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Authors: Greg Cox

Tags: #Aventuras, #Fantasía

Underworld (33 page)

BOOK: Underworld
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¡No!,
se rebeló, incapaz de aceptar la extinción tras tantos siglos de vida y poder. Ignorando el dolor que recorría todo su cuerpo, levantó laboriosamente la cabeza del suelo. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para tratar de escapar.
¡Debo escapar de aquí! ¡Debo sobrevivir!

Una enorme zarpa cayó sobre su cabeza y la inmovilizó en el suelo unas garras afiladas se hundieron en su cuero cabelludo mientras el licántropo se inclinaba para acercarse a ella y le gruñía al oído. El caliente y pútrido aliento de la criatura le calentó la mejilla como si fuera un horno y le dio náuseas. Apoyando las palmas de las manos en el suelo, Amelia trató de superar la presión de la pesada zarpa del licántropo pero fue en vano; estaba demasiado débil para resistirse.

¡No puede ser!,
protestaron inútilmente sus pensamientos.
Soy una inmortal, uno de los Antiguos… no puedo morir a manos de un sucio animal.

El sonido de unos pasos sobre el suelo del tren se le acercó. Giró la cabeza y levantó la vista lo suficiente para poder ver a un hombre negro de gran estatura, ataviado con una chaqueta de cuero marrón, que caminaba con calma hacia ella. A diferencia de sus camaradas licanos, éste licántropo había conservado su forma humana; su cráneo desnudo era tan pelado como hirsutos los de los hombres-lobo. Amelia supuso que se trataba del macho alfa que había dirigido aquella emboscada blasfema.

El licano traía en las manos una brillante caja de metal. Sin decir palabra, la colocó en el suelo y abrió la tapa. Metió la mano y sacó un juego de jeringuillas hipodérmicas vacías. Las agujas vacías de las jeringuillas tenían al menos tres centímetros de longitud.

Los ojos blancos e inhumanos de Amelia se abrieron de terror al ver las crueles herramientas.
¡Mi sangre no!,
pensó, histérica.
¡En el nombre del Ancestro, no me saquéis la sangre!

Raze sonrió.

• • •

El coche patrulla corría por un barrio ruinoso y lleno de pintadas. La luz amarillenta de los faros competía con la severa iluminación blanca de las farolas. Las sirenas del vehículo aullaban sin descanso para abrir un camino franco en medio del tráfico nocturno. Fueran donde fuesen, tenían prisa por llegar.

En el asiento de atrás, separado de los dos agentes de policía uniformados por una placa de malla de acero, Michael estaba poniéndose más enfermo a cada segundo que pasaba. La frente le ardía como si estuviera incendiada y un palpito insoportable recorría su cuerpo entero. Una película de sudor frío le pegaba la sucia camiseta al cuerpo. Tenía la boca tan seca como el desierto de Kalahari. Jesús, esto no deja de empeorar. ¿Qué demonios me está pasando?

Quería pensar que los dos policías lo estaban llevando a un hospital pero no parecía probable. No le había dado la impresión de que aquellos hombres estuvieran demasiado preocupados por su bienestar. Se preguntó si serían verdaderos policías. Era una idea absurda pero se dijo que a estas alturas, tenía derecho a sentir una cierta paranoia.

Una gota de sangre cayó sobre la rodilla de sus mugrientos pantalones y se llevó una mano al labio superior. Cuando la apartó, estaba roja y pegajosa.

Mierda.
Estaba sangrando por la nariz.

Volvió la mirada hacía la ventanilla del coche y contempló el paso fugaz de las aceras y edificios iluminados. Según parecía se dirigían al norte, siguiendo la ruta de la línea de metro más antigua de la ciudad, construida hacía más de un siglo. En aquel momento el coche estaba pasando por los bulliciosos barrios de mala catadura que rodeaban la Plaza Matyas. Michael veía a las prostitutas locales ofreciendo su mercancía con aire estólido bajo las farolas, sin prestar la menor atención al coche de policía que estaba pasando a poca distancia de ellas. Aunque ilegal, la prostitución se respetaba más o menos en los barrios menos respetables de la ciudad.

La mirada agotada de Michael se dirigió al cielo nocturno cubierto de nubarrones. De improviso, antes de que supiera lo que estaba ocurriendo, la luna llena asomó la cara por detrás de un banco de furiosas nubes de tormenta.

El brillante disco blanco provocó una respuesta inmediata. Los ojos castaños de Michael se dilataron y menguaron hasta convertirse en sendos puntitos negros. Su corazón latía con tal fuerza que sus oídos estaban llenos con lo que parecía la turbulencia desatada de un huracán interminable. Sus tripas se encogieron en su interior y expelieron un gemido torturado de sus agrietados y sangrantes labios. El estómago le dolía como si le estuvieran dando la vuelta desde dentro.

En el asiento delantero, los dos policías intercambiaron una mirada antes de volverse hacia el angustiado prisionero. Un destello de preocupación pasó por sus rostros malhumorados, como si temieran que Michael fuera a vomitar en cualquier momento.

—Oye, Taylor —dijo uno de los policías. Era el del cabello largo armado con una escopeta—. ¿Y si lo sacamos y le ponemos una inyección?

El conductor miró a Michael por el espejo retrovisor.

—No —murmuró a su compañero, cuyo nombre era, según había creído averiguar Michael, Pierce—. Se pondrá bien.

Taylor le habló directamente.

—Vamos, tío, aguanta. —Volvió a mirar la calzada—. Casi hemos llegado.

¿Adonde?,
se preguntó Michael, pero lo único que escapó de su garganta fue otro gemido dolorido. Hasta el último músculo de su cuerpo estaba convulsionándose sin control. El latido de sus oídos estaba incrementándose de manera exponencial. Su visión era borrosa, el color estaba desapareciendo y el mundo estaba convirtiéndose en una sombras gris monocromática. Al mismo tiempo, su sentido del olfato se había incrementado poderosamente. Tanto, que la fétida peste de las calles empezaba a resultar insoportable. Se trago el nauseabundo olor y se llevó las manos al estómago.
Oh Dios mío
, pensó con una mueca.
¿Cómo puedo sentirme así de mal y no morir?

—Sí, lo sé —dijo Taylor en respuesta a los gemidos de Michael. Lo estaba mirando desde el otro lado de la sólida rejilla de metal. Michael creyó detectar un atisbo de simpatía en la voz áspera del conductor—. La primera vez es una putada, duele la hostia. Pero después de poco tiempo empezarás a controlarlo y podrás cambiar cuando quieras. La luna no supondrá la menor diferencia.

¿Cambiar?
De algún modo, la palabra logró atravesar las palpitaciones de su cerebro. ¿Era eso lo que estaba sufriendo, el primer estadio de su transformación en un auténtico hombre-lobo?
¡NO!,
pensó Michael embargado por el horror, sin importarle las convulsiones que lo estaban sacudiendo.
No es posible. ¡No es posible!

Incapaz de articular palabra, gruñó con más fuerza. Taylor sacudió la cabeza y a continuación encendió la radio. Una ensordecedora canción de rock gitano llenó el coche patrulla.

Un violento espasmo sacudió a Michael de la cabeza a los pies. Su espalda se arqueó de agonía, como si lo estuvieran sometiendo a una sesión de electroterapia. Se mordió con fuerza el labio inferior y estuvo a punto de arrancarse la lengua. Su corazón palpitaba como un tambor de guerra dentro de su pecho mientras el cartílago que lo rodeaba empezaba a quebrarse y a crujir. Los tendones se retorcieron y serpentearon, haciendo que los huesos ensangrentados cambiaran dolorosamente de posición.

Toda su estructura ósea empezó a cambiar de forma. Embargado por el horror, Michael se quitó la camiseta y contempló, hipnotizado a pesar del tormento que estaba sufriendo, cómo crujían y se partían sus costillas delante de sus mismos ojos y empezaban a moverse en cascada como teclas de piano bajo su piel palpitante.
¡Santa madre de Dios!,
pensó. En los más de ocho años que había durado su carrera, que incluía algunos episodios bastante espeluznantes en el servicio de urgencias, jamás había presenciado algo tan asombroso o grotesco.
¡Joder, supuestamente el tejido humano no se comportaba así!

Una oleada de vértigo lo abrumó. Se agarró al asiento como un adolescente borracho con un delirium tremens de caballo. Trató de aferrarse con todas sus fuerzas a la vida, que ahora se le antojaba preciosa, mientras la metamorfosis aceleraba su ritmo.

Unas venas pulsantes de color negro agrietaron el blanco de sus ojos y se extendieron como trepadoras tropicales hasta que los sensibles orbes castaños de Michael adquirieron un antinatural tono cobalto. Su cara y su cuello empezaron a llenarse de manchones moteados parecidos a capilares reventados, y su piel se fue ennegreciendo. La carne pálida y desangrada adquirió un áspero tono grisáceo.

Las encías de Michael se hincharon al mismo tiempo que, empezando por los caninos, sus dientes se hacían más grandes y pronunciados. Muy pronto no pudo siquiera cerrar la boca a causa de la trampa para osos que formaban los colmillos afilados que sobresalían de sus mandíbulas. Necesitaba una boca más grande. Las uñas de los dedos empezaron a crecer a velocidad preternatural hasta convertirse en garras amarillentas y curvadas como garfios que se clavaron en la tapicería del asiento. El vinilo se desgarró con un fuerte ruido.

El sonido llamó la atención de Pierce. El hirsuto policía se volvió para inspeccionar a Michael desde el otro lado de la malla metálica.

—¡La hostia puta! —balbució—. ¡Está cambiando aquí mismo, en el puto coche! ¡Frena! ¡Frena!

Atrapado en plena transformación, Michael lanzó una patada salvaje contra la pantalla metálica que lo separaba de los dos supuestos policías. ¡Boom! El ensordecedor impacto metálico acalló por un instante la música de rock que emitía la radio.

Al volante, Taylor se volvió rápidamente y, para su sorpresa y asombro, se encontró cara a cara con Michael, que estaba ya a medio camino de completar su transformación. Unos ojos brillantes y azulados lo miraban desde debajo de una frente hirsuta y rugosa. Su nariz se había convertido en un hocico animal de temblorosas fosas nasales. Afilados caninos e incisivos asomaban desde el interior de unas fauces alargadas, casi lupinas. Resbalaba saliva por su barbilla mientras mostraba sus recién nacidos colmillos y los liberaba con un rugido furioso.

Cogido por sorpresa, el conductor perdió el control del coche, que se escoró hacia la derecha, hizo un giro inesperado y se introdujo en una mugrienta callejuela adoquinada cuyas paredes parecieron abalanzarse sobre ellos. Taylor pisó el frenó y el coche patrulla se detuvo con un chirrido de las ruedas, pero sus tres pasajeros salieron despedidos. El cuerpo convulso de Michael chocó con la malla que lo separaba de los asientos delanteros y la agrietó.

Ignorando el brusco frenazo del coche, el enloquecido norteamericano trató de salir del coche a la fuerza. Lanzó una patada salvaje a una de las ventanas y una telaraña de grietas se extendió sobre el cristal fracturado. Otra buena patada y el cristal fue historia.

Presa del pánico, Pierce y Taylor salieron del coche.

—¡Saca el equipo! —gritó Taylor a su camarada mientras él se acercaba a su prisionero para tratar de calmarlo—. ¡Pronto!

Ya fuera del vehículo, Pierce se inclinó sobre el asiento del copiloto y registró apresuradamente la guantera. Sacó un estuche de nylon sin marcas y lo abrió. En su interior había varias jeringuillas cargadas. Cogió una de ellas y mordió el capuchón de protección de la aguja con los dientes. Con un giro de la cabeza sacó el capuchón y a continuación lo escupió al suelo del callejón.

Mientras tanto, Taylor abrió la puerta trasera del coche patrulla y sujetó a Michael por los brazos y las piernas. Utilizando todo su peso, trató de derribar al humano medio transformado. Michael no tenía todavía el peso y el tamaño de un licántropo. De lo contrario el enfurecido policía no habría tenido ninguna posibilidad sin recurrir a su propia forma bestial.

—¡Vamos! —gritó a Pierce con impaciencia—. ¡Clávasela! ¡Clávasela!

Aquellos gritos no significaban nada para Michael, cuyo intelecto había desaparecido casi por completo bajo un maremoto de rabia primaria y abandono. Ahora lo único que le importaba era salir de los estrechos confines del coche patrulla. Podía oler la ansiedad de los dos frenéticos policías y el provocativo aroma sólo servía para enloquecerlo aún más.

Forcejeando, cogió a Taylor por la mandíbula y a continuación empujó su cabeza con todas sus fuerzas contra el marco metálico de la puerta. ¡Thwack! Taylor retrocedió tambaleándose, con las dos manos en el cráneo. Aturdido momentáneamente, el pelirrojo policía cayó de rodillas junto al coche. Una rabia púrpura ensombreció su semblante mientras hacía rechinar los dientes y fulminaba con una mirada de odio al poco cooperativo prisionero que llevaban en el coche.

Pero antes de que Michael pudiera aprovecharse de la momentánea incapacidad de Taylor, el segundo policía se le echó encima con la jeringuilla en la mano. Le clavó la punta de la hipodérmica en el cuello y Michael sintió un agudo dolor debajo de la barbilla. Pierce apretó el émbolo y una repentina sensación ardiente se extendió a partir de la vena yugular de Michael por todo su cuerpo.

Echó la cabeza atrás y lanzó un aullido de agonía.

Capítulo 25

K
raven se aproximó con nerviosismo a la pared de plexiglás que rodeaba la cámara de recuperación. Al otro lado de la transparente barrera vio a Viktor, de pie y expectante, enfundado por completo en una túnica de seda. Saltaba a la vista que el continuado flujo de sangre le había sentado muy bien al Antiguo. Kraven se quedó boquiabierto al ver cómo se había recuperado su cuerpo, descarnado hasta hacía muy poco. El Antiguo se parecía cada vez más a su antiguo yo, cosa que no casaba demasiado bien con los planes del regente.

¿Cómo demonios voy a arrebatarle a un ser así el control del aquelarre, aunque cuente con la ayuda de Lucian?
La tremenda injusticia de la situación lo inflamó…
¡Maldita seas, Selene! ¿Por qué no podías dejar a Viktor bajo tierra, donde debía estar?

—He mandado a buscar a Selene, no a ti —dijo Viktor con una voz mucho menos seca y áspera que antes.

Kraven inclinó la cabeza.

—Ha desafiado vuestras órdenes y ha abandonado la mansión, mi señor.

Un destello de furia contrajo el semblante severo y anguloso de Viktor.

—Tu incompetencia nos está costando muy cara.

—¡No ha sido culpa mía! —protestó el regente—. ¡Se ha vuelto loca, está como obsesionada! Piensa que estoy detrás de no sé qué ridícula conspiración.

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