Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (4 page)

—De una vez por todas, Viola —dijo—, no hay nada que discutir. Me sentiré gravemente disgustado si vuelves a hablarme de ese asunto.

—Qué bien —dijo Viola—. Me resulta muy agradable enterarme de la valía que se me atribuye. ¡Cielo santo —gritó—, qué mujer tan feliz soy! ¡Es maravilloso sentirse sacrificada a un capricho! —Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y decepción.

Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno a los sollozos de una mujer, y probó —puedo decir condescendió— a explicarse:

—No es un capricho, cariño, es una promesa —dijo—, un juramento.

—¿Un juramento? ¡Bonito motivo de juramentos! Y ¿a quién, si puede saberse?

—A Perdita —dijo el joven, alzando la mirada un instante, pero bajándola de inmediato.

—¡Perdita, ah, Perdita! —Y se desbordó el llanto de Viola. Su pecho se estremeció en tempestuosos sollozos: unos sollozos que eran la retardada reproducción del violento acceso de llanto que la invadiera la noche en que se enteró del compromiso de su hermana. Se había figurado, en sus mejores momentos, que sus celos habían desaparecido; mas he aquí que volvían a hervir tan fieros como siempre—. Y, si me haces el favor, ¿qué derecho —gritó— tenía Perdita a disponer de mi futuro? ¿Qué derecho tenía a obligarte a la mezquindad y la crueldad? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué bonito papel represento! ¡Tengo que conformarme con lo que Perdita dejó! Y ¿qué es lo que dejó? ¡Hasta ahora no lo había sabido! ¡Nada, nada, nada!

Esto fue un razonamiento muy endeble, pero un apasionamiento muy efectivo. Lloyd pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y trató de darle un beso, pero Viola lo rechazó con olímpico desdén. ¡Pobre hombre! Había ambicionado una mujer «diabólicamente atractiva», y la había conseguido. Fue insoportable aquel desdén. Salió de la estancia mientras le zumbaban los oídos, indeciso, turbado. Ante él estaba el secreter, y en éste la sagrada llave con que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y extrajo de un cajón secreto la llave, envuelta en un paquetito que él mismo había sellado con su propio noble blasón heráldico. Teneo, rezaba la divisa: «Yo guardo.» Pero no se atrevió a devolverla a su escondite. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.

—¡Quédatela! —gritó ella—. No la quiero. ¡La odio!

—Yo me lavo las manos de este asunto —dijo su marido—. ¡Dios me perdone!

Despectivamente la señora Lloyd se encogió de hombros y se fue de la estancia, mientras el joven se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde la señora Lloyd volvió y encontró la estancia ocupada por su pequeña hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Miró a la niña. La niña estaba subida en una silla, con el paquetito en las manos. Había roto el sello con sus propios deditos. Prestamente la señora Lloyd se apoderó de la llave.

A la hora habitual de la cena Arthur Lloyd regresó de su contaduría. Era el mes de junio y mientras la cena se servía todavía duraba la luz diurna. La comida estaba sobre la mesa, pero la señora Lloyd no comparecía. El criado a quien su señor envió en su busca, volvió diciendo que estaba vacía la habitación de su señora y que las sirvientas lo habían informado de que no había sido vista desde el almuerzo. Lo cierto es que se habían apercibido de su rostro lloroso y, suponiendo que se habría encerrado en su habitación, no habían querido molestarla. Su marido la llamó por su nombre por diversas partes de la casa, pero sin obtener respuesta. Por último se le ocurrió que tal vez la hallaría si se encaminaba al ático. La idea le produjo una extraña sensación de malestar, y les ordenó a los criados que permanecieran en la planta baja, no deseando ningún testigo de su búsqueda. Llegó al pie de las escaleras que conducían al piso superior y se detuvo con la mano en la barandilla, voceando el nombre de su esposa. Le tembló la voz. Llamó de nuevo, en tono más alto y firme. El único sonido que rompió el absoluto silencio fue un débil eco de su propia voz, que repetía su llamada bajo el gran alero. Pese a todo se sintió irresistiblemente impulsado a subir las escaleras. Desembocaban en una amplia sala, flanqueada de armarios de madera y rematada por una ventana orientada a poniente, que dejaba pasar los últimos rayos solares. Ante la ventana estaba el enorme baúl. Ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante salvó la distancia que los separaba, privado del habla. La tapa del baúl estaba abierta, exhibiendo, entre perfumadas fundas, su tesoro de telas y joyas. Viola había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra oprimida contra el corazón. En sus extremidades había la rigidez de la muerte, y en su rostro, a la moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que la muerte. Sus labios estaban entreabiertos en súplica, en consternación, en agonía; y en su exangüe cuello destacaban las horrendas huellas de los dedos de dos vengativas manos fantasmales.

EL ALQUILER ESPECTRAL

The Ghostly Rental (1876)

Tenía yo veintidós años y acababa de salir de la Universidad. Podía elegir libremente mi carrera y la elegí sin ninguna vacilación. A decir verdad, más adelante renuncié a ella de un modo no menos expeditivo, pero nunca lamenté aquellos dos años juveniles de experiencias confusas y agitadas, pero también agradables y fructíferas.

Me gustaba la teología y en mis últimos años de Universidad había sido un ferviente lector del doctor Channing. La suya era una teología atractiva y sustanciosa; parecía ofrecer la rosa de la fe deliciosamente despojada de sus espinas. Y además (porque me inclino a creer que esto tuvo una cierta relación con ello) me había encariñado con la vieja Facultad de Teología. Yo siempre había deseado encontrarme en la parte trasera de la comedia de la vida y opinaba que allí podía representar mi papel con ciertas posibilidades de éxito (al menos a mi entender) en esa sede apartada y tranquila de benigna casuística, con su respetable avenida a un lado y su perspectiva de verdes campos y de bosques al otro. Cambridge, para los amantes de los bosques y de las praderas, se ha estropeado desde aquellos tiempos, y su recinto ha perdido mucho de su paz mitad bucólica mitad estudiosa. Entonces era una sala de estudios en medio de los bosques… una mezcla encantadora. Lo que es hoy en día no tiene nada que ver con mi historia; y no tengo la menor duda de que aún hay jóvenes estudiantes obsesionados por cuestiones doctrinales que, mientras pasean cerca de allí en los atardeceres de verano, se prometen que más adelante disfrutarán de sus exquisitos ocios. Por lo que a mí respecta, no quedé decepcionado. Me instalé en una espaciosa habitación cuadrada y baja de techo en la que las ventanas se incrustaban en las paredes formando bancos; colgué en las paredes grabados de Overbeck y Ary Scheffer; ordené los libros según un elaborado sistema de clasificación en los huecos que había a ambos lados del alto manto de la chimenea, y me puse a leer a Plotino y a san Agustín. Entre mis compañeros había dos o tres hombres de mérito y de trato agradable con los que de vez en cuando bebía una copa junto al fuego; y entre arriesgadas lecturas, profundas discusiones, libaciones siempre de poca importancia y largos paseos por el campo, mi iniciación en el misterio clerical progresó de un modo no poco grato.

Trabé especial amistad con uno de mis compañeros y pasábamos mucho tiempo juntos. Por desgracia tenía un mal crónico en una rodilla que le obligaba a hacer una vida muy sedentaria, y como yo era un andarín inveterado, esto creaba cierta diferencia en nuestras costumbres. Yo solía emprender mi caminata cotidiana sin más compañero que mi bastón en la mano o el libro en el bolsillo. Pero siempre me había bastado estirar las piernas y respirar el aire libre y puro. Tal vez debería añadir que usar unos ojos muy penetrantes era para mí un goce comparable al de cualquier compañía. Mis ojos y yo éramos muy buenas amigos; eran observadores infatigables de todos las incidentes del camino, y mientras ellos se divirtieran yo me daba por contento. Lo cierto es que, gracias a sus costumbres inquisitivas tuve conocimiento de esta notable historia. Gran parte de los terrenos que rodean a la vieja ciudad universitaria son hoy bonitos, pero lo eran mucho más hace treinta años.

Las numerosas viviendas de cartón piedra que ahora adornan el paisaje, en dirección a las Waltham Hills, bajas y azules, aún no habían brotado; no había preciosas casitas que dejaran en mal lugar a los prados de poca hierba y a los jardines descuidados… yuxtaposición por la que, en años posteriores, ninguno de los elementos en contraste ha salido ganando. Ciertas veredas de hoy por lo que recuerdo eran más honda y auténticamente campestres y las casas solitarias en lo alto de largas pendientes herbosas bajo el olmo habitual que curvaba su follaje a medio aire, como las espigas exteriores de una gavilla de trigo, aparecían con sus cubiertas caídas, sin influencia alguna de los tejados franceses —viejas campesinas arrugadas por el tiempo, podríamos llamarlas, luciendo tranquilamente la cofia nativa, lejos de soñar con sombreros levantados ni con exponer indecentemente sus frentes venerables. Aquel invierno fue lo que se llama «abierto»; hizo mucho frío, pero hubo poca nieve; las carreteras estaban firmes y transitables.

Pocas veces me vi obligado, a causa del tiempo, a privarme de mi ejercicio. Una tarde gris de diciembre la emprendí en dirección a la ciudad vecina de Medford, y cuando volvía a un paso regular, al ver el tono pálido y frío —color rosa y ámbar desleído y transparente— del firmamento invernal en el ocaso, recordé la sonrisa escéptica en los labios de una mujer hermosa. Llegué, cuando oscurecía, a un camino estrecho por el cual no había pasado nunca y que ofrecía, a mi parecer, un atajo para llegar a mi alojamiento. Me encontraba a unas tres millas de éste y deseé reducir el recorrido a dos millas. Anduve unos diez minutos y me di cuenta de que el camino ofrecía un aspecto insólito en aquel paraje. Las huellas se veían viejas; la quietud parecía peculiarmente sensible. Pero junto al camino había una casa, de manera que, hasta cierto punto, aquello había sido lugar de tránsito… En un lado había un terraplén natural, elevado, en lo alto del cual se veía un pomar, cuyas ramas entrecruzadas hacían una inmensa tracería, negra y tosca, a través de la cual se veía el poniente fríamente rosado. No tardé en llegar a la casa y en seguida me interesé en ella. Me detuve y la observé con atención, sin saber por qué, con una vaga mezcla de curiosidad y de timidez. Era una casa como la mayoría de las del lugar, pero era, decididamente, una muestra hermosa de ellas. Se levantaba sobre un montículo herboso y en un lado tenía el alto olmo y en el otro la vieja tapadera negra del pozo. Era una construcción de vastas proporciones y su madera daba la impresión de solidez y de resistencia. Llevaba muchos años allí, pues la madera de la entrada y de bajo el alero, en gran parte bien tallada, me remitió, por lo menos, al siglo XVIII. Todo esto fue pintado alguna vez de blanco, pero la ancha espalda del tiempo, recostada cien años contra la madera, había dejado al descubierto el veteado. Frente a la casa había unos manzanos, más nudosos y fantásticos que otros, en general, que se veían en la oscuridad creciente ajados y exhaustos. Las persianas de todas las ventanas estaban mohosas, firmemente cerradas. Nada daba indicios de vida, allí. La casa parecía inexpresiva, fría y desocupada, pero cuando me aproximé me pareció notar algo familiar, una elocuencia audible. He pensado siempre en la impresión que me causó a primera vista aquella vivienda colonial gris, como una prueba de que la inducción puede, algunas veces, ser semejante a la adivinación, porque después de todo, no había nada aparente que justificara la seria inducción que yo había hecho. Retrocedí y crucé el camino. El último destello rojo del crepúsculo se desprendió, pronto a desvanecerse, y se posó un momento en la fachada de la vieja casa. Tocó con regularidad perfecta, la serie de pequeños plafones de la ventana en forma de abanico que había sobre la puerta y chispeó, fantásticamente. Se desvaneció y dejó la fachada intensamente oscura. En aquel momento me dije, con acento de profunda convicción: «En esta casa hay algún fantasma».

No sé cómo, lo creí inmediatamente y la idea, mientras yo no estuviera dentro, me causaba cierta satisfacción; la sugería el aspecto de la casa. Si me lo hubieran preguntado media hora antes, habría contestado, como correspondía a un joven que de manera explícita cultivaba un criterio burlón de lo sobrenatural, que no hay casas encantadas, casas con fantasmas. Pero la que veía ante mí daba un sentido vivo a palabras vacías: había sido espiritualmente esterilizada.

Cuanto más la miraba, más intenso parecía el secreto que escondía. Le di la vuelta y traté de mirar, aquí y allá, a través de alguna rendija entre las persianas y tuve la satisfacción pueril de empuñar el pomo de la puerta y de tratar de hacerlo girar. Si la puerta hubiera cedido, ¿habría entrado? ¿Habría penetrado en la quietud oscura del interior? Afortunadamente, mi audacia no fue puesta a prueba. La puerta era admirablemente sólida y no pude ni siquiera sacudirla. Al fin me alejé de la rcasa, echando de vez en cuando una mirada atrás. Continué mi camino y después de andar más trecho de lo deseado, llegué a la carretera. A cierta distancia del punto en el cual entraba el largo camino que he mencionado, había una casa, pequeña y de aspecto confortable, que podía señalarse como modelo de casa no encantada, en manera alguna de casa con fantasmas, que no tenía secretos siniestros y que gozaba de prosperidad creciente. Pintada de blanco, se la distinguía en la oscuridad y se veía el pórtico y su parra, cubiertos con paja para el invierno. Frente a la puerta había un viejo coche de un caballo, ocupado por dos visitantes que se iban. El vehículo se puso en marcha y a través de las ventanas de la casa sin cortinas, vi una sala iluminada por una lámpara, y en ella una mesa con el servicio de té, preparado como agasajo a los visitantes que acababan de salir. La dueña de la casa había salido hasta la puerta con sus amigos.

Continuó allí unos momentos después de desaparecer, crujiendo, el coche, en parte para ver cómo se alejaban y en parte para echarme una mirada de curiosidad cuando yo pasaba en la semioscuridad. Era una mujer joven y hermosa, de mirada penetrante. Me arriesgué a detenerme para hablar con ella.

—¿Podría usted decirme de quién es esa casa, a una milla de aquí, poco más o menos? La única…

Me miró un momento y me pareció que se ruborizaba.

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