El Maestro Jedi sintió que había alguien detrás de él y dio media vuelta, pero no lo bastante rápido. Una cuchilla vibratoria de un metro de largo, sin duda sujeta por el puño de un atacante invisible, le cortó el lado derecho de la túnica marrón, fallando por poco las costillas. Qui-Gon dio un giro completo, cortando diagonalmente con el sable láser y partiendo en dos la cuchilla.
El terrorista corrió al centro del tejado, donde la pared de ladrillos de una pequeña casa le proporcionaba un mayor camuflaje y desenfundó una pistola láser. El Jedi corrió hacia él, esquivando los disparos y preparándose para luchar cuerpo a cuerpo con un humano de un tamaño similar al suyo.
Una salva de disparos pasó junto a su oreja izquierda cuando arrojó a su presa contra el tejado. Dos disparos más le rozaron el pelo. Saltó a su derecha y rodó buscando dónde ponerse a cubierto. Recurriendo a la Fuerza, hizo que una teja se soltara del tejado de la casa, lanzándola girando en el espacio para golpear al terrorista en la cabeza, derribándolo al instante.
Qui-Gon corrió hasta él y le arrancó el traje mimético de su cuerpo inerte. Una vez interrumpido el circuito, el traje se apagó y el portador se hizo visible.
Examinándolo, decidió que el terrorista permanecería inconsciente el tiempo suficiente para que lo encontraran los judiciales. A su izquierda vio a Vergere saltando de cúpula en cúpula como si llevara una mochila cohete. Cerca de ella iba Ki-Adi-Mundi pisándole los talones al gotal, cuyo traje mimético era incapaz de camuflar el rastro de vello que iba dejando a su paso.
Buscó a Obi-Wan y lo encontró en la base de una enorme cúpula, sobre el muro que cercaba un profundo patio interior. Se dirigió hacia él, cuando vio una forma indefinida bajando por la curvada pared de la cúpula y chocando con Obi-Wan, arrojándolo fuera del edificio.
Qui-Gon corrió hacia delante, manteniendo el sable láser a la altura de la cadera, alzando la hoja cuando llegó al lugar donde supuso que aterrizaría el terrorista.
Se oyó un grito de dolor, y un brazo derecho se hizo visible mientras volaba por encima del borde del tejado. Inutilizado, el traje mimético se apagó, revelando a una hembra humana que no paraba de gritar, caída de rodillas, con la mano izquierda aferrada a lo que le quedaba del cortado brazo derecho.
Qui-Gon corrió hacia el borde del muro, deseando que Obi-Wan hubiera encontrado un lugar blando en el que aterrizar. En vez de eso, un aerodeslizador se alzó desde el patio, con Obi-Wan agarrándose con una mano al estabilizador trasero de estribor.
El aerodeslizador depositó suavemente a Obi-Wan en el tejado donde estaba Qui-Gon. Cerca de allí, Ki-Adi-Mundi, Vergere, los dos judiciales y una pareja de agentes de seguridad de Eriadu terminaban de maniatar a los seis terroristas capturados.
Ni Havac ni Cohl estaban entre ellos.
—Eso fue toda una proeza, padawan —dijo Qui-Gon.
—Supongo que habrías preferido verme colgando de los dientes, Maestro.
Qui-Gon le mostró una mirada perpleja.
—El acertijo que el Maestro Anoon Bondara presentó a sus estudiantes el día que hablamos con Luminara —explicó Obi-Wan—. Ese sobre el hombre que colgaba sobre una fosa traicionera sujetándose con los dientes al tren de aterrizaje de un deslizador.
—Ya lo recuerdo —dijo Qui-Gon, con repentino interés.
—Después de mucho pensar, decidí que el deslizador representaba a la Fuerza, y el foso los peligros que nos esperan si nos desviamos de nuestro camino.
—¿Y qué hay de los viajeros perdidos que pedían ayuda?
—Bueno, por un lado, cualquier viajero, por muy perdido que esté, debería saber que no se le deben hacer preguntas a un hombre que cuelga sobre un foso cogido por los dientes. Pero lo más importante es que los viajeros sólo son distracciones que el hombre debe ignorar si quiere seguir en la Fuerza.
—Distracciones —murmuró Qui-Gon.
Pensó en el atentado contra la vida de Valorum, en lo sucedido en Asmeru y en las pruebas descubiertas en el almacén de aduanas.
Qui-Gon cogió a su discípulo por los hombros.
—Me has ayudado a ver algo que había eludido hasta ahora. —Miró a la media docena de terroristas—. Poco más podemos hacer aquí. Vamos, padawan, el plan de Havac está en marcha.
—¿A dónde vamos, Maestro?
—A donde debíamos haber ido desde el principio.
L
a escena en el exterior de la entrada sur del Palacio de Congresos era caótica, rebosante de mirones, de personal de seguridad vigilándolo todo, y de reporteros buscando un primer plano con sus holocámaras y grabadoras. Cordones de policía acorazada luchaban por impedir que la multitud se acercase demasiado, mientras vehículos que iban desde el más primitivo al más lujoso depositaban a los delegados bajo el toldo para vehículos que cubría la entrada. Los judiciales circulaban entre la multitud intentando no hacerse notar, pese a los audífonos que llevaban en los oídos y los sofisticarlos comunicadores de muñeca, mientas que los Caballeros Jedi se hacían notar demasiado con sus túnicas marrones y sus sables láser colgando del cinto.
—No veo posibilidades de entrar —le dijo Boiny a Cohl, al borde de la multitud—. Y en caso de llegar a la puerta, nunca podríamos hacer pasar nada a través de los escáneres de armas.
Los dos llevaban túnicas holgadas, sandalias y turbantes que ocultaban las heridas de sus cabezas. Cohl había encontrado una muleta auténtica hecha de una aleación muy ligera, pero estaba más débil que cuando abandonó el almacén de aduanas. Los dos se mantenían en pie gracias a parches de bacta e inyecciones constantes de inhibidores del dolor.
Cohl estudió el Palacio de Congresos. Además de los guardias apostados en la entrada, había tiradores en las torres que se alzaban en las esquinas del enorme edificio.
—Vamos a examinar las otras entradas —dijo en voz baja, casi sin aliento.
Caminaron en zig-zag por entre la multitud. Las entradas norte y oeste estaban igualmente abarrotadas y caóticas, pero la entrada este no estaba tan atestada, ni tan bien guardada.
Esperando a ser admitidos al interior había, entre otros, ayudantes administrativos y traductores freelance, androides de servicio y de protocolo, un conjunto de músicos con cascos altos y uniformes chillones llevando tambores y trompetas, y grupos de diversas especies representando a la Liga de los Derechos de los Seres Inteligentes, y a la Asociación de los Mundos del Libre Comercio.
—Son visitantes para las gradas —comento Boiny.
—Estos son los nuestros —asintió Cohl con la barbilla, indicando que debían pasar debajo del cordón.
A medio camino, y anunciándose con un colorido estandarte, esperaba alrededor de un centenar de veteranos del Conflicto Hiperespacial Stark. Había sido un conflicto breve pero sangriento que tuvo lugar doce años antes y que se había librado en mundos donde el bacta era inexistente o demasiado costoso. Por tanto, la mayoría de los veteranos, tanto humanos como alienígenas, aún tenían espantosas cicatrices, parches de carne horriblemente agujereada o arrugada, y les faltaban colas o extremidades. Unos pocos de ellos, paralizados por los disparos disruptores o las detonaciones electromagnéticas, estaban confinados en sillas y trineos flotantes.
Fue este último grupo el que llamó la atención de Cohl.
—Creo que hemos encontrado nuestro billete de entrada —le dijo a Boiny.
El senador Palpatine se sentaba junto a Sate Pestage, Kinman Doriana y otros muchos, en el centro del arco de 180 grados de asientos que separaba la delegación de Coruscant de la Directiva de la Federación de Comercio, en la sección reservada al sistema Naboo.
Palpatine se había girado a la izquierda para ver tomar asiento a los siete miembros de la Directiva. Un contingente de androides de seguridad con rifles láser fijados en sus mochilas rectangulares, semejantes a esqueléticos centinelas de muerte, flanqueaba a los cuatro humanos, al sullustano, al gran y a los neimoidianos.
Palpatine estaba tan concentrado en ellos que no vio al senador Orn Free Taa, pese a que el hinchado twi’leko se acercó a él a bordo de una hoversilla con su cortejo de adjuntos y ayudantes siguiéndole como si fueran criados.
—Una escena impresionante —le dijo Taa a Palpatine, mirando a la resplandeciente sala mientras hacía descender su silla hasta el suelo—. Delegados de Sullust, Clak’dor, el sector Senex, Malastare, Falleen, Bothawi… Si hay hasta representantes de los mundos Hutt. —Hizo una pausa para descubrir que Palpatine miraba al palco de la Federación—. Ah, el objeto de la fascinación de todos.
—Seguramente —dijo Palpatine distraído.
—Qué propio de la Directiva traer androides, aunque supongo que hay poca diferencia en usar androides o usar Caballeros Jedi. Aun así, tengo entendido que la Directiva también insistió en tener un campo de fuerza.
—Sí, también me lo han dicho.
Taa miró a Palpatine durante un largo instante.
—Senador, permítame que le diga que le noto preocupado.
Por fin, Palpatine se giró en la silla para mirar a Taa.
—De hecho, acaban de llegarme noticias inquietantes de mi sistema natal. Parece ser que el rey Veruna ha abdicado.
Las enormes colas de la cabeza de Taa se agitaron.
—De… debo confesar, senador, que no sé si alegrarme o entristecerme por usted. En cualquier caso, ¿en dónde le deja eso a usted? ¿Corre algún peligro de que lo llamen de vuelta a su mundo?
—Eso aún está por decidir. Naboo tendrá un regente provisional hasta que puedan celebrarse elecciones.
—¿Quién será el que sustituya a Veruna?
—Eso también está por decidir.
—¿Puedo atreverme a preguntarle quién le gustaría que fuera?
Palpatine se encogió de hombros.
—Alguien que estuviera interesado en abrir Naboo a la galaxia. Alguien menos… ¿cómo podría decirlo? Menos tradicional que Veruna.
—¿O tal vez más fácil de manipular? —repuso el twi’leko con un brillo en los ojos.
Antes de que Palpatine pudiera responderle, una gran agitación llenó la sala. Las cabezas de todos se volvieron hacia la entrada sur. Enseguida apareció por ella el canciller supremo Valorum seguido de la delegación de Coruscant. La sala reaccionó con un aplauso prolongado pero sólo cordial.
—Ya llega —dijo Taa, mientras Valorum era escoltado hasta su asiento—. Pero, ¿quién va con él? Reconozco al gobernador del sector pero no a ese hombre enjuto y con aspecto hambriento que lo acompaña.
—El teniente de gobernador Tarkin —respondió el senador de Naboo mientras aplaudía.
—Ah, sí… Tarkin. Está algo desfasado, ¿no cree? Muy militar y autoritario.
—El poder puede convertir al más tímido de los burócratas en un tigre manka furioso.
—Así es, así es. A propósito de eso, senador —añadió con tono de conspirador—. ¿Recuerda la información que le comenté hace poco, la referente a las posesiones de la familia Valorum en Eriadu?
—Vagamente. Era algo sobre una compañía de transporte, ¿verdad?
—Como ya sabrá, hay muchos interesados en que su posición en el mercado mejore a consecuencia de la propuesta impositiva de Valorum, así como en las inversiones que seguramente harán mundos del Núcleo como Ralliir y Kuat, siempre alertas y en busca de oportunidades.
—¿Qué tiene que ver todo eso con las posesiones de Valorum? —preguntó cortésmente Palpatine.
—Parece ser que esa compañía transportista ha recibido hace poco una considerable inyección de capital, y que el Canciller Supremo aún no ha informado adecuadamente de ello al Senado. Por supuesto, lo primero que hice fue preguntarme si él sería consciente de que alguien había hecho una inversión tan considerable en el negocio familiar, y quién había sitio dicho inversor.
—No sería propio del Canciller ocultar algo de esa naturaleza.
—Yo pensé lo mismo al principio. Supuse que, si podía determinar que los fondos provenían de inversores sin lazos directos con Valorum, entonces no habría tenido lugar ninguna infracción del protocolo o del procedimiento, al margen de lo que pudiera parecer desde fuera. Pero cuanto más intentaba establecer eso, más obstáculos, callejones sin salida y pistas ambiguas encontraba. Como usted mismo me sugirió, opté por comunicar el asunto al senador Antilles, que tenía la suficiente autoridad para investigar en lugares cuyo acceso se me denegaba.
—¿Ha hecho algún progreso el senador Antilles?
Taa bajó un poco más la voz.
—Lo que tengo que decirle no está a la altura de su revelación sobre el rey Veruna, pero, de hecho, he descubierto que Antilles ha tenido éxito en rastrear esos fondos hasta lo que en un principio parecía un consorcio de cuentas, pero que al final ha resultado ser una cuenta bancaria fraudulenta, creada expresamente para desviar fondos ilícitamente obtenidos a zonas de especial interés.
Palpatine se le quedó mirando.
—Supongo que por especial interés, se refiere a las de senadores que reciben sobornos de varias organizaciones, ya sean criminales o de cualquier otro tipo.
—Justamente.
—Pero sigue sin descubrir dónde se originaron esos fondos.
—Nos estamos acercando, y cuanto más cerca estamos, más potencialmente embarazosa resulta la situación para el Canciller Supremo.
—Le agradecería que me mantuviera informado.
—No haremos ningún anuncio sin consultarle antes —respondió el twi’leko con una sonrisa.
Palpatine y Taa se volvieron para ver a Valorum saludando a la multitud, que le respondió con una segunda salva de aplausos.
—Este es el momento del Canciller Supremo —dijo Palpatine—. No lo ensuciemos con cotilleos.
—Por favor, senador, acepte mis disculpas —dijo Taa molesto—. Nunca tuve intención de estropear este momento. Eso se lo dejo a la Federación de Comercio.
El virrey Nute Gunray se sentía como si todo el mundo lo mirase pese a ser Valorum quien tenía la atención unánime de la sala. En cambio, los ojos de Gunray no se separaban del androide de combate que le habían entregado momentos antes de que los miembros de la Directiva y él abandonaran sus aposentos temporales para dirigirse a la Cumbre.
Exceptuando unas cuantas marcas amarillas, era indistinguible de la docena de androides que proporcionaban protección a la Directiva, y estada situado justo a la derecha de Gunray, encabezando el destacamento que había a ese lado de la Federación de Comercio.