Tardó lo que parecía una eternidad en ganar la orilla. Cuando salió arrastrándose de la limosa orilla, por debajo de un embarcadero de madera medio podrido, no sentía el cuerpo del cuello para abajo. Las desgastadas rocas que sobresalían de la orilla del agua estaban cubierto de fango y moho, lo que hizo que le fuera muy difícil avanzar llevando a rastras a su inconsciente compañera hasta aquel espacio claustrofóbico y húmedo. La resbaladiza y verde cara inferior del muelle se encontraba a escasos centímetros de su empapada cabeza, así que apenas tenían espacio para maniobrar. La basura que arrastraba la corriente llenaba la pequeña y repugnante cala formada por las aguas del río. Michael sintió una especie de camaradería extraña con las botellas rotas, las latas de cerveza vacías, las cajetillas de tabaco arrugadas, los trapos grasientos y los demás desperdicios arrojados sin el menor cuidado al río. Al igual que ellos, no tenía la menor idea de por qué había terminado allí, empapado y hecho un guiñapo, bajo los muelles.
Al menos sigo vivo,
pensó.
Algo es algo.
Con la respiración todavía entrecortada, se concedió un momento para recobrarse del agotador salvamento. Quería apoyar la cabeza en el suelo y dormir durante uno o dos años pero no podía abandonarse del todo hasta que se hubiera ocupado de la mujer. Por lo que él sabía, era posible que necesitase atención médica inmediata.
Echó agua por la boca mientras la ponía de costado sobre las resbaladizas rocas. Al hacerlo entrevió por un instante unos dientes de color blanco perla y unos incisivos curiosamente afilados. Tenía los ojos cerrados y los preciosos orbes castaños que recordaba haber visto en la estación de metro no estaban ahora a la vista. Le levantó con suavidad para comprobar el estado de las pupilas, que estaban muy dilatadas. Sintió un débil pulso en su garganta. Michael supuso que estaría sufriendo un colapso, hipotermia, pérdida de sangre o todo lo anterior a la vez, por no mencionar que había estado a punto de ahogarse. De hecho, parecía un milagro que hubiera sobrevivido.
Su herida, advirtió entonces, había dejado al fin de sangrar.
Gracias al cielo por estos pequeños favores,
pensó.
No tenía tiempo que perder. Con los dientes castañeteando, la colocó de cara al cielo y a continuación juntó las manos y le apretó con fuerza el abdomen: una, dos, tres veces.
¡Vamos!,
la conminó en silencio. El agua que caía de su cabello y su barba resbalaba sobre el cuerpo ataviado de cuero de su paciente. Sus ojos escudriñaban el rostro de ella en busca de alguna señal que indicara que estaba respondiendo a sus cuidados.
Respira para mí. ¡Respira!
Se negaba a abandonarla.
¡No puedes hacerme esto!,
pensó. Recordó el brillo desafiante de sus ojos cuando había apoyado el arma en su cara, recordó la fría sonrisa de su rostro de porcelana mientras conducía a toda prisa y sin miedo por las calles de la ciudad para arrebatárselo al loco del vestíbulo… y a lo que quiera que hubiera en el techo del edificio. Por vez primera, se dio cuenta de que era muy posible que le hubiera salvado la vida, aunque no terminaba de comprender el porqué.
¡No puedes morir!,
protestó con vehemencia mientras observaba sus facciones hermosas y privadas de vida. Aun inconsciente y manchada de barro como estaba, era la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.
¡Ni siquiera sé quién eres!
De repente ella se estremeció y vomitó agua helada por la nariz y los oídos, y Michael sintió que su corazón daba un brinco de alivio. La chica tosió y escupió y apartó la cabeza unos centímetros del fango. Sus ojos parpadearon y se abrieron lo justo para ver a Michael, arrodillado junto a ella.
Trató de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, actuando como un médico con un paciente. Su preparación acudió una vez más al rescate y le abrió la camisa para comprobar la gravedad de sus heridas. Después de todo era posible que se hubiese lastimado en el choque, además de la herida de cuchillo de su hombro.
Por debajo del empapado tejido negro, su piel era tan suave y blanca como el marfil. Estaba alargando la mano hacia su caja torácica para sondearla con suavidad cuando un fuerte mareo se abatió sobre él y la cabeza empezó a darle vueltas. Su visión se hizo borrosa y la oscuridad estrechó sus límites en la periferia de su campo de visión. Sacudió la cabeza tratando de vencer el sopor que se estaba apoderando de él y fracasó por completo. Se tocó la cabeza y se encogió de dolor. Tenía los dedos ensangrentados.
Mierda,
pensó mientras recordaba que se había golpeado la cabeza contra el parabrisas,
tengo una conmoción.
P
ierce y Taylor habían regresado a la enfermería con las manos vacías.
Esto empieza a resultar aburrido,
pensó Singe. ¿Cómo se suponía que iba a continuar con sus experimentos sin un suministro adecuado de especímenes? Lanzó una mirada al árbol genealógico de la pared. El tal Michael Corvin estaba demostrando ser más esquivo que todos los demás juntos.
El científico licano paseaba arriba y abajo de la sala mientras los dos cazadores fracasados le informaban sobre el desenlace de su misión en la superficie. Sendos uniformes de policía robados, en cierto modo las prendas menos apropiadas que podían llevar en aquel momento, ocultaban sus poderosos físicos. Singe los miró con escepticismo. Al igual que la mayoría de los licanos, Pierce y Taylor se fiaban más de su fuerza animal y sus colmillos y garras que de sus cerebros. El propio Singe era una excepción a este respecto.
Igual que Lucian.
Al menos a la pareja de colosos le había ido mejor que a Raze, puesto que ellos no habían regresado al inframundo con el cuerpo lleno de plata. No requerían de sus atenciones, aunque lo cierto es que no le hubiera hecho ascos a un desafío quirúrgico para mantener la mente y el cuerpo ocupados mientras esperaba a tener noticias de la excursión de Lucian por el mundo exterior. Elevó una plegaria a los meramente metafóricos dioses de la ciencia pura para pedirles que Lucian tuviera éxito allí donde habían fracasado sus torpes sicarios.
Una puerta se abrió de par en par en la parte trasera de la reconvertida estación de Metro y Lucian entró a grandes zancadas en la pequeña enfermería. Las esperanzas de Singe se esfumaron cuando vio que también el líder de la manada había regresado
sin el
botín. Trató de impedir que su decepción se hiciera visible por miedo a provocar la cólera del otro licano.
La chaqueta de cuero de Lucian estaba llena de agujeros de bala y la camisa que llevaba debajo estaba hecha jirones, lo que permitía ver un pecho hirsuto y blanco generosamente manchado de sangre. Singe lanzó una mirada interrogativa a las reveladoras marcas, pero Lucian sacudió la cabeza. Aparentemente, el solitario licano tampoco requería atención médica. Singe no estaba sorprendido. Sabía perfectamente que si inmortal líder era muy capaz de encargarse por si sólo de las heridas menores (y las no tan menores).
Pero incluso aquel talento tan impresionante no sería nada comparado con las asombrosas capacidades que poseería Lucian cuando la meticulosa investigación de Singe diera sus frutos.
Estamos al borde de un descubrimiento extraordinario,
pensó con avidez, mientras sus brillantes e inteligentes ojos resplandecían al considerar las pasmosas posibilidades prometidas por el experimento.
Mis teorías son perfectas, sé que lo son. Lo único que necesito es dar con el espécimen humano apropiado…
—Ha escapado otra vez —dijo el científico con un suspiro mientras contemplaba las manos vacías de Lucian—. Impresionante. Puede que Raze no estuviera exagerando.
¿Acaso están los vampiros al corriente de nuestros ocultos designios?,
se preguntó Singe, preocupado. Sabía lo lejos que podía llegar el enemigo para frustrar su experimento.
No, eso es imposible. Los chupasangres son demasiado vanos y decadentes para comprender el genio de mi hallazgo. Sólo nos están acosando por diversión, como siempre han hecho.
Una sonrisa triunfante se dibujó en el rostro de Lucian. Introdujo la mano en uno de los bolsillos de su gabardina y sacó un frasco tapado y lleno con un denso fluido escarlata.
—Raze no trajo esto —señaló.
El rostro de Singe se iluminó mientras Lucian le arrojaba el frasco. El maduro científico lo sostuvo bajo la severa luz de los fluorescentes. Gracias al anticoagulante que contenía el frasco, la sangre parecía tan fresca como si acabara de ser derramada escasos minutos atrás.
Hola, Michael Corvin,
pensó Singe mientras examinaba con avidez la untuosa muestra de color rojo.
Estaba impaciente por conocerte.
Un pensamiento preocupante lo perturbó. Tanto Pierce como Taylor le habían informado de que habían visto a Corvin en compañía de una Ejecutora, probablemente la misma que había matado a Trix varias horas atrás. Se volvió hacia Lucian y dejó que su inquietud se mostrara en su rostro ajado.
—Si Michael resulta ser el Portador —empezó a decir—, los vampiros podrían…
Lucian desechó sus preocupaciones con un ademán.
—Relájate, viejo amigo. He probado su carne. Sólo faltan dos noches hasta la luna llena. Pronto será un licano. —La sonrisa lupina de Lucian se ensanchó a ojos vista. Singe comprendió y asintió, mientras la intrigante y nueva revelación acallaba sus temores—. Pronto vendrá a buscarnos.
• • •
Unas persianas metálicas de protección empezaron a bajar sobre la ventana de la suite de Kraven. La recepción había terminado hacía tiempo y tanto los distinguidos invitados como los residentes permanentes de la mansión se habían retirado a dormir, pero Kraven no podía descansar. Contempló la cancela principal de la finca hasta que las persianas la ocultaron por completo a sus ojos.
¿Dónde demonios está esa mujer infernal?,
pensó, con el hermoso rostro contraído por la amargura y el resentimiento. Cualquier otro vampiro hubiera sido castigado con toda severidad por un comportamiento tan poco respetuoso y sin embargo Selene continuaba desafiándolo impunemente.
—Zorra frígida y castradora —musitó entre dientes. La ingrata zorra se estaba aprovechando de sus sentimientos hacia ella.
Una rendija de luz de sol reptó sobre la alfombra que tenía a sus pies y Kraven se apartó instintivamente de ella. Un segundo después, las persianas a prueba de luz llegaron al fondo de la ventana y dejaron completamente protegida la habitación de los mortales rayos.
Kraven confiaba en que Selene, dondequiera que estuviese, hubiera encontrado donde cobijarse del sol.
¡Sería muy propio de ella,
pensó indignado,
morirse antes de que haya tenido la oportunidad de castigarla por su comportamiento díscolo!
De una vez y para siempre.
• • •
El sonido del agua que lamía la orilla despertó a Selene, y abrió los ojos sin saber muy bien dónde se encontraba. A pesar del palpitante dolor que sentía en la cabeza, la levantó un poco y se encontró tendida sobre la espalda en medio de una especie de estructura de madera reforzada. Unos maderos cubiertos de algas formaban una especie de techo a unos veinte centímetros por encima de su cabeza. Oía junto a sus pies el rumor reposado del río.
Un río,
comprendió, no sin desconcierto.
Estoy debajo de un muelle.
¿Pero cómo?
Tardó otro momento en darse cuenta de que no estaba sola. Una figura masculina yacía a su lado, con la cabeza apoyada sobre su hombro, como un amante. Durante un momento horrible temió haber sucumbido finalmente a los interminables cortejos de Kraven y entonces reparó con alivio en los despeinados rizos de color castaño de la durmiente figura, muy diferentes al cabello liso y negro de Kraven.
¡Alabados sean los Antiguos!,
pensó.
Parpadeó mientras la niebla se aclaraba en su mente.
Por supuesto,
comprendió al reconocer al humano que tenía junto a sí.
Michael Corvin.
Gran parte de los sucesos de la pasada noche regresaron a ella, aunque seguía sin saber cómo habían terminado Corvin y ella escondidos debajo de un embarcadero a la orilla de Budapest. Lo último que recordaba era estar huyendo como alma que lleva el diablo en su Jaguar de un licano inusualmente persistente. Y una hoja cruel hiriéndole en el hombro a través del techo de su coche…
Volvió la cabeza y descubrió que le habían vendado toscamente el hombro en cuestión con lo que parecía un trozo de la camiseta negra de Corvin.
¿Me venda la herida después de que entrara en su casa y lo secuestrara a punta de pistola?
No sabía si sentirse agradecida por sus esfuerzos o pasmada por su ingenuidad.
Bueno, es médico,
recordó.
Supongo que se toma muy en serio su Juramento Hipocrático.
Haciendo acopio de sus escasas fuerzas, trató de incorporarse todo cuanto le permitiera el techo de madera que tenía sobre la cabeza. Al dirigir la mirada a un lado sintió un fuerte dolor en los ojos y entonces, de repente, se dio cuenta de que había rayos de luz solar a su alrededor, por todas partes, penetrando por las diminutas grietas y agujerillos de los tablones. Los rayos dorados la rodeaban como una celosía de letales láseres.
—Perfecto —musitó con sarcasmo.
Consternada por la precaria situación en la que se encontraba, buscó en un gesto reflejo sus armas pero encontró vacías las dos pistoleras. ¿La había desarmado Corvin al mismo tiempo que le había curado el hombro herido? Incómoda sin un arma en la mano, registró el barro que tenía alrededor con los dedos pero al hacerlo se acercó demasiado a uno de los cáusticos rayos.
¡Pfffftttt!
El rayo tocó el dorso de su mano e hizo que la expuesta carne blanca empezara a crepitar inmediatamente. Apartó la mano de una sacudida y se encogió de dolor mientras empezaban a brotar finos zarcillos de humo gris de sus nudillos escaldados. Introdujo con rapidez la mano en el frío barro y a continuación exhaló ruidosamente mientras la gélida humedad aliviaba en la medida de lo posible su chamuscada piel.
Maldición,
pensó.
Sabía que tenía que haberme puesto guantes para esta misión.
Ahora que había aprendido la lección permaneció absolutamente inmóvil, sin mover un solo músculo, mientras observaba cautelosamente los luminosos rayos que se colaban desde el exterior. La fragmentada luz del sol la había paralizado de manera efectiva. Casi no podía ni tiritar sin topar con uno de sus peligrosos haces.