Nunca he sido partidario de la automedicación, aunque la imposibilidad de acudir al servicio de salud pública no me dejó otra alternativa. El único problema era que, tras una inspección ocular de mi botiquín, quedaban de manifiesto las carencias farmacéuticas de las que era víctima, cosa que evidenció la falta de previsión por mi parte. En mi defensa he de decir que había previsto otras contingencias: las derivadas de traumatismos leves, cortes y otras de carácter menor, pero pasé por alto la del catarro común y otras de índole vírica o bacteriana. Por otra parte, mis tendencias hipocondríacas aconsejaban no acumular medicamentos para evitar males mayores, o eso dijo mi psiquiatra. Se estaba gestando la imperiosa necesidad de conseguir medicinas para la cura de la enfermedad y en prevención de otras: no sabía a qué focos de infección andaría expuesto en los próximos días, o quizá meses. Contar con unas defensas orgánicas fuertes se convertía en una necesidad.
Era la 1.00 p.m. cuando salía del apartamento. La situación, aunque nefasta a nivel planetario, había mejorado a nivel personal: había eliminado de la ecuación a mi enemigo y había conseguido, aunque no como había planeado, hacerme con un arma, descargada, eso sí. Y era eso lo primero que debía solucionar. Volvería al piso de mi vecino a buscar munición. La necesidad de subir era inversa-mente proporcional al deseo de hacerlo, pero no tenía alternativa. Además, era necesario deshacerme del cadáver de XY-Z: aquello era un foco infeccioso manifiesto, no podía correr el riesgo. Me agobió la idea de que se me estaban acumulando las misiones para ese día, así que decidí asignarles nombres y prioridades: Misión Balística (MB), prioridad inmediata. Misión Farmacéutica (MF), prioridad máxima. Misión Saneamiento (MS), prioridad secundaria. Una vez establecidas las prioridades, sólo era cuestión de ejecutarlas.
No me detendré a explicar cómo se desarrollaron los hechos. Baste decir que la MB había tenido éxito: volví al apartamento y localicé las balas del cargador en el suelo de la cocina, y otras tantas en una caja que encontré encima de la mesita de noche. XY-Z estaba en el mismo sitio donde lo dejé, lo cual supuso un alivio. Di gracias a la pérdida de mi capacidad olfativa, pues deduje de la esperpéntica escena que los efluvios emanados del cuerpo, y en general de la habitación, harían… iba a utilizar la expresión «levantarse a un muerto», pero no me parece adecuada, por no atraer la mala suerte, así que diré que no serían del agrado de nadie que estuviese vivo.
Salí del apartamento con el arma y las balas, hice una parada en el mío, oriné, cargué el arma, guardando un puñado de balas en mi bolsillo, y, cogiendo las llaves del coche que acababa de heredar, salí de casa en busca de una farmacia donde dar cumplimento a la MF. Ésta no tendría por qué complicarse: a esa hora, con ese sol, estaba seguro de no sufrir ataques en campo abierto. Además, contaba con un medio de transporte que reduciría el tiempo de exposición; aun así extremé las precauciones. Desde la pérdida de contacto con el resto de la humanidad como consecuencia del corte en el suministro de energía, no tenía noticias de los embates del enemigo ni ninguna otra información que pudiera proporcionarme ventaja alguna. Esperaba que la comunidad científico-militar hubiese hecho avances en el desarrollo del arma que acabaría con la pesadilla, pero era sólo una esperanza, y de momento contaba únicamente con mi ingenio para sobrevivir.
Por suerte, en esta ocasión no tuve perseguidor que me obligase a incumplir las normas de la DGT, así que el trayecto se desarrolló sin incidentes. No había nadie por la calle: no estaba seguro de si era debido a una migración masiva o simplemente a que mis conciudadanos se habían parapetado detrás de las paredes de sus habitáculos, pero en cualquier caso el resultado era el mismo. Mi destino estaba marcado: la única farmacia que había en el pueblo se encontraba a cierta distancia de mi apartamento y conocía a los dueños; mis episodios de hipocondría aguda hacían necesaria la visita frecuente al establecimiento, y con el tiempo surgió la amistad entre nosotros.
Mientras conducía, intenté visualizar la ejecución de la MS, en la que debería deshacerme del cadáver. Una tarea que no iba a resultar fácil, y mucho menos agradable. Lo más sencillo era envolverlo en una manta o plástico y enterrarlo en cal viva, aunque lo descarté por los requerimientos físicos que implicaba cavar un nicho y la dificultad añadida de encontrar cal viva. Al final me decanté por la pira funeraria: no requería esfuerzo físico alguno y contaba con el beneficio purificador del fuego. Procedimiento por procedimiento, juzgué más seguro y eficiente el segundo: dadas las características del fiambre, prefería la destrucción total de la materia que lo componía. Para ello debía conseguir un líquido combustible con el que rociar al Z, al que posteriormente prendería fuego. El único inconveniente era el lugar donde llevar a cabo el acto: había escuchado o leído que la carne quemada era en extremo maloliente, aunque lo atrofiado de mi sistema olfativo jugaba a mi favor. Al final consideré el parque el lugar más adecuado para llevar a cabo la MS: aunque un poco lejos, reunía las condiciones mínimas para su ejecución. La rápida vertebración práctica de la MS me levantó el ánimo. En éstas aparecía ante mí una cruz verde con una copa y una serpiente enroscada que anunciaba que había llegado a mi destino.
Tras sopesar los pros y los contras de aparcar el coche en las proximidades de la farmacia, decidí hacerlo justo en la puerta: en caso de huida, me sería útil; además, aquel lugar nada tenía que ver conmigo, con lo que mi presencia allí no revelaba el enclave de mi campamento base. Quité las llaves del contacto y me aseguré de que estuviera cerrado; no podía permitirme perder mi recién heredado medio de locomoción. Cogí la pistola y la encajé entre el pantalón y mi espalda.
Parecía que la puerta del establecimiento estaba cerrada, aunque la persiana metálica protectora quedaba abierta. Pensé que la voluntad de ayudar al prójimo había prevalecido sobre su propia seguridad. Habían dejado abierta la persiana por si algún ciudadano como yo requería auxilio y fármacos, un acto que los honraba. Mi sentido arácnido permanecía alerta, aunque en esta ocasión parecía no dar señales de presencia Z en el lugar. Aun así, dadas mis mermadas capacidades físicas fruto del ataque de anginas que padecía, me mantuve alerta. Habida cuenta de que la puerta de acceso estaba cerrada, antes de sumirme en la elaboración de algún plan alternativo, me decanté por la opción lógica más simple: llamar. En el tercer intento surgió de detrás del mostrador una figura que en un primer momento no supe reconocer y que, apuntándome con una escopeta, empezó a vociferar:
—¡Largo de aquí, engendro infecto!, ¡saco de larvas!, ¡nido de moscas!, ¡almorrana con patas…! —y otras lindezas que no recuerdo.
Tuve tiempo de saltar y, rodando por el suelo sobre mí mismo, ponerme a salvo mientras mi semejante seguía profiriendo metáforas alusivas a la condición Z. La pistola seguía en su sitio, aunque decidí no usarla por no complicarme. Estaba claro que no me había reconocido, y aunque lo hubiera hecho, no voy a condenar su conducta. Auguré un desenlace fatídico si no actuaba de forma rápida. Tengo que decir que en la realidad un holocausto zombi era bastante más complicado de gestionar de lo que pueda parecer a simple vista o de lo que se ha constatado en los diferentes manuales. En las películas que hasta la fecha se habían realizado las situaciones límite eran constantes, y la forma de solventarlas, de lo más vario-pinto. Pero hasta que no te toca lidiar con una de ellas no descubres lo complicado que es el asunto. La falta de antecedentes en lo referente a la forma de subsanar la que ahora estaba viviendo me llevó a improvisar:
—No dispares, soy yo.
Silencio.
—¿Quién «soy yo»? —al principio pensé que el pobre diablo había perdido la cabeza, o que se trataba de algún tipo de contraseña establecida por algunos miembros de un comando vecinal para identificarse unos a otros en caso de emergencia, así que por inercia contesté.
—Eres el dueño de la farmacia. Bueno, tú y tu mujer.
—Ya sé quién soy yo, imbécil. Me refiero a quién eres tú —su respuesta evidenció dónde radicaba mi error.
Resuelto el entuerto, para no prolongarnos más enzarzándonos en lo que a todas luces podía convertirse en un diálogo de besugos, tomé la decisión de abandonar el lugar donde me resguardaba y quedar a la vista del farmacéutico.
—Bendito sea Dios —exclamó—. Menos mal, joder, me ha faltado el canto de un duro para pegarte un tiro —por suerte, aún se acordaba de mí, lo cual no era muy extraño teniendo en cuenta que hubo un tiempo en el que yo solito hacía más dispendios en fármacos que un octogenario—. Espera, vuelvo en un santiamén —y desapareció por donde había venido, volviendo seguidamente con una llave en una mano y la escopeta de caza en la otra. Mientras avanzaba hacia la puerta, esbozó una mueca a modo de saludo—. ¡Pasa, hombre! Perdona que te apuntase, pero bueno, ya sabes cómo está la cosa, no podía arriesgarme.
De sus palabras interpreté que «la cosa» a nivel mundial en general, y local en particular, no andaba del todo bien. A partir de ahí la conversación se desarrolló más o menos de la siguiente manera:
—No te preocupes, me hago cargo —respondí, mientras entraba en lo que era el local comercial propiamente dicho. Por suerte, no presentaba desperfectos, y las estanterías colmadas de medicamentos podrían resolver el problema de anginas.
—¿Qué quieres, te encuentras bien? —preguntó.
—Pues la verdad es que no, padezco una amigdalitis que requiere tratamiento inmediato.
—¿Y sales de casa por eso? —se extrañó—. Pensaba que te habías unido a la Resistencia, ya sabes.
¿La Resistencia? Aquello significaba que existía un grupo de valerosos hombres que estaban plantando cara a la invasión Z. Si eso era así, no podían prescindir de mis servicios. Tenía que recabar toda la información que fuera posible al respecto. Preferí esperar para no parecer ansioso. Deduje además que el farmacéutico no daba a mi enfermedad la importancia suficiente como para merecer la visita. Mientras intercambiábamos estas frases, pasamos a su vivienda, en la parte trasera del local, atravesando la puerta por la que había aparecido.
—Sí, necesito estar en plenas condiciones para enfrentarme a situaciones de peligro. Si el proceso sigue su curso normal, dentro de poco empezaré a tener fiebre. No quiero que se complique, ya sabes que el pus de mis anginas podría pasar a la sangre y desembocar en algo más grave.
—Veo que todavía no estás del todo recuperado —creo que estaba haciendo alusión a mi antigua hipocondría—, pero bueno, ya que estás aquí, te echaré un vistazo. De paso me ayudas a bajar la persiana. Lleva abierta desde ayer, se ha atascado y no hay manera de bajarla.
Aquel último comentario había hecho descender muchos puestos en el escalafón de héroes al… boticario («Boti», a partir de ahora), dejándolo a la altura del betún. Su reprochable actitud me previno de posibles actuaciones similares que pudieran perjudicarme. Estuve a punto de recriminar su egoísmo y su falta de camaradería hacia aquellos que estaban jugándose la vida en la calle por salvar a la humanidad, aunque terminé interesándome por el comentario acerca de la Resistencia.
—Disculpa, ¿podrías darme más datos sobre la Resistencia? No tenía noticias de su existencia. Lo último que pude escuchar en los medios de comunicación hablaba de comandos vecinales que intentaban descubrir los escondrijos de los Zs, quiero decir zombis —rectifiqué recurriendo al término comúnmente utilizado para facilitar la conversación.
—Sí, bueno —dijo «Boti»—, creo que en el pueblo se formó un grupo encabezado por el policía local, no recuerdo su nombre; él y unos cuantos más van por ahí intentando cargarse a esos… lo que sean. Pensé que te habías unido a ellos y que estabais buscando por aquí. Abre la boca —ordenó en última instancia.
Sujetó mi barbilla y miró en el interior de mi cavidad bucal. Mientras lo hacía, tuve tiempo de reflexionar sobre la formación de una resistencia. En todas las grandes causas los oprimidos se han organizado y han luchado en guerrillas. No había nada más poético que pertenecer a la Resistencia y luchar por una causa perdida. Aquélla era mi ocasión para demostrar mi valentía y pundonor dejando una imborrable impronta que los historiadores se encargarían de constatar. De esas luchas surgían las leyendas, los héroes de la patria… Me uniría a la Resistencia y daría hasta la última gota de mi sangre por defender a mis compañeros. Haría juramento y pondría mi vida a su servicio.
—Vaya, tienes razón, tienes una amigdalitis de caballo, pero con un poco de penicilina desaparecerá en unos días. Voy a buscar unas inyecciones.
—¿Dónde puedo encontrarlos?, me refiero a los integrantes de la Resistencia.
Sin contestar, desapareció de nuevo, volviendo esta vez con una caja de ampollas de penicilina y unas jeringuillas. Me pidió que me bajase los pantalones y dejase a la vista mis nalgas. Obedecí sin rechistar; me incliné apoyándome en una mesa camilla y sentí el pinchazo que suministraba a mi organismo la penicilina que tendría que mejorar mi salud. Pude arreglármelas para que no viese la pistola.
—No sé —contestó—, vagan por ahí. No sé dónde se reúnen. Oye, ¿qué está pasando?, ¿qué son esos… zombis?
Dado que no mostraba mucho interés por satisfacer mi curiosidad, decidí aparcar el tema y revelarle lo que estaba pasando. Era evidente que el desconocimiento acerca del fenómeno era generalizado: el conjunto de la sociedad vivía en la inopia más absoluta en lo referente a cuestiones Z, a excepción, claro está, de los privilegiados integrantes del Núcleo Precognitivo. Era de justicia asesorarlo al respecto en aras, primero, de que no se repitiese el desafortunado desenlace del que ya había sido testigo con mi vecino y, segundo, de que posteriormente pudiera sacar partido a la cuestión que en realidad me interesaba estableciendo un ambiente de confianza previo. Opté por el método mayéutico para sacar al «Boti» de la ignorancia supina de la que hacía gala. Era un sistema que ya había utilizado en otras ocasiones con resultados muy satisfactorios.
—Son precisamente eso: zombis. Zetas es el término que he acuñado para referirme a ellos —le apunté.
—No puede ser —comentó «Boti»—. Eso sólo pasa en las películas y en las novelas de ciencia ficción.
—¿Conoces los libros
De la tierra a la luna
y
20.000 leguas de viaje submarino
?