¿O no lo estaba?
Al volver a mirar el retrato quemado de Lucian, Selene reparó en una mancha ennegrecida que había debajo del agujero que había reemplazado su cara. ¿Había algo bajo las antiguas cenizas? Se humedeció el dedo y limpió con mucha suavidad parte de la mancha. Un objeto de aspecto familiar apareció ante sus ojos.
¡Por todos los demonios del Infierno! Reconoció al instante el pendiente que llevaba el licano anónimo que la había herido en el hombro y había estado a punto de matarla la noche anterior. No puedo creerlo, pensó, pasmada por su descubrimiento. ¿Es posible que ése fuera… Lucian?
De ser así, quería decir que el desliz anterior de Kraven era más revelador de lo que había temido al principio… y que el mayor enemigo de su pueblo estaba vivo y coleando.
Cerró el libro con fuerza. Hasta el último de sus nervios temblaba de alarma. Tenía que hacer algo, contárselo a alguien, antes de que fuera demasiado tarde. Lucian, señor de los licanos, seguía vivo… ¡Y estaba buscando a Michael!
Se levantó de un salto y se volvió hacia la puerta. Para su sorpresa, la ubicua Erika se encontraba parada en la entrada.
¿Otra vez?
, pensó Selene con impaciencia.
Voy a tener que ponerle una campanilla a esta inquisitiva criada.
—Te he estado buscando por todas partes —se explicó la vampiresa rubia, aunque con voz un poco apagada. Recorrió el archivo con mirada desdeñosa, como si creyera que una vampiresa digna de ese nombre no debiera frecuentar un sitio semejante.
¿Y ahora qué pasa?,
pensó Selene en respuesta a la queja de Erika.
—Ahora no —dijo bruscamente. Si Lucian había regresado y estaba urdiendo planes contra el aquelarre, complacer a Erika era la menor de sus preocupaciones.
Se dirigió a la entrada suponiendo que Erika se haría a un lado. Por el contrario, un esbelto y brazo blanco se movió con la rapidez de un rayo y bloqueó la salida.
—Lo han mordido. A tu humano —balbuceó la pequeña sirvienta—. Un licano lo ha marcado.
Selene parpadeó, sorprendida. ¿Se trataba de una especie de chiste perverso? Erika no podía estar hablando en serio.
—¿Te ha pedido Kraven que me dijeras eso? —preguntó con suspicacia.
—¡No! —Erika sacudió la cabeza—. He visto la herida con mis propios ojos. ¡Lo juro!
¿Es posible que esté diciendo la verdad?
La mente de Selene regresó a toda prisa a la noche anterior, cuando había rescatado a Michael de aquel licano (¿Lucian?) en el edificio de apartamentos. Recordaba haber sacado a Michael a rastras de debajo del licano, después de que el hombre-bestia cayera encima de él en el ascensor.
¿Habría logrado el licano morderlo antes de que ella hubiera arrancado al aterrorizado humano de entre sus brazos? Puede
, admitió a regañadientes.
En el apresuramiento y confusión de su fuga, todo era posible.
¿Era Michael ahora uno de sus enemigos? ¿Lo había perdido irrevocablemente? No
, decidió Selene de súbito.
Me niego a aceptar eso.
Michael era demasiado importante, para todos ellos, como para abandonar tan deprisa. La idea de verlo convertido en otro monstruo subhumano y voraz le destrozaba el corazón de un modo que ni siquiera podía empezar a comprender. De una manera o de otra, encontraré el modo de salvarlo.
Clavó la mirada en Erika y a continuación se volvió hacia el brazo extendido de la criada. Erika se encogió visiblemente ante la pétrea mirada de Selene, bajó el brazo y se hizo a un lado para permitir que Selene cruzara el umbral y saliera al pasillo.
—Pero, ¿qué pasa con el Convenio? —preguntó Erika con nerviosismo mientras la otra salía de la biblioteca.
La inexperta criada no tenía que recordar a Selene el Convenio de la Sangre. Era el código sagrado por el que la vampiresa se había regido y había cazado durante toda su existencia como no-muerta. Temer por la seguridad de uno a quien los lobos habían reclamado iba en contra de todo lo que Selene había creído siempre y por lo que había luchado.
Me da igual,
pensó, mientras se encaminaba a la cuestionable privacidad de sus propios aposentos. El grito de advertencia de Erika la siguió por el solitario pasillo.
—¡Ya sabes que está prohibido!
• • •
El Dr. Adam Lockwood bostezó antes de seguir con su ronda en el hospital. Estaba siendo una noche de mucho trabajo en la unidad de traumatología y la falta de personal no contribuía a mejorar las cosas. Por centésima vez aquella noche se preguntó qué habría sido de Michael Corvin. El otro norteamericano había faltado ya a dos turnos y no contestaba a las cada vez más urgentes llamadas telefónicas del supervisor. Espero que esté bien, se dijo el atareado residente. Michael siempre ha sido muy responsable, hasta ahora.
La atmósfera antiséptica del hospital llenaba sus fosas nasales mientras caminaba por la planta de camino a la salita de los médicos. Una jarra de café lo estaba llamando a gritos y Adam se dijo que una dosis de cafeína era precisamente lo que el doctor recetaba en aquel momento. Sin embargo, no hizo falta ningún estimulante para que el corazón le diera un vuelco cuando la puerta que había a su derecha se abrió de repente, unas manos poderosas lo sujetaron y lo introdujeron a la fuerza en una habitación de examen vacía.
¿Qué demonios…?
Adam trató de gritar pidiendo ayuda pero una mano sudorosa le había tapado la boca. ¡No puedo creerlo!, pensó frenéticamente. ¡Me están secuestrando en mi propio hospital!
La puerta se cerró de un portazo y Adam quedó atrapado en la sala con su agresor. Una voz ronca le susurró al oído:
—No temas. ¡Soy yo, Michael!
¿Michael?
El aterrorizado doctor asintió para demostrar que había comprendido y la mano intrusa se apartó de su rostro. Adam resistió el impulso de gritar pidiendo ayuda y optó por indagar un poco más antes de apretar el botón del pánico. Al menos le debía eso a Michael por su amistad.
Michael es un buen tío,
pensó.
Es imposible que sea peligroso, ¿o no?
La otra mano le soltó el hombro y Adam se volvió lentamente hacia su compañero. La luz de la luna entraba en la sala de observación por una ventana cerrada y lo que la extraña iluminación plateada reveló dejó a Adam estupefacto.
Michael tenía un aspecto horroroso. Seguía vestido con la misma chaqueta y los mismos pantalones manchados de sangre que llevaba la noche pasada, después de haberse visto atrapado en un tiroteo en el metro. Su destrozada ropa tenía ahora además manchas de hierba y de barro y parecía como si la hubieran arrastrado, y al propio Michael con ella, por algún frente de guerra dejado de la mano de dios.
El rostro de Michael estaba pálido y húmedo de sudor. Tenía los ojos inyectados en sangre y un feo cardenal de color púrpura en la frente. Tiritaba de manera incontrolable y sus manos se agitaban como ramas de árbol en un vendaval. Tenía numerosos cortes y arañazos en la cara, cuello y manos y unos cercos oscuros y lívidos rodeaban sus ojos enloquecidos. Parecía enfermo, febril, fuera de control. Adam apenas reconoció al capacitado médico al que había llegado a conocer durante los últimos meses.
—Por el amor de Dios, Michael, ¿qué te ha pasado?
La explicación de Michael no satisfizo al otro médico, que escuchó con creciente alarma cómo desgranaba su atribulado colega una historia absurda e irracional sobre persecuciones de coches, tiroteos, mujeres que levitaban, perros guardianes y monstruos que gruñían desde los tejados. Era absurdo y sin embargo Michael parecía espeluznantemente sincero mientras describía cada evento de pesadilla con la vehemencia de un paranoico. Paseaba erráticamente mientras hablaba, recorriendo el cuarto de arriba abajo como un animal enjaulado.
—Y desde que él me mordió —insistió— he estado teniendo estas… eh… no sé cómo las llamarías tú… ¿alucinaciones; ilusiones? —Se asomó a su interior para contemplar unas visiones infernales que sólo él podía percibir—. Lo único que sé es que me siento como si el cráneo se me estuviera partiendo por la mitad.
Adam trató de analizar el extravagante relato.
—¿Un hombre adulto te mordió?
Michael se levantó el cuello de la camiseta y le mostró una herida de aspecto espantoso en su hombro derecho. Al acercarse un poco más para examinarla mejor, Adam comprobó que consistía en cuatro profundas incisiones en el bien desarrollado trapecio de Michael. Para su consternación, el área que las rodeaba estaba caliente y decolorada; estaba claro que la zona se había infectado.
—¿Seguro que no fue un perro? —preguntó. Miró las marcas a través de los cristales manchados de sus gafas. A juzgar por el radio del mordisco, parecía que un sabueso de gran tamaño era el responsable. Un gran danés, quizá, o un pastor alemán.
Enfurecido, Michael lo apartó de un manotazo.
—¡He dicho que fue un hombre!
Adam se apartó con cautela, sobresaltado por el arrebato de su amigo.
—Está bien —dijo con el mismo tono tranquilizador que reservaba para los parientes protestones y los drogadictos en estado de ansiedad—. Pero eres tú el que ha hablado de alucinaciones, no yo.
Michael se encogió visiblemente, como si su repentino estallido lo hubiera dejado exhausto. Mientras se preguntaba una vez más si debía llamar a seguridad, Adam lo condujo con cuidado a la mesa de examen. Un escritorio cercano y un pequeño armario completaban el escaso mobiliario del cuarto.
—Vamos, siéntate.
El papel que cubría la mesa crujió mientras Michael obedecía a regañadientes. Se sentó de lado en la mesa acolchada con las piernas varios centímetros por encima del suelo. Ahora parecía más calmado pero Adam seguía preocupado por su inquietante comportamiento de hacía unos momentos.
Esta noche no es él mismo,
eso está claro.
Recurriendo a sus modales más tranquilizadoras, volvió a acercarse tímidamente a él y examinó con más detenimiento la hinchazón púrpura de la frente lastimada del residente.
—Preciosa —señaló con aire sarcástico—. A juzgar por su aspecto, yo diría que tienes una conmoción leve.
Sin embargo, tenía la sospecha de que la conmoción era el menor de los problemas de Michael. ¿Estará metido en drogas?, se preguntó. Michael nunca le había parecido la clase de tío que se metía en drogas pero con estas cosas nunca se sabía. De pronto se dio cuenta de que conocía muy pocas cosas sobre su vida fuera del hospital.
¿Por qué estarían esos policías tan interesados por él anoche?
Tras sacar un termómetro digital del bolsillo de su bata, el larguirucho doctor insertó el instrumento en el oído de Michael. Mientras tanto, éste cogió un poco de material médico de una mesa cercana y empezó a limpiarse las marcas del mordisco con un algodón empapado en alcohol.
A juzgar por la decoloración de la zona que rodeaba las perforaciones, Adam sospechaba que el alcohol no iba a ser suficiente. Lo más probable era que Michael fuera a necesitar antibióticos.
—Aunque tenga una conmoción —dijo Michael con voz áspera—, ese tío iba a por mí, igual que aquellos polis…
Adam tragó salvia. Se sentía culpable. Él acababa de pensar en lo mismo, o sea, en los policías. ¿Tenía Michael problemas con la ley? ¿Estaba involucrado de alguna manera con el tiroteo del subterráneo? Cuesta creerlo, pensó. Aunque lo cierto es que él nunca había visto a Michael comportarse así o con ese aspecto.
El termómetro emitió un zumbido electrónico y Adam lo sacó de la oreja del paciente. Sus vagas sospechas con respecto a las actividades recientes de Michael se vieron aparcadas momentáneamente por la sorpresa que sufrió al ver la temperatura del joven, que alcanzaba la alarmante cifra de 40°C.
—Jesucristo —balbució—. Estás ardiendo.
Pero Michael estaba demasiado ensimismado en su enloquecida y alucinante narración como para reaccionar a la afirmación de Adam. Siguió farfullando entre dientes mientras se aplicaba un ungüento al hombro y empezaba a vendarse la herida.
—Y la mujer del metro, esa tal Selene, no estoy seguro, puede que… —sus ojos rojizos cobraron un brillo maníaco mientras su voz empezaba a aproximarse a la histeria—. ¡Demonios, por lo que yo sé, lo mismo podrían estar todos metidos!
Definitivamente había perdido la cabeza, concluyó Adam, no poco asustado por el modo en que estaba actuando su amigo.
—Por el amor de Dios, Michael —exclamó, con la esperanza de traerlo de regreso a la realidad—. ¿Metidos en qué?
—¿Es que no me has estado escuchando? —le espetó Michael. Adam se apartó de la mesa de examen—. ¡Ella me cogió como rehén!
Seguro, pensó Adam con escepticismo. Lo más probable era que la mujer de las pistolas de Michael no fuera más que una de esas alucinaciones que había mencionado. Esto es demasiado para mí solo, decidió Adam, y lanzó una mirada hacia la puerta. Está demasiado ido.
—Muy bien, muy bien —dijo, tratando de aplacar a Michael—. Cálmate. Voy a ayudarte a solucionar todo esto. —Empezó a caminar con lentitud hacia la puerta pero su intento de fuga provocó a Michael, quien saltó de la mesa y lo agarró por el brazo con mucha fuerza. Por un instante, Adam temió por su vida y el corazón empezó a palpitarle furiosamente—. ¡Au! Sólo voy a mi oficina para coger un número de teléfono. —Por favor, pensó, asustado mortalmente por su compañero, no me hagas daño, te lo ruego—. Un buen amigo mío es abogado. Él sabrá lo que tenemos que hacer.
¿Se lo tragaría Michael?
Adam contuvo el aliento mientras esperaba la reacción de su amigo. Transcurrió un interminable momento, durante el cual toda su vida y su más o menos prometedora pasaron frente a sus ojos, pero al fin Michael lo soltó y volvió a dejarse caer sobre la mesa de examen.
—Lo siento —se disculpó con voz débil—. Lo que pasa es que…
Un abrumador sentimiento de alivio dejó a Adam temblando de rodillas para arriba. Ha estado cerca, pensó, y exhaló al fin. Estaba claro que Michael había perdido el control. Era capaz de cualquier cosa. Debo de estar loco por quedarme aquí solo con él. Tengo que conseguir ayuda… ¡De inmediato!
—No pasa nada —le aseguró a Michael, mientras esbozaba una tranquilizadora (y completamente fraudulenta) sonrisa. Una vez más, empezó a caminar hacia la puerta. Sus dedos tantearon torpemente a su espalda en busca del picaporte de la puerta—. Relájate. Volveré enseguida, te lo prometo.
Lo cierto es que estaba seguro de que Michael iba a abalanzarse sobre él como un loco en el preciso momento en que sus dedos giraran el picaporte pero, para su sorpresa y su deleite, el enloquecido residente le permitió abrir la puerta y salir al pasillo. Volvió a cerrar la puerta con cuidado, deseando tener una llave para cerrarla, antes de permitir que todo su miedo y su ansiedad acumulados se descargaran y lo dejaran pálido y temblando fuera de la sala de observación.