene—, ya estamos molestando suficiente. Tenemos dinero para juguetes, y Uly puede quedarse con nosotros. Ya has...

—No hay más que hablar —dijo la tía Mia—. Además, vosotros dos seguís siendo recién casados. Necesitáis toda la intimidad del mundo, aunque bien sabe el cielo que Gavin y yo nos las apañamos para darnos unos cuantos revolcones cuando compartíamos una cabaña de una sola habitación con sus padres. —Elene se puso colorada, pero la tía Mia siguió hablando—: De todas formas, supongo que a una cría de once años le cuesta un poco más hacerse la sorda cuando hay ruiditos por la noche. ¿Me equivoco?

Le tocó a Kylar el turno de sonrojarse. La tía Mia lo miró, y después a Uly, que parecía desconcertada.

—¿Me estáis diciendo que no lo habéis hecho desde que salisteis de Cenaria? —preguntó—. Os escabulliríais alguna vez por la mañana mientras Uly todavía dormía, digo yo. ¿No? Ese viaje debe de haber durado... ¿qué, tres semanas? Eso es una eternidad para unos jovenzuelos como vosotros. Bueno. Esta tarde, Uly y yo saldremos a dar un largo y saludable paseo. La cama de vuestra habitación chirría un poco, pero como os preocupen demasiado esas cosas, Uly nunca tendrá un hermanito, ¿eh?

—Por favor —suplicó Kylar, meneando la cabeza. Elene no sabía dónde meterse.

—Hum —dijo la tía Mia, mirando a su sobrina—. En fin. Si habéis acabado de desayunar, ¿por qué no vamos a conocer a mi hijo?

Braen Smith trabajaba en un taller anejo a la casa. Tenía los rasgos amplios y poco agraciados y los hombros anchos de su madre. Mientras se acercaban, lanzó un aro de barril al que estaba dando forma a una pila de otros parecidos y se quitó los guantes.

—Buenos días —dijo.

Sus ojos se posaron de inmediato en Elene. Un vistazo rápido a su rostro surcado de cicatrices seguido de un examen demasiado atento de sus encantos. No fue el típico repaso rápido que los hombres dedicaban por instinto a todas las mujeres. Eso a Kylar no le habría importado. Pero aquello no fue una miradita. Braen se recreó, y ante la cara misma de Elene. O, más bien, ante sus mismos pechos.

—Encantado —dijo el joven mientras tendía la mano a Kylar. Lo midió con la mirada. Como era de prever, intentó aplastarle la mano.

Un reguerillo de Talento se encargó de ponerlo en su sitio. Sin un ápice de tensión en la cara o el antebrazo, Kylar atenazó la zarpa monstruosa y la llevó al borde de la fractura. Un poco más de fuerza y hasta el último hueso de la mano de Braen saltaría en pedazos. Al cabo de un momento, aflojó y se limitó a corresponder al apretón, mano áspera contra mano áspera, músculo contra músculo y ojo contra ojo... aunque tuviera que alzar la cabeza y Braen lo superara en peso cuatro a tres. El pánico desapareció de los ojos del herrero, al que Kylar vio preguntarse si no habría imaginado la fuerza inicial de su apretón de manos.

—Kylar —murmuró Elene entre dientes como si se estuviera poniendo en evidencia.

Aun así, Kylar no apartó la mirada. Allí había algo en juego y, por muy primitivo, bárbaro, mezquino y estúpido que fuese, no dejaba de ser importante.

A Elene no le gustaba que no le hiciera caso.

—Supongo que lo siguiente será comparar el tamaño de vuestros... —Dejó la frase en el aire, avergonzada.

—Buena idea —dijo Kylar mientras el hombretón por fin le soltaba la mano—. ¿Qué te parece, Braen? —preguntó mientras se aflojaba el cinturón.

Por suerte, Braen se lo tomó a risa. Los demás lo imitaron, pero a Kylar seguía cayéndole gordo. Él tampoco le hacía gracia al herrero, lo notaba.

—Bueno, encantado —repitió Braen—. Tengo un pedido grande que rematar. —Agachó la cabeza y cogió un martillo, flexionando los doloridos dedos con disimulo.

Durante el resto de la mañana y de la tarde, la tía Mia les enseñó Caernarvon. Aunque era más grande que Cenaria, la ciudad no tenía aquel aire caótico del hogar de Kylar. La mayoría de las calles estaban pavimentadas y eran lo bastante anchas para que pasaran dos carros y numerosos peatones a la vez. Se multaba con tanta presteza a los vendedores que invadían ese espacio que muy pocos lo intentaban. Algún embotellamiento repentino apretujaba a la multitud cuando pasaban dos carros al mismo tiempo, pero allí existían unas convenciones, y llevaban tanto tiempo en vigor que todos los carros circulaban por unos surcos de quince centímetros de profundidad en los adoquines. Hasta las aguas residuales de las calles bajaban por unas cañerías, con rejas a intervalos para recoger nuevas aguas sucias. Hacían que la ciudad casi no oliera a ciudad.

El Castillo de Caernarvon dominaba el lado norte. También lo llamaban el Gigante Azul, por el tono azulado de su granito. Sus murallas eran lisas y continuas como el cristal, salvo por las numerosas troneras y los matacanes de las puertas. Hacía doscientos años, les explicó la tía Mia, dieciocho hombres habían defendido el castillo contra cinco mil durante seis días.

Alrededor del castillo, por supuesto, estaban las casas señoriales. La ciudad iba volviéndose más sucia y populosa cuanto más se acercaba a los muelles. Como en casi todas partes, a los ricos y los nobles les gustaba vivir lejos de todos los demás, y todos los demás anhelaban vivir lo más cerca posible de los ricos. Allí, sin embargo, esa línea en particular no estaba regulada, a diferencia de lo que sucedía con los pobres de Cenaria, relegados por decreto a la orilla occidental del Plith. En Caernarvon quienes amasaban el dinero suficiente para mudarse, podían hacerlo. La posibilidad de medrar parecía animar toda la ciudad.

Caernarvon era el oro y el oropel reluciente de la esperanza. Su vicio era la codicia. A sus ojos, cualquier mercader de la ciudad era el magnate de un próximo imperio comercial. Cenaria era el manto asfixiante y apestoso de la desesperación. Su vicio era la envidia. Nadie construía imperios allí. La gente solo quería un pedazo del de algún otro.

—Estás muy callado —observó Elene.

—Aquí todo es diferente —dijo Kylar—. Antes incluso de que llegaran los khalidoranos, Cenaria estaba enferma. Esto es mejor. Creo que aquí podremos formar un hogar.

Dioses, estaba a punto de convertirse en uno de esos mercaderes que siempre había despreciado. Tampoco es que tuviera grandes ambiciones. Ser herborista y boticario era en realidad lo único que podía hacer aparte de matar, no algo con lo que hubiese soñado nunca. ¿Con qué iba a soñar? ¿Con abrir una segunda tienda? ¿Dominar el mercado herbario de la ciudad? Había tenido el futuro de un país en sus manos: podría haberlo cambiado todo con una traición, matando a un hombre al que había acabado matando de todas formas.

«De haberlo hecho, Logan seguiría vivo...»

Mientras la tía Mia los llevaba a casa, intentó obligar a su pensamiento a adoptar un discurso de mercader. Tenía una modesta cantidad de oro escondida en el carro y una fortuna en hierbas. Si los hubiesen asaltado por el camino, los bandidos no habrían sabido ni siquiera qué robar.

—Bueno, la casa está más abajo en esta calle —anunció la tía Mia—. Braen ha salido a comprar material. Uly y yo vamos a ir a una tiendecilla de dulces para daros un poco de tiempo y que os pongáis al día. —Guiñó un ojo a Kylar mientras Elene se sonrojaba, pero luego se le ensombrecieron las facciones—. ¿Qué es eso?

Kylar miró hacia la casa. De ella surgían unas volutas de humo que se espesaban con rapidez.

Se sumó a la multitud que corría hacia la casa de la tía Mia (en la ciudad, un incendio suponía tal amenaza que todo el mundo cogía un cubo y se lanzaba a ayudar) pero, para cuando llegó, las llamas habían consumido el establo por completo. Era demasiado tarde para salvar nada. La gente lanzó agua a los edificios vecinos mientras Kylar abrazaba a Elene y Uly en silencio.

El establo se había perdido entero. Sus dos caballos y el viejo jamelgo de la tía Mia habían quedado reducidos a montones humeantes y apestosos de carne. Del carro no quedaba casi nada. El incendiario había encontrado el cofre escondido con su oro. La fortuna en hierbas había sido pasto de las llamas.

Lo único que quedaba era una caja larga y delgada atada al eje doblado del carro. La cerradura estaba intacta. Kylar la abrió y allí estaban su ropa gris de ejecutor y su espada Sentencia, intactos, sin siquiera oler a humo, burlándose de su impotencia.

Capítulo 11

—Malas noticias, santidad —dijo Neph Dada al entrar en el dormitorio del rey dios. Una joven noble cenariana llamada Magdalyn Drake estaba atada a la cama y gimoteaba amordazada, pero tanto ella como el rey dios todavía iban vestidos.

Garoth estaba sentado en la cama a su lado. Le acariciaba la pantorrilla desnuda con un cuchillo.

—Vaya, ¿de qué se trata?

—Una de vuestras espías en la Capilla, Jessie al’Gwaydin, ha muerto. Su último paradero conocido es el pueblo de Vuelta del Torras.

—¿La mató el Cazador Oscuro?

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