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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas

 

«13 cuentos de fantasmas» reúne los más destacados relatos de Henry James pertenecientes al género de la «ghost story». En palabras de Italo Calvino («Cuentos fantásticos del XIX»): «Los fantasmas de Henry James son muy evanescentes: pueden ser encarnaciones del mal sin rostro o sin forma, como los diabólicos criados de Vuelta de tuerca, o apariciones bien visibles que dan forma tangible a un pensamiento dominante, como en Sir Edmund Orme, o mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de lo sobrenatural, como en El alquiler espectral. En uno de los cuentos más sugestivos y emocionantes, La esquina alegre, el fantasma apenas entrevisto por el protagonista es el mismo que él habría sido si su vida hubiese tomado otro camino; en La vida privada hay un hombre que sólo existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir.»

Henry James

13 cuentos de fantasmas

ePUB v1.0

Creepy
23.08.12

Título original:
13 cuentos de fantasmas

Henry James, 2010.

Traducción: Juan Antonio Molina Foix

Editor original: Creepy

ePub base v2.0

ROMANCE DE LA ROPA ANTIGUA

The Romance of Certain Old Clothes (1868)

Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.

Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha, pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó un viaje por Francia. En su vigési—motercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas, con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados acierta agradable brusqueriey originalidad pro—pia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar un indicio.

En aquella época las dos hermanas estaban en plena lozanía de su juvenil floración; cada una de ellas, por supuesto, manifestaba esta natural brillantez de la manera que más le cuadraba. Eran disímiles tanto en apariencia como en carácter. Viola, la mayor —de veintidós años recién cumplidos—, era alta y clara, de calmosos ojos grises y cabellos de color castaño rojizo: un muy remoto parecido con la Viola de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino como una criatura morena (con permiso de ustedes), pero delgada, briosa, plena de las más tiernas y elevadas emociones. La señorita Willoughby, con su intensa blancura de piel, sus bien torneados brazos, su majestuosa estatura y su pausado hablar, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto unas calzas y una camisa masculinas; y, a decir verdad, siendo una belleza muy corpulenta, acaso es una suerte que no lo hiciera. También Perdita habría debido cambiar la dulce melancolía de su nombre por algo más en consonancia con su aspecto y temperamento. Era morena a ultranza, baja de estatura, ligera de pies, con ojos oscuros plenos de fuego y animación. Desde niña había sido una criatura de sonrisas y alegría; y, cuando uno hablaba con ella, lejos de hacerlo esperar como era costumbre en su bella hermana (quien lo estudiaba a uno con sus más bien fríos ojos grises), le daba a escoger entre media docena de respuestas antes de que uno hubiera terminado de pronunciar sus frases.

Las jóvenes se alegraron muchísimo de volver a ver a su hermano; mas se descubrieron bastante capaces de reservar cierta porción de entusiasmo para destinarla al amigo de su hermano. Entre sus propios amigos y vecinos, la belle jeunesse de la colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios admiradores devotos, y unos dos o tres que gozaban de la reputación de irresistibles galanes y conquistadores. Pero los lugareños ardides y la algo ruda galantería de estos honrados colonos incipientes quedaron completamente eclipsados ante la buena apariencia, las elegantes ropas, el respetuoso empressement, la perfecta cortesía, la inmensa cultura, del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún dechado: era un franco, resuelto, instruido joven, rico en libras esterlinas, en salud y anodinas espe—ranzas, y en un pequeño capital de afectos por invertir. Pero era un caballero; poseía un hermoso rostro; había estudiado y viajado; hablaba francés, tocaba la flauta y declamaba versos con muy buen gusto. Había una docena de razones para que de sopetón la señorita Willoughby y su hermana menor se volvieran sobremanera exigentes en su elección de amistades masculinas. La imaginación de la mujer está particularmente adaptada a las diversas pequeñas convenciones y misterios de la buena sociedad. La conversación del señor Lloyd les reveló a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra muchísimo más de lo que él creyó sobre las personas de alcurnia de las capitales europeas. Era fascinante sentarse a oír charlar a él y Bernard sobre las personas extraordinarias y las cosas extraordinarias que ambos habían visto. Tras el té toda la familia solía reunirse alrededor de la chimenea, en el saloncito revestido de madera —por entonces inocente de cualquier propósito de resultar pintoresco o de resultar cualquier otra cosa, a decir verdad, salvo económico, de tal modo que se habían ahorrado los gastos de papeles pintados y colgaduras—, y los dos jóvenes aludían discretamente el uno para el otro, desde los extremos opuestos de la alfombra, esta, esa y aquella aventura. Muchas veces Viola y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber exactamente de qué aventura se trataba, y dónde ocurrió, y quién participó, y qué llevaban puesto las mujeres; mas en aquel tiempo no se consideraba correcto que una joven bien educada interviniese en la conversación por iniciativa propia o formulase excesivas preguntas; y por lo tanto las pobres muchachas se parapetaban ansiosas detrás de la curiosidad, más lánguida —o más discreta—, de su madre.

Que las dos eran muy atractivas fue algo que Arthur Lloyd no tardó en descubrir; pero necesitó más tiempo para decidir cuál poseía mayores encantos. Tuvo un fuerte presagio —una sensación de una naturaleza demasiado enteramente alegre para aplicarle el califi—cativo de ominosa— de que estaba destinado a llevar al altar a una de ellas; sin embargo era incapaz de llegar a una preferencia, y para tal ceremonia ciertamente era indispensable una preferencia, por cuanto Lloyd tenía demasiada sangre joven como para avenirse a la idea de elegir echándolo a suertes y verse desposeído del celestial deleite de enamorarse. Resolvió tomarse las cosas con calma y aguardar hasta que hablara su corazón. Mientras tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Willoughby hacía gala de una digna indiferencia ante sus «intenciones», tan lejana de despreocuparse de la honra de sus hijas como de mostrar esa insoportable alacridad por hacerlo comprometerse que tantísimas veces él, en su calidad de joven con posibles, había notado en las venerables damas de sus islas natales. En cuanto a Bernard, lo único que él pedía era que su amigo tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las propias lindas criaturas, por mucho que cada una anhelara secretamente el monopolio de las atenciones del señor Lloyd, se ciñeron a un proceder muy decoroso y humilde y discreto.

En su trato mutuo, empero, ellas estaban algo más a la ofensiva. Eran buenas amigas fraternas, entre las cuales habría hecho falta más de un día para que germinara y fructificara la semilla de los celos; pero ambas pensaban que esa semilla había quedado sembrada el día en que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una determinó que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría la decepción en silencio, y que nadie llegaría a sospechar nada; pues, aunque sentían un fuerte amor, asimismo sentían una fuerte soberbia. Pero cada una rezaba en secreto, pese a todo, para que sobre ella recayera la gloria. Tuvieron necesidad de una gran cantidad de paciencia, de autodominio y de disi—mulo. En aquel tiempo, una joven que se preciara no podía permitirse hacer ninguna insinuación, ni casi responder, de hecho, a las que se le hacían. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en su asiento con la mirada en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el mágico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd estaba obligado a llevar a cabo su cortejo en el saloncito revestido de madera, bajo la mirada de la señora Willoughby, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que era posible intercambiar un centenar de minúsculas señas y promesas sin que las detectara ninguno de aquellos tres pares de ojos. Las dos muchachas compartían la misma habitación y el mismo lecho, conque durante largas horas estaban juntas cada una bajo la observación directa de la otra. Empero, el saberse recíprocamente espiadas no introdujo ni un ápice de diferencia en los pequeños servicios que se prestaban mutuamente, ni en las diversas tareas domésticas que desempeñaban en común. Ninguna desertó ni titubeó ante las silenciosas baterías de la mirada de su hermana. El solo cambio notable que se verificó en sus costumbres fue que ahora tenían menos cosas que contarse una a otra. Era imposible hablar sobre el señor Lloyd y era ridículo hablar sobre cualquier otra cosa. Por tácito acuerdo empezaron a lucir sus mejores ropas y a emplear pequeños instrumentos de coquetería, en forma de cintas y moños y volantes, permitidos por la más incorruptible modestia. De esa misma guisa muda establecieron un pequeño pacto de sinceridad sobre estos delicados menesteres. «¿Quedo mejor así?», preguntaba Viola, prendiéndose al corpiño un conjunto de cintas y apartando del espejo la mirada para dirigírsela a su hermana. Solemnemente Perdita alzaba la vista de su propia labor y examinaba el ornato. «Creo que sería preferible que añadieras una lazada más», decía, con gran gravedad, mirando intensamente a su hermana con ojos que agregaban: «Palabra de honor.» Así estaban continuamente cosiendo y modificando sus faldas, y planchando sus muselinas, y urdiendo lociones y pomadas y cosméticos, como las mujeres del hogar del vicario de Wakefield. Transcurrieron unos tres o cuatro meses; ya era pleno invierno y Viola continuaba diciéndose que si Perdita todavía no era capaz de vanagloriarse de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero a estas alturas Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secretismo se había vuelto diez veces más precioso que el de su hermana.

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