El científico austriaco no parecía demasiado impresionado por la violenta muerte de Trix. Cogió un par de fórceps de acero inoxidable y empezó a revolver en las heridas del pecho del licano muerto. Los sonidos carnosos hechos por la exploración descuidada del doctor provocaron náuseas a Raze pero al cabo de unos momentos, Singe logró extraer una brillante bala de plata con forma de champiñón.
—No tiene sentido buscar las demás —declaró. Guardándose mucho de no tocar con sus propias manos el tóxico fragmento, el científico lo dejó caer sobre una bandeja de metal manchada de sangre—. La plata ha penetrado en sus órganos. La regeneración es imposible en este punto.
Raze ya se había dado cuenta. Reconocía un licano muerto en cuanto lo olía.
Ésta te la debo, zorra,
pensó mientras recordaba a la hembra.
A ti y al resto de tu raza.
Tras haber acabado con Trix, Singe lanzó una mirada de apreció al propio Raze.
—Ah, pero para ti aún hay esperanza, amigo mío.
Se le acercó e inspeccionó sus heridas. Las puntas de plata de los shuriken sobresalían de su piel morena.
—Vamos a echar un vistazo más de cerca a estas feas estrellitas, ¿te parece?
Sustituyó los fórceps manchados ahora de sangre por una llave inglesa negra de acero y sujetó con ella una de las estrellas arrojadizas del pecho ancho y lampiño de Raze. El herido licano se preparó para sufrir.
—Relájate —le dijo Singe mientras introducía la llave en un agujero de la estrella y empezaba lentamente a aplicar presión. Giró la llave y Raze se encogió de dolor. Mordió con todas sus fuerzas para no gritar pero un gemido estrangulado escapó de su garganta. Ajeno al evidente sufrimiento del otro licano, Singe utilizó la llave para activar el mecanismo de apuntado de la estrella.
Clic.
La punta de la estrella se replegó al interior del disco de plata y el doctor sacó lentamente el arma de la carne de Raze, un agónico milímetro tras otro—. ¿Lo ves? —anunció mientras sostenía en alto el disco de plata—. No ha sido tan malo.
Para ti es fácil decirlo,
pensó Raze mientras fulminaba con la mirada al sonriente científico licano. El proceso de extracción había sido dolorosísimo y aún había que sacar otras tres estrellas.
A varios pasos de ellos, Lucian decidió al fin salir de su silencio meditabundo.
—Los vampiros no se han dado cuenta de que estabais siguiendo a un humano… ¿verdad, Raze?
El tono de urgencia de su voz se abrió paso a través del dolor que estaba sufriendo Raze.
—No —replicó el maltrecho licano, al mismo tiempo que Singe introducía la llave inglesa en la siguiente estrella—. ¡Aaaarrgh!
Clic.
La segunda estrella salió de su pecho. Raze jadeó y tragó saliva antes de volver a hablar:
—Quiero decir, creo que no.
La incertidumbre de su voz escamó a Lucian. Avanzó hacia Raze para extraer la información del mismo modo que Singe estaba extrayendo la estrella venenosa.
—¿No lo crees o no lo sabes?
Singe insertó la llave en la tercera estrella y Raze necesitó todo su autocontrol para no encogerse de dolor.
—No estoy seguro —balbuceó, en medio de un nuevo arrebato de agonía—. ¡Rrrrgggg!
Clic.
Las puntas afiladas de la estrella se replegaron pero el arma se negó a abandonar el músculo y el hueso de Raze. Singe tuvo que mover la llave de un lado a otro durante un rato, lo que dolió como el infierno, pero finalmente el disco de plata se soltó.
—Ooh, este último estaba realmente metido —comentó Singe con alegría al tiempo que lo dejaba caer en la papelera con el resto de los desechos de plata. Raze advirtió que la bolsa de basura tenía el símbolo que se utilizaba universalmente para los desechos biológicos. Por lo que a los licanos se refería, la plata era tan tóxica como el plutonio.
Que me lo digan a mí,
pensó con irritación. Un rugido empezó a formarse en el fondo de su garganta. Sus manos se convirtieron en garras y las afiladas uñas empezaron a extenderse imperceptiblemente.
Un cronómetro electrónico zumbó en ese momento y Singe se apartó de él y le concedió un momento de respiro. El científico austriaco inspeccionó apresuradamente una fila de tubos de ensayo de cristal que contenían un fluido líquido. Raze había pasado el tiempo suficiente en aquel laboratorio para saber que aquél no era el resultado que Singe y Lucian estaban esperando.
—Negativas, todas ellas —dijo Singe sacudiendo la cabeza—. Nos estamos quedando sin candidatos rápidamente. —Se acercó al árbol genealógico de la pared y subrayó un nombre situado cerca del fondo del complicado gráfico—. Así que debo insistir con toda vehemencia en que echemos un vistazo al tal Michael Corvin.
Lucian dirigió a Raze una mirada mordaz y a continuación salió sin decir palabra de la enfermería. Singe se volvió hacia Raze con una expresión divertida en su rostro marchito.
—Enhorabuena, creo que acabas de colocarte a la cabeza en su lista negra. Después de los vampiros, claro.
¡No ha sido culpa mía!,
pensó Raze, indignado. No sabía qué era lo que más lo enfurecía, si el desprecio silencioso de Lucian o la mofa del doctor. Encolerizado, decidió no esperar a que Singe aplicara la llave a la cuarta y última estrella. Gruñendo como un perro rabioso, se arrancó el proyectil de la carne con las manos desnudas, ignorando el ardiente calor que le provocaba la plata. Las afiladas puntas de la estrella le desgarraron la carne mutilada y desnuda. Manó sangre de la herida y brotó humo de sus dedos mientras Raze echaba la cabeza atrás y aullaba con todas sus fuerzas.
E
n el gran salón la atmósfera era refinada, civilizada. El
Das Wohltemperierte Klavier
de Bach sonaba suavemente como música de fondo mientras la élite del aquelarre daba la bienvenida a sus distinguidos visitantes de Norteamérica. La bebida carmesí, de un pedigrí especialmente delicado y servida en unos cálices de cristal destellante, fluía por la recepción con largueza. Las damas y los caballeros vampiros, ataviados con sus mejores y más elegantes galas, flirteaban decorosamente con sus honrados invitados.
Kraven hubiera debido de sentirse en su elemento. La recepción de gala era precisamente la clase de evento elegante y refinado en la que se sentía como pez en el agua. Pero en cambio ahora, mientras aguardaba junto a la entrada del salón, recibiendo los exagerados cumplidos de los dignatarios extranjeros y devolviéndolos a su vez, estaba distraído y se veía incapaz de divertirse. Sus ojos examinaban sin descanso los rostros de los presentes tratando de encontrar a una vampiresa concreta pero Selene no se encontraba a la vista.
¡Que el Diablo se lleve a esa mujer!,
pensó mientras le ocultaba su creciente frustración a los distinguidos invitados con los que estaba conversando.
¿Dónde demonios se ha metido ahora?
Dirigió la mirada hacia un vampiro alto y de cabello negro que estaba observando la recepción desde un discreto rincón de la estancia. Era Soren, la imponente cabeza de la policía no-del-todo-secreta de Kraven. Aunque supuestamente era tan antiguo como el propio Viktor, Soren tenía la ventaja de ser muy poco ambicioso y prefería poner su considerable fuerza y falta de escrúpulos a disposición del líder de su elección. Irlandés de ascendencia, poseía los anchos hombros y la mirada siniestra propia de sus ancestros. Soren había sido antaño el guardaespaldas personal de Viktor; ahora lo era de Kraven.
El gigantesco jenízaro parecía un poco fuera de lugar en medio de aquella reunión de vividores, pero Kraven se sentía mejor cuando sabía que Soren y su grupo de vampiros escogidos se encontraban cerca por si ocurría algo inesperado. Hacía tiempo que había comprendido que le era necesario contar con una fuerza de seguridad propia, independiente de los obsesivos y a menudo intratables Ejecutores y Soren —pragmático, implacable y brutal cuando era necesario— había demostrado ser el vampiro apropiado para llevar a la práctica las partes más draconianas de los planes de Kraven.
Por desgracia, parecía que ni siquiera Soren era capaz de garantizar que Selene hiciera acto de presencia en un acontecimiento de semejante importancia. Lanzó a Soren una mirada interrogativa pero el pétreo guardaespaldas sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Kraven resistió el impulso de dirigirse corriendo a los aposentos de Selene y arrastrarla hasta allí en persona.
Ya he tenido más que de sobra de su testarudez e insubordinación,
pensó en silencio, enfurecido.
Mi paciencia se está agotando.
Un enjuto y epiceno vampiro que llevaba un pañuelo de seda roja sobre el esmoquin tomó el centro de la sala y golpeó el cáliz con la fina uña de su dedo índice para pedir silencio a los congregados. Kraven reconoció a Dimitri, el más viejo de los enviados de Amelia. El inmortal embajador esperó pacientemente a que las conversaciones de la sala remitieran y a continuación se aclaró la garganta. Kraven comprendió, con cierta impaciencia, que el viejo idiota iba a dar un discurso.
—Puede que nuestras nobles casas estén separadas por un gran océano —dijo Dimitri con voz sonora— pero ambas están igualmente consagradas a la supervivencia de nuestros sagrados linajes. Cuando la ilustre Amelia, a quien me honro de servir, llegue para despertar de su sueño a Marcus, dentro de dos noches, volveremos a estar unidos como un solo aquelarre.
Alzó su cáliz para emplazar a los demás aristócratas a hacer un brindis.
—
Vitam et sanguinem
—recitó.
Vida y sangre.
Un coro de tintineos de cristal secundó el brindis y Kraven levantó su propia copa, dando gracias a que el pomposo enviado hubiese sido parco en su discurso. Kraven echó un vistazo a la puerta, esperando ver a Selene haciendo una entrada tardía pero se vio decepcionado una vez más.
¡juro,
pensó lleno de justa indignación,
que de no haberla elegido para ser mi reina, nunca le permitiría semejante afrenta!
Una mano fría le dio un suave tirón en el codo y al volverse se encontró con la misma criada estúpida de antes —Erika— a su lado. Llevaba, tal como demanda la ocasión, un vestido oscuro de lentejuelas, con guantes negros hasta los codos, que no parecían demasiado llamativos en medio de la deslumbrante generosidad en el adorno de que hacían gala los demás vampiros.
¿Qué demonios quiere ésta ahora?,
se preguntó Kraven, enojado por la intrusión.
La delicada doncella se llevó un dedo recatado a los labios y a continuación señaló el oído de Kraven. Carcomido por la curiosidad, Kraven se inclinó y permitió que le susurrara al oído. Su enfado contra la criada se vio al instante ahogado por una furia volcánica dirigida contra otra persona.
¡No me lo puedo creer!
, pensó, estupefacto.
¿Cómo se atreve?
Sin molestarse en ofrecerle sus disculpas a sus estimados invitados, salió hecho una furia del salón. Subió de dos en dos los peldaños de la escalera imperial de la mansión hasta llegar a la puerta de roble que guardaba los aposentos de Selene. La abrió de par en par y entró sin anunciarse. En efecto, la habitación estaba tan vacía como Erika le había asegurado.
En el exterior se encendió el motor de un coche y Kraven llegó corriendo a la ventana justo a tiempo de ver cómo salía el Jaguar de Selene por la puerta exterior y se perdía en la oscuridad de la noche.
¡Maldición!
Enfurecido, hizo rechinar los dientes mientras las luces traseras del Jaguar desaparecían en la distancia. Consultó su reloj. Eran más de las cinco de la madrigada. El sol se alzaría en cuestión de horas.
Así que, en el nombre de Hades, ¿dónde se cree que va tan deprisa,
se preguntó, presa de una furia incontenible,
y precisamente esta noche entre todas las noches?
Se apartó de la ventana, perplejo y gravemente ofendido. Al examinar la habitación en busca de alguna pista para el inexcusable comportamiento de Selene, vio que su portátil estaba todavía encendido sobre la mesa. Aparentemente, en su apresuramiento había dejado el aparato encendido.
Congelada en la pantalla se veía la imagen de un insignificante mortal, extraída aparentemente de una base de datos de empleados de un hospital. La foto en color de un joven de cabello castaño venía acompañada por el nombre del humano, Michael Corvin, y diversos fragmentos de información: edad, nacionalidad, dirección y cosas así.
Kraven advirtió con desdén que el tal Corvin no tenía más que veintiocho años. Era un cachorro hasta para los mortales.
¿Quién…?
Kraven recordaba vagamente que Selene había dicho algo ridículo sobre que los licanos estaban siguiendo a un humano, pero no terminaba de imaginar qué era lo que podía tener de importante un vulgar mortal.
¿Por éste,
pensó indignado,
me ha dejado sin acompañante en mi propia recepción?
Fuera quien fuese aquel Michael Corvin, Kraven sentía hacia él una profunda antipatía.
• • •
El viejo edificio de apartamentos estaba a años luz de la majestuosa elegancia de la mansión. El vestíbulo enmoquetado necesitaba desesperadamente los servicios de una aspiradora, mientras que las paredes enyesadas estaban manchadas y cubiertas de grietas en algunas zonas. En el techo zumbaba y crepitaba un fluorescente de luz áspera.
Bien,
pensó Selene. Aquella era exactamente la clase de vivienda de clase baja en la que podría encontrarse un estudiante de medicina.
Debe de ser el lugar correcto.
Según su ficha de empleado, el misterioso Michael Corvin vivía en el último piso de aquel edificio de apartamentos de cinco plantas, que se encontraba a un corto paseo de la estación de metro de la Plaza Ferenciek. Recorrió el pasillo vacío contando los números de las puertas hasta llegar al apartamento de Corvin, el 510. Unos números de cobre deslustrado, clavados en una puerta de madera contrachapada, le confirmaron que había llegado al lugar que estaba buscando.
Se detuvo al otro lado de la puerta y consultó su reloj.
Las cinco y cincuenta. Quedaba menos de una hora hasta el amanecer.
Con tan poco tiempo como tenía, no podía perder unos minutos preciosos forzando la cerradura. En lugar de hacerlo, abrió la puerta sin esfuerzo de una patada.
A diferencia de los vampiros del mito y las películas, ella no necesitaba ser invitada para entrar en el apartamento.