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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (12 page)

—Levanta ese culo gordo —dijo—. Nos vamos.

Capítulo 13

El mero acto de moverse, de saltar de tejado en tejado, volando sobre el mundo, colmaba de júbilo el corazón de Kylar. Los edificios de Cenaria habían sido una mezcla de casas al estilo ceurí, hechas de fibra de arroz y bambú y rematadas por empinadas tejas de arcilla, edificios de ladrillo rojo y madera con techumbres de paja. Rara vez se podía pasar de unos a otros. En Caernarvon, a cientos de kilómetros del arrozal más cercano y sin la amenaza de la nieve, todos los tejados eran planos y de arcilla maciza, soportados por buena madera. Para un hombre con los talentos de Kylar, eso equivalía a una carretera en el aire.

Kylar disfrutaba de lo lindo con ello. Se recreaba en la fuerza de sus músculos, en el sabor del aire nocturno y en el poder secreto de atravesar la noche como una sombra. Todo estaba bien. Nada le quedaba mejor que su ropa oscura de ejecutor, diseñada por el mejor sastre de Cenaria, el maestro Piccun, para adaptarse a sus movimientos. El moteado de distintos tonos descomponía su silueta y habría dificultado ver incluso a un hombre sin Talento.

Hizo una pausa al borde de un edificio, donde movió el cuello y estiró la espalda mientras retrocedía unos pasos. Para llegar al tejado del almacén había que saltar más de seis metros. Respiró hondo y arrancó a correr. Sus pasos resonaron mientras aceleraba hasta llegar al borde. Saltó y siguió moviendo las piernas como si corriera por el aire mientras volaba por encima del callejón. Superó con creces la distancia y aterrizó dos metros adentro del tejado del almacén.

Salió disparado sin detenerse hacia una pared donde una parte del techo se elevaba hasta formar un pequeño tercer piso. Estaba demasiado alto para agarrararse al borde de un salto, así que corrió pared arriba tanto como pudo y entonces se impulsó hacia fuera. Estiró los brazos hacia las vigas del techo que salían proyectadas del edificio, pero no llegó. Sus dedos quedaron a unos quince centímetros.

Unas manos fantasmales salieron disparadas de sus brazos, ampliando su alcance y permitiéndole agarrar la viga. Kylar hizo un salto mortal hacia arriba y aterrizó sobre la viga de ocho centímetros de anchura. Se bamboleó durante un momento, hasta que recuperó el equilibrio y pasó al tejado.

Levantó el puño en ademán de triunfo y gritó de alegría. Solo había necesitado tres intentos. No estaba mal. Nada mal. La vez siguiente intentaría conseguirlo siendo invisible. Empezaba a entender lo que su maestro le había dicho una vez sobre lo mucho que tendría que aprender cuando pudiera usar su Talento. La mera transición de utilizar su Talento para saltar a emplearlo para extender las manos fantasmales casi era más de lo que podía manejar. La idea de hacerlo mientras permanecía invisible y corriendo a toda velocidad... En fin, si algo tenía era tiempo para entrenarse, ¿o no?

«¿Para qué? ¿Entrenarme para qué?»

El pensamiento amargó el aire nocturno que soplaba desde los ríos. La libertad que había sentido se esfumó como una neblina. Se estaba entrenando para nada. Se estaba entrenando porque no podía soportar yacer junto a Elene mientras sus pensamientos, sus emociones y su lujuria pugnaban en su interior. Alternaba entre el deseo de arrancarle la ropa y tomarla de cualquier manera y el de zarandearla y gritarle. Le daba miedo la intensidad de esas emociones, la manera en que se solapaban. Eso no era hacer el amor. Que se le pasara siquiera por la cabeza lo ponía enfermo.

Saltó por encima de otra calle ancha y de una pareja que paseaba cogida del brazo, y oyó sus preguntas sorprendidas: «¿Acaba de pasarnos volando algo por encima?». Se rió en voz alta y todos sus pensamientos se disolvieron en el licor de adormidera de la acción, el movimiento, la libertad.

Descendió y pasó junto a una pandilla que esperaba para tender una emboscada al primer borracho que fuese a dar en su callejón, Kylar se sintió plenamente vivo. Ni siquiera necesitaba sus poderes. Estaba pisando la calle, sin más, con todos los sentidos a punto, todas las fibras de su cuerpo prestas para actuar: si uno de los pandilleros lo descubría, tendría que usar sus poderes, huir, atacar, saltar, agacharse, esconderse... algo. Al pasar al lado de un matón que llevaba un cuchillo en una mano y una bota de vino en la otra, pudo hasta olerlo. Tuvo que regular su respiración para acompasarla a la del maleante y que no lo oyera, tuvo que tantear a cada paso, tuvo que observar la luz cambiante de la luna según la cubrieran o no las nubes, tuvo que vigilar las caras de los cuatro jóvenes mientras estos bromeaban, charlaban y se iban pasando una pipa de hierba jarana.

—¡Eh, a callar! —dijo el hombre que tenía más cerca—. Nunca vendrá nadie si no paráis de hablar, idiotas.

Los hombres callaron. El matón pasó la mirada directamente por encima de Kylar, que tuvo que contener una exclamación: había algo en los ojos de aquel hombre. Algo oscuro que provocaba una especie de picor en algún lugar recóndito de la mente de Kylar.

Callejón abajo, un hombre salió dando tumbos de una taberna. Se apoyó en una pared y después se volvió para caminar hacia la emboscada.

«¿Qué estoy haciendo?» Kylar cayó en la cuenta de que ni siquiera tenía un plan. «Estoy loco. Tengo que salir de aquí.» No había faltado a su palabra a Elene. Todavía no. A fin de cuentas, nunca había prometido no salir de noche. Había jurado no matar.

Tenía que irse. Ya. Si empezaban a pegar al borracho, no sabía qué iba a hacer. O quizá sabía exactamente qué iba a hacer, y no podía hacerlo.

El ka’kari salió rezumando por sus poros como una pátina de aceite negro iridiscente. Cubrió su piel y su ropa en un instante, resplandeció por un brevísimo momento y Kylar desapareció.

Uno de los maleantes del otro lado del callejón frunció el ceño y abrió la boca, pero cambió de idea y sacudió la cabeza, convencido de que lo que creyese haber visto debían ser imaginaciones suyas.

Kylar saltó un metro y medio hacia arriba y se agarró al borde del tejado. Subió a pulso y empezó a alejarse corriendo. Cuando oyó un grito y lo que podía ser el sonido de una porra golpeando carne, no se detuvo. No miró.

Estaba solo a cuatro manzanas de distancia, todavía huyendo en dirección a casa de la tía Mia, cuando vio a una chica a la que seguían tres rufianes más.

¿Qué demonios hacía por la calle a esas horas? Cualquier habitante de aquella parte de la ciudad debía saber lo estúpido que era que una chica, guapa y de pelo dorado, por supuesto, circulase sola.

No era asunto suyo. Pelo Dorado miró por encima del hombro y Kylar distinguió su cara surcada de lágrimas. Estupendo. Una cría estúpida y sensiblera comportándose como tal.

Se detuvo. «Maldita sea. No puedes salvar el mundo, Kylar. No eres realmente el Ángel de la Noche. Solo eres una sombra y las sombras no pueden tocar nada.»

Volvió a maldecir, en voz alta esta vez. En la calle de abajo, los cuatro personajes del pequeño melodrama alzaron la vista hacia el tejado pero, por supuesto, no lo vieron. No lo vieron saltar a la calle y empezar a seguirlos.

Si la pillaban, tendría que matarlos. Tendría que hacerles daño para quitárselos de encima, y luego, ¿qué? ¿Les pegaría una paliza como un hombre invisible? ¿Dejaría que divulgaran esos cuentos? Tarde o temprano alguien lo acabaría relacionando con el Ángel de la Noche, y entonces todo se iría al garete. No, si la pillaban y se veía obligado a faltar a la promesa que hizo a Elene, no se andaría con medias tintas. De manera que solo tenía una posibilidad: asegurarse de que no la pillaran.

Pelo Dorado tomó su primera decisión sensata en toda la noche y echó a correr. Los matones se separaron y se lanzaron tras ella. Kylar sacó a Sentencia de su espalda, pero sin quitarle la funda. Se situó corriendo detrás de un matón, midió el ritmo de sus pasos y le metió la espada envainada entre las piernas a media zancada. El tipo cayó de bruces, y su compañero apenas tuvo tiempo de mirar por encima del hombro antes de dar también con sus huesos en el suelo.

Los dos matones maldijeron, pero no eran demasiado brillantes. Se pusieron en pie y echaron a correr de nuevo en pos de la chica; no tardaron en volver a acortar la distancia. En esa ocasión, Kylar zancadilleó a uno para que chocara contra el otro. Los rufianes cayeron en una maraña de extremidades y empezaron a insultarse y pegarse entre ellos. Para cuando se levantaron, la chica había desaparecido.

Kylar perdió de vista a la joven y al último matón. Se encaramó a un tejado de un salto y salió disparado a buscar a la chica. Mientras corría se desprendió de su invisibilidad para poder volcar en la velocidad todo su Talento. Después de surcar volando unos cuantos tejados más, volvió a avistar a Pelo Dorado. Le faltaba una manzana para llegar a la única casa de una oscura calleja con una luz encendida en la ventana. Sin duda se trataba de su hogar.

Entonces Kylar vio al último matón, que se aproximaba por una travesía ante la que tendría que pasar Pelo Dorado. El tipo la vio y se ocultó entre las sombras.

No había tiempo. Kylar todavía se hallaba a más de una manzana de ellos. Aceleró hasta el borde de un edificio y saltó por encima de Pelo Dorado, desenvainando a Sentencia antes de aterrizar en la callejuela, justo enfrente del matón.

El hombre había sacado un cuchillo, y en un instante Kylar vio en las oscuras lagunas de sus ojos un odio profundo e irracional, fruto de algún desaire imaginario. El tipo había asesinado antes y pensaba matar a Pelo Dorado esa noche. Kylar ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía. Y al ver esa oscuridad que exigía la muerte, cayó en la cuenta de que ya la había visto antes. La había visto en los ojos del príncipe Ursuul. Solo después había decidido que debían de haber sido imaginaciones suyas.

Se produjo un momento de silencio estupefacto mientras el matón y el Ángel de la Noche se miraban a los ojos.

—¿Madre? ¿Padre? —gritó la chica mientras cruzaba por delante del callejón.

El matón atacó y Sentencia saltó como un rayo, le atravesó el plexo solar, le vació de aire los pulmones y lo clavó contra la pared.

Al otro lado de la esquina se abrió una puerta y alguien hizo pasar a Pelo Dorado entre una tormenta de disculpas farfulladas, perdones y lágrimas. Kylar dedujo que se había peleado con sus padres por algún motivo que ninguno recordaba ya y que la chica se había marchado airada de casa.

El matón se estremeció. Luchaba por respirar, pero no podía porque Sentencia le había hundido las costillas y se las había empotrado en el diafragma. Tenía las piernas totalmente flácidas. Debía de tener la columna dañada, porque lo único que lo mantenía en pie era la espada que lo sujetaba a la pared.

Ya estaba muerto, solo que todavía no lo había comprendido.

«Maldito sea, ¿qué he hecho?» Kylar retiró Sentencia y el matón cayó. Con un movimiento desapasionado, Kylar le clavó la espada en el corazón. Hecho eso, no tenía más remedio que terminar el trabajo. No podía dejar el cuerpo allí. Era poco profesional, y su descubrimiento sin duda echaría por tierra la precaria felicidad que le llegaba a través de las ventanas abiertas. Había un poco de sangre en la pared, de modo que la secó con la capa del cadáver y después frotó tierra por encima.

Dentro, todo era alegría y reconciliación. La madre servía un pucherito de ootai y parloteaba sobre lo preocupados que habían estado. La chica contaba la historia de cómo la habían seguido, había huido corriendo aterrorizada y por alguna razón los perseguidores no paraban de caerse al suelo.

Kylar sintió una punzada de orgullo, seguida de asco ante la dulzura doméstica que emanaba toda la escena.

No, era mentira. No sentía asco. Se sentía conmovido. Conmovido y profundamente solo. Lo habían dejado fuera, en las calles con los muertos, a solas. Cubrió la sangre del suelo con tierra y tapó con telas las heridas del cadáver.

—Alabado sea el Dios —dijo la madre—. Tu padre y yo hemos rezado por ti todo el rato.

«Ese soy yo —pensó Kylar mientras se cargaba el cuerpo al hombro—, la respuesta a las oraciones de todo el mundo. Menos las de Elene.»

—¿Por qué iba nadie a destruir un ka’kari, Neph? —El rey dios caminaba de un lado a otro en uno de sus salones.

—Los sureños con frecuencia son ilógicos, santidad.

—Pero, sin duda, esos héroes que supuestamente destruyeron los ka’kari, Garric Matasombras, Gaelan Fuego de Estrella, Ferric Cordefuego... sin duda debieron de ser brujos natos. Sin formación como meisters, claro está, pero con Talento. Unos guerreros así podrían haber enlazado los ka’kari ellos mismos. ¿Y no lo hicieron? ¿Estamos diciendo que al menos tres guerreros prefirieron destruir unos artefactos que podrían haberlos vuelto diez veces más poderosos de lo que ya eran? Los grandes hombres no son tan desinteresados.

—Santidad —dijo Neph—, intentáis duplicar los procesos cognitivos de unas personas que ensalzan las virtudes de la debilidad. Son gente que antepone la compasión a la justicia, la piedad a la fuerza. La suya es una filosofía enferma, una suerte de locura. Pues claro que hacen cosas inexplicables. Mirad con qué ímpetu se precipita Terah de Graesin hacia su perdición.

El rey dios le quitó importancia con un gesto.

—Terah de Graesin es una necia, pero no todos los sureños lo son. Si lo fueran, mis antepasados los habrían invadido hace siglos.

—Sin duda lo habrían hecho —dijo Neph Dada—, de no ser por las incursiones desde los Hielos.

Garoth hizo otro ademán de incredulidad. El meister medio siempre había sido más poderoso que el mago medio, a menudo tenía más compañeros de magisterio y él y sus camaradas no estaban divididos en escuelas mal avenidas y repartidas por todo Midcyru. Los ejércitos khalidoranos eran tan buenos como la mayoría y mejores que muchos. A pesar de esas ventajas, las ambiciones de los reyes dioses se habían visto frustradas una y otra vez.

—Siento una... oposición —dijo Garoth.

—¿Oposición, santidad? —preguntó Neph. Tosió y jadeó.

—A lo mejor estos sureños se creen de verdad lo que predican sobre la piedad y la protección de los débiles, aunque nuestra experiencia aquí me indica lo contrario. Sin embargo, la llamada del poder no es fácil de desoír, Neph. Tal vez un santo de sus credos podría destruir un ka’kari aunque fuera capaz de usarlo, pero ¿cómo han podido desaparecer los seis ka’kari y mantenerse ocultos durante tanto tiempo? Estamos hablando de generaciones de santos, en las que cada nuevo guardián es tan virtuoso como su antecesor. No tiene sentido. Alguno de ellos hubiese flaqueado.

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