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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (13 page)

—Los ka’kari han ido aflorando de vez en cuando.

—Sí, pero cada vez menos, con el paso de los siglos. La última vez fue hace cincuenta años —dijo Garoth—. Alguien ha estado intentando destruir o al menos ocultar los ka’kari. Es la única explicación razonable.

—¿O sea que una persona lleva siete siglos haciendo acopio de los ka’kari? —preguntó Neph, sin alterar el gesto.

—Está claro que no ha sido «una persona» —corrigió Garoth—, sino un... grupo. Una pequeña conspiración me parece mucho más fácil de aceptar que un gigantesco complot de todos los santos sureños que han vivido nunca. —Hizo una pausa mientras seguía el hilo de la idea—. Piensa en sus mismos nombres: Matasombras, Cordefuego, Fuego de Estrella... Ni siquiera son apellidos. Son sobrenombres. Si tengo razón, bien podría ser que Garric Matasombras, Ferric Cordefuego y Gaelan Fuego de Estrella fueran los campeones de ese grupo, sus avatares, por así decirlo.

—¿Y su avatar actual...? —preguntó Neph.

Garoth sonrió.

—Ahora tiene nombre. Esta mañana, mi pájaro ladeshiano ha cantado. El hombre que recorrió estos salones con un ka’kari, el que mató a mi hijo, fue o bien el legendario Durzo Blint o bien su aprendiz, Kylar Stern. Durzo Blint ha muerto. De manera que, si Kylar Stern es ese avatar... —Garoth paró en seco—. Explicaría por qué esos héroes estuvieron dispuestos a destruir un ka’kari. Porque no podían usar otro. Porque ya tenían uno enlazado. Eran los portadores del ka’kari negro.

—Santidad, ¿no es posible que, en vez de destruir esos ka’kari, los guardaran?

Garoth reflexionó.

—Es posible. Y Kylar podría no estar aliado con ellos en absoluto.

—En cuyo caso quizá estén intentando añadir el negro a su colección —concluyó Neph.

—Eso no podemos saberlo. No podemos saber nada hasta que capturemos a Kylar Stern. Mi pajarillo cantor será el asesino perfecto. Entretanto, Neph, ponte en contacto con todos los meisters y agentes que tengamos en las tierras del sur y diles que estén atentos. No me importa si me cuesta este reino entero, traedme a Kylar Stern. Vivo o muerto, me da igual, pero traedme ese condenado ka’kari.

Capítulo 14

Las primeras semanas en el Ojete del Infierno habían sido las más siniestras, antes de que Logan se convirtiese en un monstruo. Había suscrito sus pactos con el diablo y con su propio cuerpo. Había comido la carne que llegó a sus manos aquel día aciago y, cuando Fin había matado al Costras, había comido carne otra vez. Tuvo que matar a Tom el Largo por esa carne, y aquel asesinato lo había convertido en monstruo. Ser un monstruo lo ponía a salvo. Sin embargo, no se conformaba con estar a salvo. No se conformaba con sobrevivir sin más. Logan toleraba su lado salvaje y primario, pero no pensaba someterse a él.

Compartió su carne. Le ofreció un poco a Lilly, no a cambio de sexo como hacían los demás ojeteros, sino por decencia. Ella le había dado el consejo que lo mantenía humano. También compartió con los demás monstruos: Tatu, Yimbo y el Chirríos. Se guardó las partes más suculentas para él, por lo menos las más suculentas que podía soportar comer. Los brazos y las piernas tenían un pase, pero comerse el corazón de un hombre, su cerebro, sus ojos, partirle los huesos para chuparle el tuétano... eso Logan no lo haría. Era una línea delgada, que sabía que acabaría cruzando si las cosas empeoraban mucho, pero de momento, ya había caído bastante bajo, de modo que compartía por remilgos y compartía por nobleza.

Fue su primer paso en el camino de reclamar su humanidad perdida. Fin lo mataría en cuanto se le presentase una ocasión. A los monstruos les daba igual, así que todavía era posible ponerlos de su lado. No sería lealtad, pero cualquier factor podía resultar decisivo.

El Chirríos era harina de otro costal. Logan se mantenía cerca de él. Suponía que el débil mental era el que menos posibilidades tenía de traicionarle, aunque no había tardado en descubrir a qué le debía su nombre. Todas las noches, hacía rechinar los dientes. Hacía tanto ruido que a Logan le sorprendía que le quedasen muelas.

A la tercera semana, el repentino silencio de los dientes del monstruo despertó a Logan, que escuchó en la oscuridad. El Chirríos estaba prestando atención, y su oído debía de ser mejor que el de Logan porque, al cabo de un momento, oyó pasos.

Dos guardias khalidoranos aparecieron sobre la reja y miraron hacia abajo con desagrado. El primero era el que odiaban. Abrió la reja como hacía siempre y lanzó el pan por el agujero como hacía siempre. Daba igual que supieran que iba a hacerlo: los monstruos y los animales por igual, incluso Logan, se levantaron y se plantaron alrededor del orificio, esperando tener suerte con un mal lanzamiento. Solo había pasado un par de veces, pero bastaba para mantener viva su esperanza.

—Mira esto —dijo el guardia. Partió en dos la última hogaza y orinó sobre ella hasta empaparla. Después la lanzó abajo.

Logan, que era el más alto, cazó la mayor parte. Lo devoró al instante, ajeno a la peste, ajeno al líquido caliente que le chorreaba por la barbilla, ajeno a la degradación.

El khalidorano se carcajeó. El segundo guardia rió con cierta inseguridad.

Al día siguiente volvió el segundo carcelero, solo. Llevaba pan, que además estaba limpio, y lanzó a los prisioneros una hogaza por cabeza. Con un marcado acento y sin mirarlos a ninguno a la cara, prometió que les llevaría pan todas las veces que Gorkhy no fuera su compañero de turno.

Eso les dio a todos fuerza, esperanza y un nombre para el sujeto al que odiaban por encima de todos los demás.

Poco a poco, la sociedad regresó. Aquella primera noche, se habían sentido todos tan abrumados por la novedad de tener pan que ni siquiera habían intentado robarse las hogazas. Cuando cobraron fuerza, empezaron las peleas. Al cabo de unos pocos días, el mudo Yimbo tuvo un encontronazo con Fin y acabó muerto. Logan lo observó, buscando una oportunidad de echar mano a Fin, pero la lucha terminó demasiado pronto. El cuchillo era una ventaja demasiado decisiva.

Cuando llegaba el pan, Logan siempre se aseguraba de estar entre los que más cogían, no solo por estatus sino para mantenerse fuerte. Ya había perdido hasta el último gramo de grasa que hubiese tenido, y empezaba a perder carne. Era un manojo de tendones y músculos delgados y duros, pero seguía siendo grande y necesitaba conservar su fuerza. Aun así, compartía lo que podía con Lilly, el Chirríos y Tatu.

Transcurridos más de dos meses desde su descenso, hizo un avance. Llevaba un tiempo nervioso, cada vez más inquieto por Fin, con sus malditas cuerdas de tendones que no paraban de alargarse. Dormía y se despertaba con el clamor de los demonios que, a esas alturas, imaginaba a veces que provocaban los sonidos ululantes; no era el viento, de eso estaba seguro. Eran demonios, o tal vez los espíritus de todos los pobres desgraciados que habían tirado al Agujero a lo largo de los siglos. La cabeza le palpitaba al compás de los aullidos. Le dolía la mandíbula. Los dientes le habían estado rechinando toda la noche.

Entonces encontró su humanidad.

—Chi —dijo—. Chirríos, ven aquí.

El grandullón lo miró con expresión indefinida.

Logan se aproximó a él y muy despacio le acercó las manos a la mandíbula. Tenía miedo de que le mordiese, y de la más que probable infección mortal que sufriría allí abajo, pero estiró el brazo de todas formas. El Chirríos parecía perplejo, pero dejó que Logan le hiciera un pausado masaje en la mandíbula. Al poco, la expresión de aquel hombre simple cambió. La tensión de su cara, que Logan había supuesto parte de su deformidad, se relajó.

Cuando Logan paró, el grandullón soltó un rugido y lo agarró. Logan pensó que iba a morir, pero el Chirríos se limitó a abrazarlo. Cuando lo soltó, Logan supo que había ganado un amigo para toda la vida, por desagradable, brutal y corta que fuera aquella vida en el Agujero. Habría llorado, pero ya no le quedaban lágrimas.

Tenía que matar a Jarl.

Vi estaba delante de la casa segura de Hu Patíbulo y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Necesitaba entrar, vérselas con Hu, prepararse y salir a matar a Jarl. Con esas cuatro simples acciones, su aprendizaje habría terminado y nunca más tendría que aguantar a Hu. El rey dios le había prometido incluso que podría matarlo si así lo deseaba.

Durante el año que Vi había pasado aprendiendo el oficio con Mama K, Jarl había sido su único amigo. Se había desvivido por ayudarla, sobre todo en sus primeras semanas, cuando era una absoluta nulidad. Gracias a sus bellas y exóticas facciones ladeshianas, su labia, su inteligencia y su simpatía, Jarl caía bien a todo el mundo, y no solo a los hombres y mujeres que hacían cola por sus servicios (cola solo en el sentido figurado, claro estaba: Mama K jamás toleraría algo tan chabacano como una cola en El Jabalí Azul). Aun con ello, Vi siempre había sentido que a los dos los unía un lazo especial.

Dejó de pensar. Tenía un trabajo que hacer. Buscó trampas en la puerta otra vez. No había. Hu se volvía descuidado cuando tenía compañía. Abrió la puerta despacio, se hizo a un lado y asomó sus manos abiertas por el hueco. A veces, cuando Hu iba pasado de setas, atacaba primero y sin hacer preguntas. Al no recibir ataque alguno, Vi entró.

Hu estaba sentado con el pecho descubierto en una mecedora que había al fondo del salón lleno de trastos, pero la silla estaba inmóvil y él tenía los ojos cerrados. No estaba dormido, sin embargo. Vi conocía al dedillo hasta el más íntimo detalle de su maestro, sabía cómo respiraba cuando dormía de verdad. Sostenía en las manos unas agujas de ganchillo y un minúsculo gorro de lana blanca casi terminado. Un gorrito de bebé, esa vez, el muy hijoputa.

Fingiendo creer que dormía, Vi echó un vistazo al dormitorio. Había dos mujeres tumbadas en la cama. Empezó a recoger su equipo sin hacerles caso.

Encontrar a Jarl no supondría ningún problema. Solo tenía que hacer correr la voz de que quería verlo, y él la recibiría con los brazos abiertos. Sus guardaespaldas se asegurarían de que Vi no llevara armas pero, tras un rato a solas con él, se relajarían o Jarl los haría salir, y podría matarlo con las manos desnudas. El problema era cómo no matar a Jarl.

No pensaba hacerlo. El rey dios podía irse a tomar por culo. Sin embargo, la única manera de que el rey dios disculpase su desobediencia era hacer alguna otra cosa que lo complaciese más todavía.

Abrió con llave un ancho armario y sacó un cajón. Contenía su colección de pelucas, lo mejorcito que podía comprarse con dinero. Vi se había vuelto una experta en cuidarlas, peinarlas, ponérselas y fijarlas con la firmeza suficiente para los rigores de su oficio y en muy poco tiempo. Había algo reconfortante en el tirón sobre su cuero cabelludo de una coleta firme, a veces tan estirada bajo la peluca que le daba dolor de cabeza. Estando en el local de Mama K, le habían presentado a una cortesana con Talento que se ofreció a enseñarle a cambiar el color o el peinado mediante magia, pero eso a Vi no le interesaba. Quizá compartiera su cuerpo, quizá Hu pudiera tomarla a su antojo, pero su pelo era suyo y tenía un valor incalculable para ella. Ni siquiera le gustaba que los hombres le tocaran las pelucas, aunque eso podía tolerarlo. Cuando se prostituía, llevaba peluca por el ligero margen de disfraz que le proporcionaba: las pelirrojas encendidas no abundaban fuera de Ceura. Cuando trabajaba de ejecutora, llevaba el pelo recogido en esa misma cola de caballo apretada. Era práctica, controlada y eficaz, igual que ella. El único momento en que se soltaba el pelo era en los escasos minutos antes de acostarse, y aun así solo cuando estaba sola y a salvo.

Tras elegir una fina peluca morena que caía lisa hasta la barbilla y otra larga, castaña y ondulada, Vi cogió las cremas que necesitaba para teñirse las cejas y el maquillaje para oscurecerse el cutis, y luego empaquetó sus armas.

Estaba cerrando las alforjas cuando una mano le agarró un pecho y lo estrujó con saña. Vi ahogó un grito y dio un respingo de dolor y sorpresa, por el que se odió al cabo de un momento. Hu soltó una risilla grave en su oído, mientras apretaba el cuerpo contra su espalda.

—Hola, preciosa, ¿dónde has estado? —preguntó, mientras le bajaba las manos hasta las caderas.

—Trabajando. ¿Te acuerdas? —dijo ella, volviéndose con dificultades. Al ver que la dejaba girarse, supo que Hu todavía estaba colocado.

La envolvió con el cuerpo, y la repulsión y el odio combatieron por un momento con la familiar pasividad previa a la derrota. Dejó que le empujase la cabeza a un lado para poder llevarle los labios al cuello. Hu la besó con dulzura, y luego paró.

—No llevas ese perfume que me gusta —dijo, todavía suave, pero con un toque de sorpresa en la voz, como si no diera crédito a que hubiese sido tan tonta. Vi lo conocía lo bastante bien para saber que estaba a un pelo de la violencia.

—He estado trabajando. Para el rey dios. —Vi no dejó que asomase a su voz el más mínimo atisbo de miedo. Demostrarle miedo a Hu era como lanzar carne sanguinolenta a una manada de perros salvajes.

—Aaah —dijo Hu, que de pronto volvía a estar meloso. Tenía las pupilas muy dilatadas—. He montado una pequeña fiesta. De celebración. —Hizo una seña hacia el dormitorio—. Tengo una condesa y una... Maldición, no me acuerdo, pero es toda una gata salvaje. ¿Te apuntas?

—¿Qué estás celebrando? —preguntó Vi.

—¡Durzo! —respondió Hu. Soltó a Vi de repente y bailó en un pequeño círculo; cogió otra seta de una mesa, se la llevó a la boca y luego intentó agarrar otra, pero falló—. ¡Durzo Blint ha muerto! —Se rió.

Vi pescó la seta que Hu no había logrado coger.

—¿En serio? He oído el rumor, pero ¿estás seguro?

Hu siempre había odiado a Durzo Blint. Los dos aparecían siempre juntos en las conversaciones como los mejores ejecutores de la ciudad, pero el nombre de Durzo solía mencionarse el primero. Hu había matado a hombres por decir eso, pero nunca había ido a por Durzo. Si se hubiese creído capaz de matarlo, lo habría hecho, Vi estaba segura.

—Mama K era amiga suya y no creía que hubiera muerto, de modo que llevó a unos cuantos hombres adonde estaba enterrado... ¡y efectivamente! Muerto, muerto, muerto. —Hu volvió a reírse. Cogió la seta que sostenía Vi y dejó de bailar—. No como su aprendiz, el encargo que jodiste tú. —Cogió una petaca de licor de adormidera y bebió—. Pensaba ir a matarlo, ¿sabes?, solo para cabrear al fantasma de Blint. Cien coronas que me gasté en sobornos, y resulta que se ha ido de la ciudad. Uau. —Se balanceó sobre los pies—. Esta ha sido potente. Ayúdame a sentarme.

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