Al ver que Selene no respondía, y mucho menos suplicaba clemencia, giró sobre sus talones y se encaminó a grandes zancadas a la puerta. Para su sorpresa, Selene descubrió que aún le quedaba odio suficiente para hacer un último comentario de despedida.
—Dime una cosa —le preguntó con frialdad—, ¿Tuviste el valor suficiente para cortarle la piel del brazo o lo hizo el propio Lucian por ti?
Kraven trastabilló. Se revolvió presa de una desazón asombrada y la miró con los ojos tan llenos de furia como si acabara de golpearlo por la espalda. Su expresión de temor confirmó a Selene lo que sólo sospechaba: que Kraven estaba aliado con Lucian desde hacía mucho tiempo.
¡Traidor!,
lo acusaron sus ojos inmisericordes.
Kraven tragó saliva y entonces, con gran esfuerzo, recobró la compostura. De alguna manera logró esbozar una sonrisa lasciva.
—Recuerda mis palabras. Muy pronto verás las cosas a mi manera.
Huyó de la habitación para no dar a Selene la oportunidad de decir la última palabra. La puerta se cerró con tanta fuerza que las lámparas de las paredes traquetearon. Selene oyó una llave que cerraba la puerta desde el otro lado. Ahora era prisionera en sus propios aposentos. Las persianas de metal cubrían la ventana que Michael había roto cuando había huido de la mansión. Por allí no podría escapar, no mientras el sol siguiera brillando al otro lado.
Se aproximó a la puerta del pasillo, incapaz de resistirse a la tentación de probar la cerradura. Puso una mano en el pomo de cristal.
—Ni se te ocurra —dijo Soren con brusquedad desde el otro lado de la puerta.
• • •
La puerta se cerró con fuerza y Erika dio un respingo. Oculta aún en la oscura alcoba, escuchó atentamente cómo le daba Kraven instrucciones a Soren y sus hombres.
—Que nadie abra esta puerta, ¿comprendido? No puedo permitirme el lujo de que mi futura reina vuelva a escaparse con ese licano.
Las palabras de Kraven le atravesaron el corazón como una estaca de madera.
Mi futura reina.
En ese momento comprendió que nada había cambiado. A pesar de las negativas y traiciones de Selene, a pesar de que Erika le había entregado voluntariamente su sangre y su cuerpo preciosos, Kraven seguía obsesionado con Selene.
Siempre Selene.
Erika se refugió de nuevo en la alcoba y se fundió con las sombras mientras Kraven pasaba a grandes pasos por el pasillo. La traicionada y despechada sirvienta sintió que los últimos rescoldos de su devoción morían, reemplazados por un ansia de algo muy diferente a todo lo que había anhelado hasta entonces.
Venganza.
L
a luz del sol entraba por la ventana del piso franco. Calentaba los huesos doloridos de Michael pero no hacía gran cosa por exorcizar los miedos y frustraciones que atormentaban su mente febril, que por fin, después de las largas y agónicas horas encadenado a la pesada silla, se había sumido en la inconsciencia. Empapado en sudor, se agitó con incomodidad en su asiento, mientras una nueva salva de imágenes inquietantes invadía sus sueños.
Un finísimo látigo hecho de hebras de plata lo azota y le arranca la carne de los huesos. Resbalan lágrimas por las mejillas de su amada Sonja mientras lucha fútilmente contra el aparato de tortura que la mantiene prisionera. Sus ojos blancos clavados en los de él, inundados con una mezcla conmovedora de miedo y pesar…
Como una bandada de gárgolas malignas, los miembros del Consejo de los vampiros, sentados sobre regios pilares de piedra, contemplan con total desprecio a los prisioneros. Sus rostros blancos como el hueso no guardan la menor piedad para Sonja o para él mientras presencian con gélido desdén las torturas de los dos cautivos…
No muy lejos, atrapados tras los barrotes hechos de una aleación de hierro y plata, los compañeros de manada de Michael protestan con gruñidos. Arrojan sus débiles cuerpos de hombre contra los barrotes de la mazmorra, desesperados por acudir en su socorro, pero sus enfebrecidos esfuerzos no dan fruto…
El látigo de plata vuelve a restallar…
Michael despertó de repente. Todavía sentía la mordedura salvaje del látigo. Parpadeó varias veces, confuso, sin saber muy bien dónde se encontraba. Tardó varios instantes en comprender que la tenebrosa mazmorra iluminada por antorchas había desaparecido, sustituida por el entorno más mundano del piso franco de Selene. Sin pensar, trató de frotarse los ojos con los nudillos y al hacerlo descubrió que una de sus manos estaba unida a la silla por unas esposas de metal.
Es cierto, recordó. Estoy atrapado.
La constatación de aquel hecho provocó una respuesta iracunda. Gruñendo de esfuerzo, tiró con todas sus fuerzas de la cadena. Se debatió de un lado a otro, tratando de soltarse con toda la fuerza de su cuerpo.
Las esposas no cedieron ni una fracción de milímetro.
—¡Hija de puta! —gritó Michael con voz entrecortada por el esfuerzo. No sirvió de nada. La pesada silla de titanio y él estaban unidos irrevocablemente.
Gracias a Selene.
¿Qué creía que estaba haciendo al dejarlo atrapado de aquella manera? Oh, sí, recordó. Temía que me convirtiera en una masa de pelo y colmillos cuando saliera la luna llena.
—Hombre-lobo, y una mierda —murmuró. Se negaba a aceptar las locuras de Selene.
Sí, algo le estaba pasando, aún tenía temblores y fiebre, pero… ¿licantropía? ¡Dame un respiro!
Mientras miraba a su alrededor en busca de una manera de escapar, su mirada se posó sobre la pistola que reposaba sobre su regazo. Cargada con balas de plata, nada menos, evidencia de la absurda situación a la que había llegado su vida. Recordaba haber utilizado una pistola parecida para salir del Jaguar de Selene hacía dos noches.
Espera un segundo, pensó mientras se le ocurría una idea. Era una salida desesperada y posiblemente peligrosa pero, ¿qué otras opciones tenía?
Temblando, levantó el arma. Su mano sudorosa se cerró sobre la fría empuñadura de acero. Antes de que tuviera tiempo de pensar demasiado en lo que estaba haciendo, apoyó el cañón del arma sobre la implacable cadena metálica. Cerró los ojos, volvió la cabeza y apretó el gatillo.
¡BANG!
El retroceso y la detonación fueron demasiado para él. Se encogió espasmódicamente y dejó caer el arma. La pistola rebotó sobre el suelo de madera y fue a detenerse poco más allá de su alcance. Qué más da, pensó. Dudaba que tuviera valor para volver a intentar aquel truco absurdo. Estaba seguro de que le había faltado poco para morir instantáneamente, alcanzado por algún fragmento de metralla.
Pero, ¿había funcionado? Con la respiración entrecortada, se volvió para inspeccionar las absurdamente resistentes esposas. El corazón se le encogió al instante.
La cadena no tenía ni un rasguño.
• • •
Kahn recorría el dojo arriba y abajo mientras sus tropas se preparaban para actuar. Media docena de Ejecutores, hombres y mujeres, estaban introduciendo cargadores de plata sólida en sus armas. Amelia debía llegar a la estación dentro de pocas horas, no mucho después de la puesta de sol, y Kahn quería asegurarse de que un equipo completo de seguridad la estuviera esperando. Con toda la actividad licana de las últimas noches, no convenía dejar nada al azar.
Es una lástima, pensó, que no hayamos tenido tiempo para producir en masa la nueva munición de nitrato de plata. Hasta el momento, el arma que reposaba todavía en el banco de trabajo era el único prototipo funcional.
Un rostro estaba sospechosamente ausente: el de Selene. Kahn no podía sino preguntarse qué le habría ocurrido a la capaz inglesa, a la que siempre había considerado una de sus más resueltas y valientes camaradas.
¿Será cierto lo que cuentan de ella?,
se preguntó, con los pensamientos ocultos detrás de una máscara de frío profesionalismo. Le costaba creer que Selene, precisamente ella entre todos los inmortales, fuera a traicionarlos por amor a un licano.
Y sin embargo eso era lo que les había asegurado Kraven, con el respaldo presumible del propio Viktor. Aún tenía que hablar con Viktor en persona, puesto que no tenía acceso a la cripta durante el período de recuperación, pero le costaba creer que Kraven fuera tan necio como para acusar a Selene de traición sin contar al menos con la tácita aprobación de Viktor.
¿Y quién soy yo para cuestionar el juicio de un Antiguo?
Kahn sacudió la cabeza y permitió que un gesto ceñudo revelara parte de la infelicidad que sentía. Había allí algo que no cuadraba. Había sido la propia Selene la que, dos noches atrás, en aquel mismo lugar, había tratado de convencerlo con vehemencia de que los licanos estaban preparando algo importante. ¿Cómo podía haber cambiado completamente el sentido de sus lealtades en menos de cuarenta y ocho horas? A menos que su acalorada demostración de inquietud no fuera más que una estratagema para desviar las sospechas…
Con un gesto furioso, Kahn insertó un cartucho en su AK-47 modificado. Odiaba toda esa mierda del doble juego y el espionaje. Él era un soldado, no un maestro de espías.
A mí dadme algo peludo y aullante para dispararle,
pensó con amargura.
A ser posible a corta distancia.
Unos pasos en las escaleras lo alertaron de la llegada de Kraven al dojo. El regente vestía de etiqueta, sin duda por la proximidad de la llegada de Amelia. Su sedoso traje negro contrastaba poderosamente con la ropa de cuero reforzado que vestían Kahn y sus camaradas Ejecutores.
Kahn levantó el rifle y lo apoyó contra su pecho.
—Estamos preparados —informó a Kraven.
—Cambio de planes —le anunció el regente sin darle mayor importancia. Una sonrisa de satisfacción fue lo primero que advirtió a Kahn de que algo andaba mal—. Soren y su grupo serán los que recojan a la dama Amelia.
Kahn se quedó boquiabierto.
—Ése es nuestro trabajo —insistió. Y por buenas razones. Había supervisado en persona la seguridad durante los primeros cinco Despertares.
—Ya no —dijo Kraven con suficiencia, sin molestarse siquiera en disimular la perversa satisfacción que le provocaba la consternación del otro vampiro. Parecía casi imposible que Kraven hubiera sido un Ejecutor, y mucho menos el que había acabado con el poderoso Lucian.
¿Cómo puede hacer esto?,
pensó Kahn, incrédulo.
¿Y por qué?
La seguridad de Amelia era un asunto demasiado importante como para jugar a la política con él. Los engranajes de la sospecha empezaron a moverse tras los astutos ojos de color castaño de Kahn mientras Kraven le daba la espalda al comandante militar de la mansión y salía alegremente del dojo.
Puede que Selene no fuera la traidora entre sus filas.
• • •
El sol se ponía sobre la estación de Nyugati, en el extremo noroeste de Pest. Había una fila de limusinas negras aparcadas junto a una plataforma delimitada por cristales y de la que se había alejado expresamente a todos los seres humanos. Sentado en la primera de las limusinas, Soren observaba a través de las ventanas oscuras y polarizadas del coche cómo se hundía el sol tras el horizonte. Esperó a que los últimos rastros de luz del día hubieran desaparecido del cielo antes de emerger de la limusina con una expresión impasible en el rostro.
Flanqueado a ambos lados por fuerzas de seguridad armadas hasta los dientes, lanzó una mirada expectante a la vacía plataforma. En la distancia, en algún lugar situado al oeste, sonó el tronar inconfundible de una locomotora de vapor que se les acercaba.
Justo a tiempo,
pensó con frialdad.
Al cabo de pocos segundos, un tren de pasajeros negro como la pez apareció a la vista, arrastrado por una locomotora de la década de los 30 en impecable estado de conservación. Un antiguo motor de vapor impulsaba los pistones de la locomotora mientras el tren privado entraba en la estación en medio de un chirrido de frenos y envuelto en una nube de vapor ardiendo.
Soren sacó un puntero láser de su bolsillo y, tal como estaba convenido, envió tres señales de color rubí en rápida sucesión al tiempo que el tren se detenía. Las señales tenían por objeto asegurar a los guardaespaldas de Amelia que la estación había sido acotada y asegurada por los hombres de Kraven.
Su señal fue respondida al poco por otra, visible a través de la ventana tintada del primer vagón de pasajeros. Soren imaginó a su colega a bordo del tren, informando al séquito de Amelia de que todo marchaba bien. Hasta el momento, todo estaba yendo según lo planeado.
Las facciones impávidas de Soren no permitían ni sospechar que algo extraordinario estaba ocurriendo, y tampoco cambiaron cuando una garra peluda apareció entre el humo que rodeaba el andén. Observó con tranquilidad cómo subían sigilosamente al tejado del vagón y a su costado cuatro enormes hombres-lobo, matas de pelaje negro y erizado sobre unos cuerpos grotescos y subhumanos.
• • •
Aunque tenía casi quince siglos de edad, la Dama Amelia poseía la belleza juvenil y el porte altanero de una supermodelo internacional. Con el lustroso cabello negro recogido cuidadosamente detrás de la cabeza de perfección marmórea, miraba al mundo con imperiosos ojos de color verde. Un vestido de satén verde sin mangas exponía la belleza de los hombros delgados y blancos, mientras un colgante de plata y piedras preciosas, lo bastante grande para avergonzar a las joyas de la corona de muchos reinos mortales, descansaba sobre la impoluta perfección de su busto.
Acompañada por su séquito y sus guardaespaldas, caminaba por el centro de un vagón restaurante de recargada decoración en dirección a la salida. El viaje desde Nueva York vía Viena había sido muy largo y estaba impaciente por llegar a Ordoghaz. Allí, obedeciendo la más antigua tradición de su pueblo, se enterraría para pasar otros doscientos años de tranquilo reposo.
A decir verdad, anhelaba la quietud completa de la cripta. El siglo XX, lleno de guerras y tumultos entre los mortales, había sido muy cansado, y el que acababa de empezar no prometía menos. Estaba deseando dejar que Marcus se encargara de los desafíos futuros. Puede que el mundo fuera un lugar más ordenado la próxima vez que se levantara de la tumba, dentro de doscientos años.
Aunque lo dudo
, se lamentó para sus adentros. La inmortalidad le había enseñado realismo, entre otras muchas cosas.
La regia procesión atravesó el vagón pasando junto a ricos paneles de madera de cerezo con molduras doradas. Globos luminosos teñidos de naranja imitaban llamas danzarinas en lo alto de unas lámparas eléctricas con forma de candelabros antiguos. La luz inundaba de un brillo suave el interior del tren. Un Ejecutor vestido de cuero y con un rifle automático apoyado en el pecho marchaba delante, mientras que las criadas y doncellas de Amelia marchaban sumisamente tras ella. Los distinguidos miembros del Consejo, cuyos elegantes atuendos se adornaban con insignias y emblemas que manifestaban su ilustre condición, seguían el paso de la Antigua y su séquito. Los más viejos entre ellos habían asistido ya a varios Despertares. Sin duda, esperaban que la transición se produjera con la misma tranquilidad que de costumbre.