Apenas se había puesto cómodo Gunray en sus aposentos de Eriadu cuando el Señor Sith se le había aparecido, fiel a su promesa, por medio del holoproyector que le había entregado unos meses antes. Aunque esa vez la imagen era tan clara, tan libre del habitual ruido y estática de sus comunicaciones, que Gunray casi pensó que Sidious se hallada en Eriadu o en algún mundo vecino, en vez de permanecer escondido en esa guarida inimaginable desde la que realizada su magia negra.
Unos desconocidos te visitarán para entregarte un androide adicional
, le había dicho Sidious,
un androide de combate. No deberás hacerles preguntas, ni siquiera cuál es el propósito del androide. Te limitarás a instruir al androide para que se una a los que has traído a Eriadu. Obedecerá todas tus órdenes.
Gunray estaba lleno de preguntas, pero se las arregló para contenerse cuando los desconocidos llegaron a sus habitaciones con el androide de combate metido en una caja. No había informado a Lott Dod del comunicado del Señor Sith, ni siquiera cuando éste le comentó casualmente que habría jurado que llegaron a Eriadu con sólo doce androides. Fue el único de toda la delegación en darse cuenta de ello.
El manifiesto de embarque podía confirmarlo, por supuesto. Pero la Federación gozaba de estatus diplomático y resultaba improbable que la aduana de Eriadu dijera alguna cosa cuando volvieran al espaciopuerto con un androide de más.
Era la segunda de las instrucciones del Señor Sith la que no dejaba de atormentarle, y la causante de su inquietud.
Incluso mientras veía al grupo de músicos que se reunía para tocar las fanfarrias que inaugurarían la Cumbre.
Sólo faltaban minutos.
Gunray tomó nota mental de dónde se había colocado Lott Dod.
Se secó discretamente el sudor que le perlada el rostro e intentó calmarse.
Pero, aun así, siguió contando los minutos en silencio.
C
ohl estada en el asiento acolchado de la silla repulsora que Boiny le había conseguido quitándosela a un aturdido veterano del Conflicto Hiperespacial Stark y examinó la Sala de la Cumbre, donde la delegación de la Federación de Comercio disponía de una zona reservada ante aquella en la que se encontraban el canciller supremo Valorum y los delegados de Coruscant. El bucanero tenía la visión desenfocada y reducida a un túnel, y el cuerpo castigado por el dolor pese a las inyecciones que Boiny le administraba con creciente frecuencia.
En esos momentos, el rodiano, que era y parecía ser su enfermero, estaba situado detrás de él y examinaba con electrobinoculares el destacamento de trece androides de la Federación de Comercio.
—Sólo hay uno al que le falte el tornillo de contención —dijo Boiny cerca del oído izquierdo de su compañero—. El androide que tiene distintivos amarillos en la cabeza y el torso. A la derecha del neimoidiano, encabezando la fila de ese lado de su tribuna.
—Lo tenemos —dijo débilmente, llevándose los electrobinoculares a los ojos. A continuación pasó a buscar por la inmensa sala—. Havac debe estar en alguna parte, probablemente con un control remoto en la mano.
Boiny miró a su alrededor.
—Puede que hayan programado al androide para reaccionar ante un suceso determinado, o a una hora concreta. Y en caso de que Havac tenga un control remoto, tampoco tiene por qué operarlo a la vista del robot. Podría estar en cualquier parte de la sala, o incluso fuera de ella.
Cohl negó con la cabeza.
—Havac es de los que necesitan ver cómo pasa todo. Lo ha planeado él. Es su espectáculo.
—No puede estar en la sección de delegados —comentó el rodiano, mientras seguía explorando una fila de asientos tras otra—. Y dudo que toque la trompeta…
De pronto, Cohl miró a su amigo por encima del hombro.
—¿Qué era Havac antes de dedicarse al terrorismo, antes de unirse al Frente de la Nebulosa?
—Una especie de holocreador, ¿no?
—Un holocreador de documentales. Un corresponsal de holomedia que trabajaba por su cuenta.
Los dos alzaron la mirada hacia las cabinas de los medios de comunicación que había arriba.
Qui-Gon y Obi-Wan fueron directamente desde los tejados a reunirse con Saesee Tiin y Adi Gallia en el Palacio de Congresos, justo en la entrada norte. Valorum estaba sentado a la derecha y encima de ellos, la Directiva de la Federación de Comercio a la izquierda. Los miembros de la delegación de Eriadu estaban delante de ellos y ya buscaban su sitio en las tribunas que se habían levantado en el centro de la sala. Bajo las tribunas, un grupo de tambores y trompetistas preparaban sus instrumentos.
La atmósfera estaba cargada de excitación.
—Los seis que capturamos mantienen que nunca han oído hablar de Cohl o de Havac —le explicaba Qui-Gon a los otros Jedi—, y que no saben nada de un intento de asesinato.
—¿Qué hacían entonces en ese tejado, armados y peligrosos, y disparándote con un lanzacohetes?
—Afirman ser una banda de ladrones que creyeron poder aprovechar el caos que rodea a la Cumbre para robar el Banco del Sector Seswenna.
—¿Les hablaste de la imagen del tejado que encontramos en el holoproyector?
—No tenía sentido. Podían haber intentado atacar desde las azoteas el hoverdesfile del Canciller Supremo, pero creo que sólo estaban allí para distraernos. Es lo que han estado haciendo Cohl y Havac desde el principio, desde el incidente en el Senado Galáctico.
»Y en el caso de que los seis acabasen por admitir que fueron contratados por Cohl, seguirían afirmando que sólo pretendían cometer un robo. Ninguno de ellos llevaba documentos encima, así que no sabemos ni quiénes son ni de qué mundos proceden. Los de seguridad están investigando sus caras y sus huellas de retina, pero si Cohl los ha reclutado en mundos lejanos, podrían pasar semanas antes de conseguir alguna identificación.
—Entonces no tenemos nada con lo que continuar —dijo Adi.
—Sólo que los demás asesinos de Havac están en alguna parte del edificio.
—No ha habido ningún incidente en las entradas —intervino Tiin—. No han arrestado a nadie.
—Eso no quiere decir nada —dijo Qui-Gon—. Para unos expertos como Cohl o Havac, entrar en este lugar es tan fácil copio hacerlo en una final de carreras de vainas. No tendrían dificultades para entrar.
Tiin apretó los finos labios.
—Lo único que podemos hacer es prepararnos para defender al Canciller Supremo.
—¿Permitirá que nos acerquemos más a él? —quiso saber Qui-Gon, mirando en dirección a Valorum.
—No —respondió Adi—. Ha dado órdenes explícitas de que no se interrumpa el protocolo y de que no nos quiere a su lado. Quiere que los Jedi sean considerados imparciales en esta disputa comercial.
—A pesar de eso, no podemos cruzarnos de brazos a la espera de que suceda algo —se quejó Tiin—. Debemos separarnos y buscar por el lugar, encontrar el problema, antes de que el problema encuentre a Valorum.
Obi-Wan, que se había mantenido al margen durante toda la conversación, notó un brillo familiar en los ojos de su Maestro. Era como si fijara la mirada en alguna presencia invisible revelada por la Fuerza viva.
—¿Qué sucede, Maestro?
—Noto su presencia, padawan.
—¿La de Havac?
—La de Cohl.
La pequeña y sucia cabina asignada al Holodiario Libre de Eriadu consistía en un par de sillas rígidas, una consola de control con monitores planos y cubiertos de polvo, unas plataformas de holoproyector y un gran ventanal que daba a la sala.
Havac miró por la ventana a la multitud que se sentaba mientras instalaba una holocámara en su base. Tras él se sentaban dos de sus compañeros humanos, armados con pistolas láser introducidas en el Palacio de Congresos varias semanas antes. Uno de ellos llevaba un comunicador de muñeca.
Cuando Havac enfocó la holocámara en los asientos de la Federación de Comercio, conectó un escáner al objetivo. Después apuntó el aparato, que parecía un micrófono direccional, hacia el grupo de trompetistas.
—¿Hay noticias del grupo de exploradores? —preguntó por encima del hombro.
—Ni pío —replicó el hombre del comunicador—. Y hace diez minutos que Valorum está aquí. ¿Qué crees que ha pasado?
—La explicación más probable es que los han descubierto.
—¿Por qué dices eso?
—Porque llamé a las autoridades para informarles de dónde estaba el carguero de Cohl, y me olvidé el holoproyector para que lo encontraran —dijo, volviéndose para mirar a la pareja. Esperó a ver una sonrisa de comprensión, pero, al no ver ninguna, añadió—: Era la única manera de mantener a las autoridades ocupadas mientras nosotros nos encargábamos de esto.
—Entonces, también habrán encontrado a Cohl, o a su cadáver —dijo el del comunicador.
El otro hombre parecía dubitativo.
—Supongamos que los exploradores han sido capturados como dices, y que éstos deciden hacer un trato y contar lo que saben, les paguemos lo que les hayamos pagado.
—Sólo me conocen como Havac —respondió, encogiéndose de hombros con un gesto teatral—, y ningún Havac ha recibido un permiso de seguridad para asistir a la Cumbre. Las transferencias en créditos a los mercenarios de Cohl no les conducirán hasta nosotros. El piso franco estará vacío para cuando puedan informar a las autoridades de su existencia. Y llevaremos mucho tiempo fuera de Eriadu para cuando alguien consiga reunir todas las piezas del rompecabezas.
El discurso de Havac estaba pensando para devolverles la confianza, pero no parecía haber tenido el efecto deseado. Más bien parecían aún más escépticos que antes.
—¿Está nuestro tirador en su sitio? —preguntó impaciente.
—En la pasarela, esperando a que dé comienzo la música.
—¿Qué quieres que hagamos luego con él? —preguntó el del comunicador. Havac lo meditó un momento.
—Es un fuera de la ley, con una placa identificativa falsa y un láser, y cuando acabe de disparar contra los delegados, seréis héroes si lo matáis o hacéis que se caiga de la pasarela.
—No hay que dejar cabos sueltos —dijo el mismo hombre.
—Los menos posibles.
º º º
Apoyándose de nuevo en sus muletas de aleación, pero conservando la pequeña bandera sujeta a la pechera de su túnica que lo identificaba como un veterano del Conflicto Hiperespacial Stark, Cohl salió cojeando del turboascensor que les había llevado a Boiny y a él hasta el nivel principal del Palacio. Desde allí podrían subir a lo alto del edificio, a los pasillos del perímetro donde se hallaban las cabinas de seguridad y las destinadas a los medios de comunicación.
Se dirigían hacia el grupo de ascensores cuando una voz detrás de ellos les llamó.
—Capitán Cohl.
Cohl no se paró hasta que el desconocido no repitió la llamada. Entonces maniobró para darse la vuelta resignado. A diez metros de él se hallaba un Jedi alto, con barba y largos cabellos, sujetando un sable láser de hoja verde.
—Este no es nuestro día —murmuró Boiny.
Cohl oyó el chasquido y el siseo característicos de otro sable láser y miró por encima del hombro. El segundo Jedi era un joven afeitado, con la delgada coleta de un padawan.
—Estábamos impacientes por conocerle, desde lo de Dorvalla, mayor.
Cohl y Boiny intercambiaron una mirada de resignada sorpresa.
—Erais los de la lanceta diplomática —dijo Cohl.
—Nos ha proporcionado una buena persecución, capitán.
Cohl bufó y negó con la cabeza.
—Pues ya nos han encontrado. Y pueden apartar sus palos de luz. Estamos desarmados.
Qui-Gon se limitó a apuntar el sable láser contra el suelo mientras se acercaba a ellos.
—Le felicito por sobrevivir a la destrucción del
Ganancias
.
El pirata se apoyó en sus muletas.
—Para lo que me ha servicio eso, Jedi. Mi socio y yo estamos hechos pedazos.
Qui-Gon y Obi-Wan los estudiaron a través de la Fuerza, y vieron que no mentía. Tanto Boiny como él estaban gravemente heridos.
—¿Cómo se enteraron de la operación de Dorvalla?
—Por un miembro del Frente de la Nebulosa —dijo Qui-Gon—. Ahora está muerto.
—Así que había un delator. Supongo que Havac tenía razón al ser tan reservado respecto a esta operación.
—También estamos impacientes por conocer a Havac.
Cohl le miró.
—Harían mejor destruyendo al androide que Havac ha infiltrado en la Cumbre.
—¿Un androide? —dijeron los dos Jedi al unísono.
—Un androide de combate. Está ahí dentro, entre los androides de la Directiva. Creemos que Havac planea matar a Valorum con el androide.
—Eso es imposible —dijo Qui-Gon—. Los androides de combate no pueden actuar sin el comando de un ordenador central.
—El de Havac es uno de los nuevos modelos mejorados de Baktoid —dijo Boiny—. Es un comandante. Es más capaz de pensar por su cuenta. Sólo necesita que se le programe una tarea, ya sea de viva voz o por control remoto, y es capaz de dirigir a los androides que estén a su lado.
Obi-Wan se quedó boquiabierto.
—¿Está diciendo que en vez de un asesino, hay doce en potencia?
—Trece más bien —replicó el rodiano.
—Sigue sin poder iniciar nada por su cuenta —insistió Qui-Gon.
—Ahí es donde entra Havac. Es el que tiene el control remoto.
Qui-Gon dio un paso hacia Cohl.
—¿Dónde está?
—Tengo una ligera idea.
—Dígame lo que sepa y deje que yo me ocupe del resto. Obi-Wan les escoltará para que reciban atención médica y ponerlos bajo custodia.
—Si quiere a Havac, iremos juntos, por muy Jedi que sea —repuso Cohl, negando con la cabeza. Después inclinó la cabeza en dirección a Boiny—. Además, somos los únicos que podemos identificarle.
Qui-Gon no tuvo ni que pensarlo. Miró a su discípulo.
—Padawan, informa al Maestro Tiin y a los demás. Deprisa.
—Pero, Maestro…
—Corre, padawan. Ya.
Obi-Wan asintió con labios apretados y giró sobre sus talones.
Qui-Gon contempló cómo su aprendiz salía corriendo, desactivó el sable láser y rodeó con un brazo el tembloroso hombro de Cohl.
—Apóyese en mí, capitán.
C
uando los diez tambores marcaron el compás, veinte trompetistas se llevaron los largos instrumentos a la boca y empezaron la primera de las tres prolongadas fanfarrias.