—Estudio teología —respondí.
—¿Teología?
—Sí. Estudio para ser ministro del Señor.
Al oír esto me miró con curiosa intensidad; pero después desvió otra vez la mirada.
—Entonces hay ciertas cosas que usted debería saber —dijo, al fin.
—Tengo un gran deseo de saber —dije—. ¿A que se refiere usted?
Me miró de nuevo, pero sin responder a mi pregunta.
—Me gusta su aspecto —dijo—. Me parece usted un joven modesto.
—¡Oh, muy modesto! —exclamé, olvidando mi modestia.
—Me parece que es usted juicioso —continuó.
—¿Ya no le parezco frívolo, entonces?
—Me mantengo en lo que dije sobre la gente que niega el poder de los muertos para volver: ¡es tonta!
El hombre dio con su bastón unos golpes sobre el suelo.
Titubeé un momento y bruscamente exclamé:
—¡Usted ha visto un fantasma!
No pareció sorprenderse de mis palabras.
—Lo he visto, sí, señor —respondió con dignidad. —Para mí esto no es una cuestión de fría teoría. No he tenido que husmear en viejos libros para saber lo que debo creer. ¡Yo sé! Con mis propios ojos he visto ante mí el espíritu de una persona muerta, como le veo a usted ahora.
Y sus ojos, al decir estas palabras, miraban como si vieran cosas extrañas. Me sentí impresionado. Me conmovió su credulidad.
—¿Fue terrible? —pregunté.
—Soy un viejo soldado. No me asustó.
—¿Dónde pasó eso? ¿Cuándo lo vio? —pregunté.
Me miró recelosamente y comprendí que iba demasiado aprisa.
—Perdóneme que no entre en detalles —dijo—. No tengo derecho a hablar ampliamente. Ya he hablado más de lo que debía porque no puedo soportar que se trate de estas cosas con frivolidad.
Recuerde en el futuro que ha visto usted a un viejo honesto que le ha dicho, bajo palabra de honor, que ha visto un fantasma.
Se levantó, como si considerase que había hablado lo bastante. Reserva, timidez, orgullo, el temor de que me riera de él, posiblemente el recuerdo de ocasiones en que habría sido objeto de burla… Todo esto, posiblemente, pesaba en su ánimo; pero sospeché que por otra parte la garrulidad de los años le había soltado la lengua, con el sentido de soledad y la necesidad de comprensión y también, tal vez, llevado por la amistad que había tenido la generosidad de demostrarme. Evidentemente, habría sido una imprudencia presionarlo y esperaba verle otra vez.
—Para dar mayor peso a mis palabras —agregó— permítame que le diga mi nombre: capitán Diamond, señor. He servido muchos años.
—Espero tener el gusto de verle otra vez —dije.
—Lo mismo le digo, señor.
Y blandiendo el bastón en un gesto simuladamente amenazador, pero en realidad amistoso, se marchó.
Pregunté a dos o tres personas, seleccionadas con discreción, si sabían algo del capitán Diamond, y ninguna de ellas me aclaró nada. Al fin, de pronto, me di una palmada en la frente y tratándome de idiota me di cuenta de que había descuidado una fuente de información a la cual nunca había recurrido en vano. La excelente persona a cuya mesa habitualmente comía y que dispensaba su hospitalidad a estudiantes, a tanto la semana, tenía una hermana tan buena como ella y de conversación más variada. Esta hermana, conocida con el nombre de Miss Deborah, era una solterona en toda la acepción de la palabra. Era deforme y nunca salía de su casa. Pasaba el día sentada junto a la ventana, entre una jaula de pájaros y una maceta con flores, cosiendo pequeños artículos, misteriosas cintas y chorreras. Me aseguraban que eran una excelente costurera y que su trabajo era muy bien cotizado. A pesar de su deformidad y de su retiro, tenía una cara pequeña, fresca y redonda, y una imperturbable serenidad de espíritu. Era ingeniosa y muy observadora y gozaba con una buena conversación amistosa. Nada le gustaha tanto como que uno —especialmente si se trataba de un estudiante de teología— tomara una silla y se sentara a su lado, junto a la ventana soleada, para una «charla» de veinte minutos. «Bueno, señor —solía decir—, ¿cuál es la última monstruosidad en la crítica bíblica?» Porque solía fingirse horrorizada por las tendencias racionalistas de la época. Pero tenía su péqueña filosofía inexorable y estoy convencido de que era una racionalista más aguda que ninguno de nosotros y de que si se lo hubiera propuesto habría planteado cuestiones que podían desconcertar a la mayoría de nosotros. Su ventana dominaba toda la villa o quizá todo el país. Se enteraba de todo cantando, con su pequeña voz cascada, sentada en su baja mecedora. Era la primera en enterarse de todo y la última en olvidarlo. Se sabía al dedillo todos los chismes de la villa y lo sabía todo de gente que no conocía personalmente, que no había visto nunca. Cuando le preguntaba cómo sabía tantas cosas, me respondía: «¡Oh, yo observo!» Y una vez me dijo: «Observe con atención y no importa donde se encuentre usted. Puede encontrarse encerrado en un armario, a oscuras. Todo lo que necesita es empezar con algo; una cosa lleva a otra y todas las cosas están relacionadas. Enciérrenme en un armario y al poco rato observaré que unas partes están más oscuras que otras. Después de esto, denme tiempo, les diré lo que el presidente de los Estados Unidos va a cenar.» Una vez le lancé un cumplido: «Su observaaán es tan fina como su aguja y sus palabras tan seguras como sus puntadas.»
Naturalmente, Miss Deborah había oído hablar del capitán Diamond. Se había hablado mucho de él años atrás, pero había sobrevivido al escándalo relacionado con su nombre.
—¿En qué consistía el escándalo? —pregunté.
—Mató a su hija.
—¿La mató? ¿Cómo?
—¡Oh, no con una pistola, ni con un puñal, ni con una dosis de arsénico! Con su lengua. ¡Y que me digan de la lengua de las mujeres! Le echó una maldición, una terrible maldición, y la chica murió.
—¿Qué había hecho la hija?
—Había recibido la visita de un joven que la quería apasionadamente y a quien él había prohibido entrar en la casa.
—¡La casa! —exclamé—. ¡Ah, sí! Una casa de campo, a dos o tres millas de aquí, en un cruce de caminos, en un lugar solitario…
—¡Ah, usted sabe algo de la casa!
—Un poco —contesté—. La he visto. Pero me gustaría que me contara usted algo más.
Pero Miss Deborah se mostró insólitamente poco propicia a la comunicación.
—¿No me llamará usted supersticiosa? —dijo.
—¿A usted? Usted es la quintaesencia de la razón pura.
—Bueno, cada hilo tiene su defecto, cada aguja su puntito de moho. Preferiría no hablar de esa casa.
—No sabe usted cómo excita mi curiosidad.
—Lo siento por usted. Pero me pondría nerviosa.
—¿Qué daño puede hacerle a usted hablarme de la casa?
—Lo hizo a una amiga mía.
Miss Deborah hizo un positivo movimientode cabeza.
—¿Qué había hecho su amiga?
—Me había explicado el secreto del capitán Diamond, que él le había revelado con mucho misterio. Había sido novia suya, en otros tiempos y se le confió. Le recomendó que no lo repitiera a nadie y le aseguró que si lo hacía le sucedería algo terrible.
—¿Y que le pasó?
—Se murió.
—Bueno, todos somos mortales —dije yo—. ¿Había prometido algo, su amiga?
—No lo había tomado en serio, no le había creído. Me repitió la historia a mí y tres días después sufría una inflamación de los pulmones. Un mes más tarde, sentada donde me siento ahora, cosía su mortaja. Desde entonces no he contado a nadie lo que ella me dijo.
—¿Es algo muy raro?
—Es extraño, pero es también ridículo. Es una cosa que puede hacer estremecer, pero lo mismo puede dar risa.
Pero no se preocupe por mí. No voy a hablar. Estoy segura de que si se lo contara, me pincharía en seguida con una aguja y al cabo de una semana moriría de tétanos.
Me retiré sin insistir más para que Miss Deborah me contase su secreto. Pero cada dos o tres días, después de la comida, iba a su casa y me sentaba un rato junto a su mecedora. No hice ninguna otra alusión al capitán Diamond. Callaba, cortando cintas con sus tijeras. Por fin, un día, me dijo que yo parecía estar triste, que me veía pálido.
—Estoy muriendo de curiosidad —dije—. He perdido el apetito. Ni siquiera he comido.
—Acuérdese de la esposa de Barbarroja —me dijo Miss Deborah.
—Lo mismo se puede morir de una estocada que de hambre —contesté.
No dijo nada aún y yo me levanté, hice un gesto melodramático y me dispuse a marcharme. Cuando estaba ya en la puerta me llamó y me señaló la silla que acababa de dejar.
—Nunca he tenido el corazón duro —dijo—. Siéntese y si hemos de morir, moriremos juntos.
En pocas palabras me contó lo que sabía del secreto del capitán Diamond.
—Era un hombre de carácter iracundo y aunque amaba mucho a su hija, su voluntad era ley. Había escogido un esposo para ella y se lo había comunicado. La madre había muerto y vivían los dos solos. La casa era un aporte matrimonial de la señora Diamond. Tengo entendido que el capitán no tenía ni un céntimo. Después del casamiento se habían instalado en la casa y el capitán se dedicaba a trabajar la tierra. El enamorado de la chica era un joven de Boston, con patillas. Una noche el capitán los sorprendió juntos; agarró al joven por el cuello y lanzó una maldición contra la hija. El Joven gritó que la chica era su esposa, el capitán le preguntó a ella si era verdad y la chica contestó que no. Entonces, el capitán, más furioso, repitió la maldición, le dijo que se fuera de la casa y la repudió. La chica se desmayó y el padre, furioso, se fue. Unas horas más tarde, regresó y encontró la casa desocupada. Sobre la mesa había una nota del joven en la cual le decía que había matado a su hija y que como marido se consideraba con el derecho a enterrar el cadáver. ¡Se lo había llevado en un coche! El capitán Diamond le eseribió una carta diciéndole que no creía que su hija hubiera muerto, pero que en todo caso, estaba muerta para él. Una semana más tarde, a medianoche, se le apareció el fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El fantasma reapareció varias veces y llegó a presentarse regularmente. El viejo se sentía incómodo, porque con el tiempo su ira se había calmado y se había transformado en pena. Determinó dejar la casa y trató de venderla o de alquilarla; pero se había divulgado el rumor de las apariciones del fantasma, que ya otras personas habían visto; la casa tenía mala fama y era difícil deshacerse de ella, que era, con la tierra, la única propiedad del hombre. No tenía otros medios de subsistencia. Si no podía vivir en ella ni podía alquilarla, estaba condenado a vivir de la mendicidad. Pero el fantasma se mostraba implacable, como en su día se mostró él. Se resistió durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la capa, recogió sus cosas y se dispuso a marchar y mendigar su pan. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un trato. «Déjame la casa —le dijo—.
La quiero para mí. Vete a vivir en otro lugar. Pero como no tienes medios de vida, seré su inquilino. Te pagaré una renta.» Y el fantasma señaló una cantidad. El capitán aceptó y cada trimestre va a cobrar la renta.»
Me reí de esta historia, pero confieso que me había impresionado porque venía a confirmar lo que yo había observado. ¿No había presenciado una de las visitas trimestrales del capitán, no le había visto mirando cómo su casero contaba el dinero de la renta y cuando él se retiraba en la oscuridad con una pequeña bolsa de monedas escondida en los pliegues de su capa? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de mis reflexiones, porque estaba resuelto a que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de recrearla con mi historia en su plena madurez.
—¿No tiene el capitán Diamond ningún otro medio de vida conocido?
—Ninguno. No trabaja y el fantasma le mantiene. Una casa en que se aparecen los muertos es una propiedad muy valiosa.
—¿Con qué moneda paga el fantasma?
—En buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la chica. Resulta una curiosa mezcla de materia y espíritu.
—¿Se porta de una manera decente, el fantasma? ¿Paga una buena renta?
—Tengo entendido que el viejo vive dignamente y que tiene su pipa y sus tragos. Alquiló una pequeña casa junto al río; la puerta da a la calle y hay un pequeñno jardín ante ella. Allí pasa los días, al cuidado de una mujer de color. Hace algunos años, solía pasearse bastante; era una figura conocida en la villa y mucha te conocía su leyenda. Pero últimamente se ha retirado en su concha y la curiosidad lo ha olvidado. Supongo que el hombre chochea ya. Pero estoy segura —dijo Miss Deborah como conclusión— que no sobrevivirá a sus facultades o a su capacidad de andar, porque si no recuerdo mal, una parte del trato era que tiene que ir personalmente a cobrar la renta.
No pareció que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss Deborah.
Continué viéndola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, ni más ni menos activa que de costumbre.
Fui más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas quedaron defraudadas, porque no encontré al capitán Diamond allí. Pero tenía una perspectiva de ver compensada mi decepción. Deduje que las visitas del viejo a la casa eran hechas en el último día de cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de diciembre y me parecía probable, por consiguiente, que volvería allí el treinta y uno de marzo. Se aproximaba la fecha… Al fin llegó. Acudí tarde a la casa dando por supuesto que la hora de la cita era la del crepúsculo. No me equivoqué. Hacía un rato que me paseaba por los alrededores, como si yo mismo fuera un fantasma, cuando el hombre apareció de la misma manera que en la ocasión anterior, con la misma indumentaria. De nuevo me escondí y observé cómo procedía al mismo ceremonial. Aparecieron las luces, una tras otra, en la rendija de cada ventana entre los postigos y yo abrí la ventana que había cedido a mi curiosidad tres meses antes. De nuevo vi la gran sombra en la pared, quieta y solemne. Pero no vi nada más. El viejo salió por fin, hizo sus fantásticos saludos ante la casa y desapareció en la oscuridad.
Un día, transcurrido más de un mes, volví a encontrarlo en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba lleno de las voces de la primavera. Los pájaros habían regresado y cantaban sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba entre las plantas. El viejo estaba sentado al sol, todavía envuelto en su capa enorme y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran señor oriental que diera la señal para mi decapitación, pero era evidente que estaba contento de verme.