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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Un guerrero de Marte (5 page)

El límite de velocidad, según el inventor, depende exclusivamente de la relación fuerza—peso en la construcción del fuselaje. Mi aeronave exploradora monoplaza alcanza fácilmente una velocidad de dos mil haads por zode
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, y no hubiera podido soportar la tensión de un motor más potente, aunque sería fácil aumentar tanto la potencia del primero como la velocidad del segundo por el simple expediente de montar un eje de hélice más largo que llevara un número adicional de cojinetes de inducido.

Al experimentar con el nuevo motor en Hastor, el año pasado, se intentó hacer volar un aparato explorador a la excepcional velocidad de tres mil trescientos haads por zode
[3]
, pero antes de que la nave hubiera alcanzado la velocidad de tres mil haads por zode el propio motor la destruyó en pedazos. Ahora estamos tratando de alcanzar la mayor resistencia con el menor peso y si nuestros ingenieros lo logran veremos cómo aumenta la velocidad hasta alcanzar con facilidad, estoy seguro de ello, las siete mil haads por zode
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ya que, al parecer, este maravilloso motor no tiene límite.

No menos maravillosa es la brújula de control del destino, obra de Carthoris de Helium. Basta con señalar con la aguja a cualquier punto de cualquiera de los hemisferios, abrir el regulador y echarse a dormir, si se desea. La aeronave le llevará a uno hasta su destino, descenderá hasta situarse a un centenar de metros del suelo y se parará, al tiempo que se pone en marcha un despertador. Realmente, es un artilugio muy sencillo, pero creo que John Carter lo ha descrito por completo en uno de sus numerosos manuscritos.

Para la aventura en la que me había embarcado, la brújula de control del destino tenía poco valor para mí, ya que no sabía el lugar exacto donde se encontraba Jahar. Sin embargo, la ajusté mas o menos en un punto a unos treinta grados de latitud sur, treinta y cinco grados de longitud este, ya que pensaba que Jahar se encuentra en algún lugar al sudoeste de ese punto.

Volando a alta velocidad, hacía largo rato que había dejado atrás las zonas cultivadas cercanas a Helium y cruzaba ahora sobre una llanura desolada y desierta de musgo ocre que recubría el fondo del mar muerto que antaño cubría un poderoso océano en cuyo seno se deslizaban los barcos de un pueblo feliz y próspero, ahora poco más que un recuerdo semiolvidado de las leyendas de Barsoom.

En los bordes de las mesetas que un día marcaron la línea costera de un noble continente volé por encima de los solitarios monumentos de aquella antigua prosperidad, las tristes y desiertas ciudades de la vieja Barsoom. Aun en ruinas, sigue habiendo una grandeza y una magnificencia que conserva el poder de asombrar al hombre moderno. Allá abajo, en dirección al fondo más profundo del mar, otras ruinas marcan el trágico camino que había recorrido la antigua civilización en su búsqueda de las aguas de su océano que se retiraban cada vez más, para terminar siendo una fácil víctima de las hordas merodeadoras de fieros hombres tribales verdes, cuyos descendientes son ahora los únicos gobernantes de muchos de estos fondos marítimos desiertos. Odiando y odiados, sin saber qué era el amor, la risa o la felicidad, vivían una existencia larga y fiera luchando entre ellos y contra sus vecinos y tomando como presas a los aventureros que se atrevían a penetrar más allá de los confines de su amargo y desolado dominio.

Por muy fieros y terribles que sean los hombres verdes, pocos son los que tienen una naturaleza tan cruel y han cometido tan sangrientas hazañas que han horrorizado los corazones de los hombres rojos, como las hordas verdes de Torquas.

La ciudad de Torquas, cuyo nombre toman, era una de las más soberbias y poderosas de la antigua Barsoom. Aunque lleva eras abandonada, excepto por las tribus errabundas de hombres verdes sigue estando marcada en todos los mapas, y como se encuentra directamente en mi camino de búsqueda de Jahar y nunca la había visto, había fijado mi curso deliberadamente para pasar por encima y cuando, a distancia, vi sus elevadas torres y almenas, sentí que me invadía la excitación y el reto de la aventura que las ciudades fantasmas de Barsoom ejercen sobre nosotros, los hombres rojos.

Reduje la velocidad y descendí un poco al acercarme a la ciudad, para tener una buena vista de ella. ¡Qué ciudad tan hermosa tuvo que haber sido en su época! Incluso hoy, después de todas las edades que han pasado desde que sus amplias avenidas latían con la vida de los felices y prósperos habitantes, sus grandes palacios siguen de pie en todo su glorioso esplendor que el tiempo y los elementos han suavizado y serenado, pero no destruido del todo.

Mientras describía círculos a baja altura sobre la ciudad vi kilómetros de avenidas que no conocían la huella del pie humano desde hacía incontables eras.

Las losetas de piedra del pavimento estaban cubiertas de musgo ocre y aquí y allá se veía algún árbol escuálido o arbusto grotesco de una de esas variedades que de algún modo se las arreglan para medrar en terrenos baldíos. Los patios silenciosos, vacíos, alegres jardines en tiempos más felices, parecían ojos fijos en mí. Veía algunos tejados hundidos, pero casi todos estaban intactos, soñando, sin lugar a dudas, con la riqueza y la belleza que habían conocido en otros tiempos y podía ver, en mi imaginación, las sedas y pieles de los lechos tendidas al sol, mientras las mujeres se entretenían bajo alegres toldos de seda con sus correajes enjoyados lanzando destellos a cada movimiento de sus cuerpos.

Vi los estandartes flotando al viento en incontables miles de mástiles y los grandes navíos anclados en la bahía subían y bajaban siguiendo las ondulaciones del incansable mar. ¡Lo que era capaz de crear la imaginación a partir del silencio mortal de la ciudad abandonada! Entonces, cuando un círculo ancho oscilante me hizo pasar por encima del patio de un espléndido palacio que se abría sobre la gran plaza central de la ciudad, mis ojos pudieron contemplar algo que agitó mi hermoso sueño del pasado. Pude ver, directamente debajo de mí, una veintena de grandes thoats encerrados en lo que antaño pudo ser el jardín real de un jeddak.

La presencia de aquellas enormes bestias sólo significaba una cosa: que sus dueños verdes tenían que estar cerca.

Al pasar por encima del patio una de las inquietas bestias levantó los ojos, me vio y empezó a gruñir amenazadoramente de inmediato. Al instante, los restantes thoats, agitados por los gruñidos de su compañero, siguiendo la dirección de su mirada me descubrieron e iniciaron un pandemonio de gruñidos y quejidos que dieron lugar a lo que yo había previsto. Un guerrero verde saltó al patio desde el interior del palacio y tuvo tiempo para verme antes de que sobrepasara su línea de visión por encima del tejado del edificio.

Dándome cuenta inmediatamente de que no estaba en el sitio apropiado para detenerme, abrí el regulador y me lancé a una subida rápida para alcanzar mayor altitud. Al pasar por encima del edificio y atravesar la avenida que había delante pude ver que unos veinte guerreros verdes salían de los edificios, escrutando el cielo. El guerrero de guardia les había advertido sobre mi presencia.

Me maldije por mi estupidez al haber corrido un riesgo innecesario por el simple placer de satisfacer mi curiosidad. Al instante inicié un vuelo en zigzag ascendente. Elevándome a la mayor velocidad que me fue posible, mientras el grito de guerra salvaje de los de abajo llegaba con claridad a mis oídos. Vi largos y amenazadores rifles que me apuntaban y oí el silbido de los proyectiles que pasaban a mi alrededor, pero aunque la primera descarga me pasó cerca, ni una sola bala alcanzó mi nave. En unos momentos estaría fuera de su alcance y seguro, aunque rogué a mis antepasados que me protegieran durante los breves instantes que se precisaban para situarme en lugar totalmente seguro. Pensé que lo había logrado, y estaba a punto de felicitarme por mi buena suerte cuando escuché el golpe sordo de un proyectil contra el metal de mi nave y, casi simultáneamente, la explosión del proyectil y me encontré fuera de alcance.

Airados gritos de desencanto llegaban claramente a mis oídos mientras volaba a toda velocidad en dirección sudoeste, aliviado por haber sido tan afortunado como para escapar sin sufrir daño alguno.

Ya había volado alrededor de setenta karads
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desde que salí de Helium, pero era consciente de que Jahar podía estar todavía a entre cincuenta y setenta y cinco karads de distancia y me hice el propósito de no correr más riesgos como aquél del que había escapado con tanta fortuna.

Me estaba desplazando de nuevo a gran velocidad y apenas acababa de congratularme por mi buena suerte cuando, repentinamente, me di cuenta de que tenía dificultades para mantener la altitud. Mi aeronave perdía flotabilidad y casi al instante adiviné, como me lo confirmó luego una investigación, que uno de mis tanques de flotación había sido agujereado por el proyectil explosivo de los guerreros verdes.

Reprocharme mi descuido parecía una inútil pérdida de energía mental, aunque puedo asegurarles que era plenamente consciente de mi falta y de su posible consecuencia sobre la suerte de Sanoma Tora, ya que yo podía estar ahora totalmente eliminado de la continuación activa de su rescate. Los resultados que me afectaban no me abatieron tanto como pensar en el incuestionable peligro en el que tenía que encontrarse Sanoma Tora; mi obsesión por rescatarla había hecho que no entrara en mis consideraciones la menor posibilidad de fallo.

El percance suponía un grave golpe a mis esperanzas, pero no llegó a echarlas por tierra por completo ya que mi constitución es tal que nunca pierdo la esperanza de éxito en cualquier asunto, mientras me quede un hálito de vida.

Cuánto tiempo se mantendría a flote mi aeronave era algo difícil de precisar y como carecía de las herramientas necesarias para hacer reparaciones que conservaran lo que quedara en el depósito agujereado, lo mejor que podía hacer era aumentar mi velocidad de manera que pudiera cubrir la mayor distancia posible antes de verme obligado a aterrizar. La construcción de mi aeronave era tal que a elevadas velocidades tendía a mantenerse por sí sola en el aire con el mínimo de Octavo Rayo en sus depósitos de flotabilidad; pero yo sabía que no estaba lejos el momento en que tendría que aterrizar en estas tierras monótonas y desoladas.

Había cubierto ya alrededor de las dos mil haads desde que me tirotearon sobre Torquas, cruzando lo que había sido un extenso golfo cuando las aguas del océano inundaban las vastas planicies que ahora veía por debajo de mí, áridas y cubiertas de musgo. Podía ver, allá a lo lejos, unas colinas bajas que debieron marcar la línea costera sudoeste del golfo. El fondo del mar muerto se extendía hacia el noroeste hasta donde alcanzaba la vista, pero no era esa la dirección que yo quería tomar, por lo que aceleré para pasar por encima de las colinas confiando en que podría mantener la suficiente altitud para cruzarlas, pero a medida que se acercaban rápidamente esa esperanza se extinguió en mi pecho y me di cuenta de que el fin de mi vuelo era cuestión de segundos. Fue en ese instante que vi las ruinas de una ciudad fantasma al pie de las colinas; no era una visión despreciable ya que casi siempre se encuentra agua en los pozos de estas ciudades antiguas, que han sido mantenidos por los nómadas verdes de las planicies.

Para ese momento ya me encontraba planeando a unos pocos ads
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por encima de la superficie. Había reducido la velocidad todo lo que pude para evitarme un accidente grave al aterrizar, lo que aceleró el final ya que en aquel momento había aterrizado sobre la vegetación ocre a un haad escaso de la zona de pozos de la ciudad abandonada.

CAPÍTULO III

Arrinconado

Mi aterrizaje fue muy desafortunado ya que me dejó al descubierto de quien estuviera en la ciudad, sin lugar alguno donde ocultarme si se daba la circunstancia de que las ruinas estuvieran ocupadas por una de las numerosas tribus de hombres verdes que infestan los fondos muertos del mar de Barsoom, instalando con frecuencia sus cuarteles generales en una u otra de las ciudades abandonadas que se extienden a lo largo de la antigua costa.

El hecho de que por lo general solían escoger habitar en el más grande y magnífico de los palacios antiguos y el que éstos estuvieran a cierta distancia de los pozos hacía bastante posible que, aun en el caso de que hubiera hombres verdes en la ciudad, pudiera alcanzar la seguridad de un refugio en alguno de los edificios más próximos, antes de que me descubrieran.

Mi aeronave estaba inutilizada y nada podía hacer más que abandonarla, de modo que me dirigí rápidamente hacia la antigua costa llevando conmigo solamente mis armas, municiones y unas cuantas raciones de alimentos concentradas. No pude determinar si llegué a los edificios sin ser observado o no; en cualquier caso, los alcancé sin ver señal alguna de criaturas vivientes.

Partes de muchas de estas ciudades antiguas están habitadas por los grandes simios blancos de Barsoom a los que, en muchos sentidos, hay que temer más que a los mismos guerreros verdes porque estas criaturas de aspecto humano no sólo están dotadas de una enorme fuerza y se caracterizan por su extremada ferocidad, sino que son, además, voraces comedores de hombres. Tan terribles que se dice que son las únicas criaturas vivas que pueden inspirar miedo en los pechos de los hombres verdes de Barsoom.

Conociendo los posibles peligros que se podían esconder dentro de las murallas de esta ruina, uno podía preguntarse por qué me dirigí a ellas, pero lo cierto es que no tenía otra alternativa segura. Allá fuera, en medio de la monotonía muerta del musgo ocre del fondo del mar no hubiera tardado en descubrirme el primer simio blanco o marciano verde que se dirigiera a la ciudad desde aquella dirección o que por casualidad surgiera del interior de las ruinas para dirigirse a los pozos. Por tanto, era necesario buscar abrigo hasta que cayera la noche, ya que sólo de noche podría viajar con seguridad por el fondo muerto del mar y, como la ciudad no me ofrecía ningún otro escondite cercano, no tuve más remedio que entrar en él. Puedo asegurarles que no estaba desprovisto de una extrema preocupación cuando trepé a la superficie de la amplia avenida que antaño rodeaba la playa de un activo puerto. A todo lo largo y ancho de su enorme espacio se elevaban las ruinas de lo que habían sido tiendas y almacenes, pero aquellas ventanas sin ojos todo lo que tenían delante era una escena de desolación. ¡Habían desaparecido los grandes navíos! ¡Ya no existía la ajetreada muchedumbre! ¡Ni el océano!

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