Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (9 page)

—Supongo que mi padre no le ha enviado a usted para que me insulte.

Diciendo esto, se volvió rápidamente, tomó uno de los candelabros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló y al fin se sacó una bolsa y la tiró al suelo.

—Ahí tiene usted su dinero —dijo con aire majestuoso.

Quedé titubeando entre el asombro y la vergüenza y vi cómo la mujer pasaba al vestíbulo. Luego recogí la bolsa. Un momento después oí un grito prolongado y el ruido de algo que se caía en el suelo y la mujer volvió con pasos vacilantes a la sala, sin el candelabro.

—¡Mi padre! ¡Mi padre! —gritaba.

Con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.

—Su padre, ¿dónde? —pregunté.

—En el vestíbulo, al pie de la escalera.

Di un paso para ir a ver, pero la mujer me agarró de un brazo.

—¡En blanco! —gritaba la mujer—. En camisa.

—Su padre está en casa, en cama, muy enfermo —respondí.

Me miró fijamente, con ojos escrutadores.

—¿Muriéndose?

—Espero que no —tartamudeé.

La mujer lanzó un largo gemido y se cubrió la cara con las dos manos.

—¡Oh, Dios mío, he visto su fantasma! —gritaba.

No me soltaba el brazo y parecía demasiado asustada para dejarme.

—¡Su fantasma! —repetí, sorprendido.

—Es el castigo por mi larga locura —continuó diciendo.

—¡Ah! —dije yo—. Es el castigo pnr mi indiscreción, por mi violencia.

—¡Sáqueme usted de aquí, sáqueme! —gritaba la mujer, siempre agarrada a mi brazo—. No, por allí no, por piedad —agregó cuando me dirigí hacia el vestíbulo y la puerta delantera—. Por la puerta de atrás.

Y tomando el otro candelabro de encima de la mesa, me condujo a través de la pieza vecina hacia la parte trasera de la casa. Había una puerta que daba a una especie de fregadero en una huerta. Di vuelta a la aldaba mohosa, salimos y nos encontramos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante recogió su ropaje negro y pareció titubear durante unos instantes. Me sentía muy aturdido, pero mi curiosidad por aquella mujer superaba mi confusión. Agitada, pálida, extraña, la veía, a la escasa luz del anochecer, muy bella.

—Ha estado usted representando un papel extraordinario, estos años.

Me miró tristemente y parecía poco dispuesta a responderme.

—He venido absolutamente de buena fe —continué diciendo—. La última vez, hace tres meses… ¿Se acuerda usted? Me dio usted mucho miedo.

—Claro que ha sido un papel extraordinario —contestó al fin—. Pero era la única manera. —¿No le habría perdonado?

—Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.

Titubeé y luego pregunté:

—¿Dónde está su esposo?

—No tengo esposo. Nunca he tenido esposo.

Hizo un gesto que impedía nuevas preguntas y echó a andar rápidamente. Anduve a su lado alrededor de la casa, hacia la carretera, y la mujer continuaba diciendo:

—Era él… Era él.

Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó en qué dirección me iba yo. Señalé el camino por el cual había llegado y ella dijo:

—Me voy en otra dirección. ¿Va usted a ver a mi padre? —agregó.

—Directamente.

—¿Puede usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?

—Con mucho gusto, pero, ¿cómo voy a comunicarme con usted?

Pareció desconcertada y miró a su alrededor.

—Escríbame usted unas pocas palabras y ponga el papel debajo de esa piedra.

Me señaló una de las losas de lava que había junto al pozo. Le prometí que lo haría y ella se volvió.

—Conozco mi camino —dijo—. Todo está resuelto. Es una vieja historia.

Se alejó de mí a paso rápido y cuando se confundía con la oscuridad adquirió otra vez, con los oscuros y flotantes crespones de su vestimenta, la apariencia fantasmal que se me había aparecido por primera vez. La observé hasta que se hizo invisible y entonces abandoné el lugar. Volví a la ciudad a un paso ligero y me dirigí directamente a la casa amarilla próxima al lago. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y al no encontrar quien me cerrara el paso fui hacia la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Se fue a la gloria.

—¿Muerto?

Belinda se levantó, dejando oír una risita trágica.

—Ahora es un fantasma tan grande como cualquiera de ellos.

Penetré en la pieza y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Escribí aquella noche unas líneas que me proponía poner al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Dormí muy mal aquella noche —lo cual era lógico —y en mi desasosiego me levanté de la cama y di unos pasos por la pieza. Así fue como vi a traves de la ventana un gran resplandor rojo en el firmamento hacia el noroeste. Ardía una casa en el campo y evidentemente ardía aprisa, en la misma dirección de la escena de mis aventuras del atardecer de aquel mismo día. Mientras miraba al horizonte rojo recordé algo. Había apagado la vela que me iluminaba a mí y a mi acompañante hasta la puerta por la cual escapamos, pero no había pensado más en la otra, que la mujer se había llevado y se le había caído —cualquiera sabe dónde— en su consternación. Al día siguiente fui con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa del fantasma era un montón de vigas carbonizadas y de cenizas que cubrían el rescoldo. Los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el diablo, habían quitado la tapa del pozo, a la búsqueda de agua, las piedras sueltas habían sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y había en ella varios charcos.

SIR EDMUND ORME

Sir Edmund Orme (1891)

Aunque el fragmento no está fechado, al parecer este relato se escribió mucho después de la muerte de su esposa, que supongo es una de las personas a las que se alude. Sin embargo, no hay nada en esta extraña historia que permita confirmar tal suposición, aunque tal vez ello carezca de importancia. Cuando entré en posesión de sus efectos, encontré estas páginas en un cajón cerrado con llave, entre papeles que hacían referencia a la vida tan breve de la infortunada dama, muerta de parto un año después de su boda: cartas, memorandos, cuentas, fotografías amarillas, tarjetas de invitación. Esa es la única relación que he podido encontrar, y es muy posible, e incluso probable, que el lector la juzgue demasiado arriesgada para tener una base sólida. Reconozco que no tengo pruebas de que en este escrito se haya querido referir a hechos reales, lo único que puedo garantizar es la veracidad general de lo que cuenta. En cualquier caso, era algo escrito para sí mismo, no para los demás. Yo lo presento a los lectores, con pleno derecho para hacerlo, precisamente debido a su singularidad. Con respecto a la forma, que nadie olvide que se escribió exclusivamente para él mismo. No he cambiado nada salvo los nombres.

Si existe una historia en todo esto, puedo indicar el momento exacto en que empezó. Fue en un suave y plácido mediodía de domingo en el mes de noviembre, apenas salir de la iglesia, en el paseo lleno de sol. Brighton rebosaba de gente; estábamos en plena temporada y el día era aún más respetable que hermoso, lo cual contribuía a explicar la afluencia de paseantes. Hasta el mar azul era correcto; parecía dormitar con un leve ronquido —suponiendo que eso sea correcto— mientras la naturaleza predicaba un sermón. Después de haber estado escribiendo cartas durante toda la mañana, yo había salido para contemplarla un momento antes del almuerzo. Me apoyé en la balaustrada que separaba King's Road de la playa y creo que fumé un cigarrillo, cuando fui consciente de una insinuación de chanza al sentir que se apoyaba sobre mis hombros un ligero bastonciilo. Vi que se trataba de Teddy Bostwick, de los Fusileros, y que de este modo me invitaba a charlar.

Fuimos conversando mientras paseábamos —siempre se cogía al brazo de uno para demostrarle que perdonaba su escasa capacidad de comprender su sentido del humor— y miraba a la gente, saludaba a algunas personas, se preguntaba quiénes eran otras y difería en opinión en lo que se refiere a la belleza de las muchachas. No obstante, sobre Charlotte Marden estuvimos de acuerdo cuando la vimos avanzar hacia nosotros en compañía de su madre; y sin duda alguna hubiera sido difícil que alguien disintiera. El aire de Brighton siempre ha hecho parecer más hermosas a las muchachas sin atractivo, y a las atractivas mucho más hermosas, no sé si esa especie de hechizo sigue dándose. Sea como fuere, el lugar era excepcional para resaltar la belleza de la tez, y el encanto de la señorita Marden era tal que la gente se volvía para mirarla. Y bien sabe Dios que también a nosotros nos hizo detenernos o, al menos ésa fue una de las razones, porque ya conocíamos a esas damas.

Dimos media vuelta para unirnos a ellas y las acompañamos. Sólo se proponía ir hasta el final del paseo y volver; acababan de salir de la iglesia. Teddy manifestó ahora su sentido del humor acaparando inmediatamente a Charlotte y dejándome emparejado con su madre. Sin embargo, no podía quejarme; la joven andaba delante de mí y yo podía hablar de ella. Prolongamos nuestro paseo; la señora Marden siguió a mi lado y por fin dijo que estaba fatigada y que necesitaba descansar. Nos sentamos en un banco resguardado y nos pusimos a charlar viendo cómo pasaba la gente. No era la primera vez que me llamaba la atención en ambas que el parecido entre madre e hija era prodigioso, incluso dentro de ese tipo de parecidos, sobre todo teniendo en cuenta que apenas tenía nada que ver con una diferencia de naturaleza. A menudo se oye hablar de madres de edad madura como avisos o postes de señales más o menos desalentadores del camino que pueden seguir las hijas. Pero no había nada disuasorio en la idea de que Charlotte fuese a los cincuenta y cinco años tan bella como la señora Marden, aunque tuviese que tener su misma palidez y su aire preocupado. A los veintidós, tenía una blancura sonrosada y era admirablemente hermosa. Su cabeza tenía la misma forma encantadora que la de su madre y sus rasgos presentaban la misma noble armonía. Y luego había miradas, ademanes y entonaciones de voz —momentos en los que era difícil decir si era algo que se veía o que se oía— que tejía entre las dos toda una red de referencias y recuerdos.

Estas damas disfrutaban de una pequeña fortuna y de una acogedora casita en Brighton, llena de retratos, recuerdos y trofeos —animales disecados sobre los anaqueles de la biblioteca y descoloridos peces barnizados detrás de cristales— a los que la señora Marden tenía mucho apego como recuerdos entrañables. Por indicación de los médicos allí había pasado su esposo los últimos años de su vida, y ella ya me había dicho que en aquél lugar se sentía bajo la protección de la bondad del difunto. Al parecer esta bondad había sido muy grande y en ocasiones su viuda parecía defenderla de vagas insinuaciones. Evidentemente, necesitaba sentirse protegida, notar una influencia benéfica que pudiera evocar; experimentaba una confusa ansiedad, un anhelo de sentirse segura. Necesitaba amigos y tenía muchos. Desde que nos conocimos se había mostrado amable conmigo y yo nunca advertí en ella la vulgar intención de «cazarme»… sospecha desde luego injustificadamente frecuente en los jóvenes presuntuosos. Nunca se me había ocurrido que había puesto los ojos en mí pensando en su hija, ni tampoco, como algunas madres desnaturalizadas, pensando en sí misma. Diríase que ambas compartían una misma necesidad profunda y temerosa que las empujaba a dar a entender. «¡Oh, sea amable con nosotras y no recele! ¡No tema, no esperamos que se case con nosotras!» «Desde luego, mamá tiene un no sé qué que hace que todo el mundo la quiera», me dijo confidencialmente Charlotte en los primeros tiempos de nuestra relación.

Sentía una gran admiración por el aspecto físico de su madre. Era lo único de lo que se vanagloriaba; aceptaba las cejas levantadas como un rasgo encantador y definitivo. «Mi querida mamá siempre parece que esté esperando al médico», me dijo en otra ocasión. «Tal vez usted sea el médico, ¿cree que lo es?» Entonces se vio que yo tenía ciertos poderes curativos. En cualquier caso, cuando descubrí, porque en una ocasión ella dejó caer el comentario, que la señora Marden también opinaba que había en Charlotte algo «muy extraño», la relación existente entre las dos damas no podía por menos de resultarme interesante. En el fondo les unía un sentimiento de felicidad; cada una de ellas pensaba mucho en la otra.

En el paseo continuaba el fluir de los paseantes y pasó Charlotte junto a Teddy Bostwick. Sonrió inclinando la cabeza y siguió su camino, pero cuando volvió a pasar frente a nosotros se detuvo y nos dirigió la palabra.

Evidentemente el capitán Bostwick se resistía a retirarse, dijo que la ocasión era demasiado tentadora. ¿Podían dar otra vuelta? La madre dejó caer un «haced lo que queráis», y la joven me dirigió una impertinente sonrisa de soslayo mientras se alejaban. Teddy me miró a través de su monóculo, pero no me importaba. Estaba pensando solamente en la señorita Marden cuando dije riendo a mi acompañante:

—Es un poco coqueta, ¿sabe usted?

—¡No diga eso, no diga eso! —murmuró la señora Marden.

—Las jóvenes más encantadoras siempre lo son… sólo un poquito —argüí mostrándome magnánimo.

—Entonces, ¿por qué siempre son castigadas?

La intensidad de la pregunta me sorprendió; había brotado como en medio de un vivo resplandor. Por eso tuve que pararme a responderle:

—¿Qué sabe usted de esos castigos?

—Bueno, yo también fui una mala muchacha.

—¿Y fue castigada?

—Lo estoy siendo durante toda la vida —dijo desviando la mirada.

De pronto empezó a jadear y se puso en pie mirando fijamente a su hija que había vuelto a acercarse a nosotros siempre en compañía del capitán Bostwick. Permaneció de pie durante unos segundos, con una extrañísima expresión pintada en el rostro; luego se dejó caer de nuevo en el banco y vi que tenía la cara arrebolada.

Charlotte, que se había dado cuenta de todo, fue hacia ella y, cogiéndole la mano con un rápido y cariñoso movimiento, se sentó al otro lado de la señora Marden. La joven había palidecido y miraba fijamente a su madre con una expresión asustada. La señora Marden, que había tenido alguna impresión por causas que se nos escapaban, se rehizo; es decir, siguió sentada, inmóvil e inexpresiva, contemplando el gentío indiferente, el aire soleado, el mar adormecido. Sin embargo, mi mirada se posó en las manos enlazadas de las dos mujeres, y en seguida advertí la violenta crispación de las de la madre. Bostwick seguía ante nosotros, preguntándose qué pasaba e interrogándome desde su estúpido monóculo si yo lo sabía; lo cual movió a Charlotte a decirle al cabo de un momento con cierta irritación:

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