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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (54 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Allí no había nadie. El pasillo del fondo estaba vacío, aunque la casa bullía con la actividad cotidiana.

Sin embargo persistía en él la sensación de que alguien había estado allí y luego se había marchado. Tras ponerse la levita y enfundar la espada, se encontró recorriendo el
palazzo
casi a la deriva, sin olvidar saludar con una leve inclinación de cabeza a todos aquellos con los que se cruzaba.

Se acercó al gran despacho del cardenal, pero al ver que estaba cerrado, paseó por una galería, donde admiró los gigantescos tapices flamencos y los grandes retratos de aquellos hombres del siglo anterior con sus enormes pelucas. El cabello blanco parecía burbujear sobre sus hombros. La piel, exquisitamente plasmada, brillaba con vida propia.

De repente se oyó un gran clamor en la planta baja. El cardenal acababa de llegar.

Tonio contempló al cardenal, que subía por la amplia escalinata de mármol blanco rodeado por su séquito de pajes y ayudantes. Llevaba una peluca pequeña, con trenza, en perfecta proporción con su enjuto rostro, y conversaba con sus acompañantes. Se detuvo un instante con la mano en la barandilla para recuperar el aliento y murmuró una broma.

Incluso en aquella pequeña pausa tenía un aire regio. No obstante, pese al lujo de su hábito púrpura, las joyas de plata y la dignidad de su porte, su rostro resplandecía con una alegría espontánea.

Tonio avanzó un paso sin ningún propósito concreto, tal vez con la única intención de seguir viendo a aquel hombre.

Cuando el cardenal se detuvo de nuevo, descubrió a Tonio y lo observó fugazmente. Casi sin darse cuenta, Tonio hizo una reverencia y retrocedió.

No sabía por qué se había mostrado. Se quedó solo, en un corredor oscuro, sólo iluminado por el sol que destellaba en una alta ventana en el fondo. De repente se sintió avergonzado.

Sin embargo, saboreaba la leve sonrisa y la peculiar mirada con que le había obsequiado antes de asentir cariñosa y levemente con la cabeza.

El corazón le martillaba.

—Sal a la ciudad —se dijo a sí mismo.

3

En las semanas siguientes, Guido no volvió a mencionar la conveniencia de que aceptara un papel femenino. No obstante, a medida que progresaba en sus ensayos, Tonio fue adquiriendo el convencimiento de que aquello era del todo imprescindible.

Guido visitó el Teatro Argentina, habló con Ruggiero sobre los otros cantantes a los que había contratado, se tranquilizó al comprobar que toda la tramoya funcionaba a la perfección para cualquier escena que quisiera escribir y cerró el trato acerca del porcentaje que recibiría sobre la venta de la partitura impresa.

Mientras, Tonio compraba al pequeño Paolo toda la ropa que un niño pudiera nunca llevar, desde chalecos bordados con hilo de oro hasta capas de verano y de invierno, pañuelos por docenas, camisas con acabados de encaje veneciano, el favorito de Tonio, babuchas marroquíes…

Era una provocación, pero Guido no tenía tiempo para reprimendas. Por otra parte, Tonio se reveló como un profesor excelente, que enseñaba a Paolo vocalizaciones y latín.

El indómito pelo castaño de Paolo había adquirido una forma civilizada. Siempre iba vestido como si se dispusiera a salir; visitaron los museos por la noche, a la luz de las antorchas, y a Paolo lo aterrorizó el Laocoonte, probablemente por la misma razón que aterrorizaba a todo el mundo, que un hombre y sus dos hijos, atrapados por las serpientes, debieran morir al mismo tiempo.

Tonio también instruía a Paolo sobre los modales propios de un caballero.

Cada mañana, desayunaban los tres juntos ante uno de los altos ventanales, con cortinajes color granate echados a un lado, y Guido tuvo que admitir que le gustaba escucharlos, aunque no le pidieran que participase en la conversación. Le gustaba que la gente hablase a su alrededor siempre y cuando él no tuviera que intervenir.

A Guido le bastaba con las conversaciones que mantenía por las noches. Era recibido en todos lados gracias a las recomendaciones de la condesa, que le escribía con regularidad, y allí donde iba se interesaba por los gustos locales. Fingiendo ignorancia, conseguía que la gente le describiese con profusión de detalles las últimas óperas estrenadas.

Se abría camino en inmensos salones de baile, subía y bajaba las escaleras de los palacios cardenalicios y de las residencias de los diplomáticos extranjeros, y concluyó que se hallaba inmerso en una sociedad muy compacta, mucho más segura de sí misma y más crítica que todas las que hasta entonces había conocido.

¿Y por qué no había de ser así? Estaba en Roma, el núcleo de Europa. Allí acudían todos tarde o temprano a ser encumbrados, humillados, absorbidos, con frecuencia aniquilados o rechazados y expulsados.

En aquel lugar vivían comunidades enteras de expatriados. Aunque la ciudad no había producido un importante número de compositores, como ocurriera en Nápoles, y antes en Venecia, era allí donde las carreras musicales se labraban o se arruinaban. Excelentes cantantes que se habían ganado los laureles en el norte y en el sur podían ser destruidos en Roma, numerosos compositores famosos habían sido sacados a rastras del teatro.

Para la comunidad romana, el sur era demasiado suave. Por más que la belleza de sus parajes los embriagase cuando lo visitaban, no bastaba para impedir que regresaran a Roma. Ridiculizaban a los venecianos, alegando que todo lo que venía de allí era barcarola, el tipo de música que los gondoleros interpretaban en los canales. No sentían ni asomo de compasión por los artistas a quienes habían rechazado en el pasado.

A veces aquel ostentoso esnobismo indignaba a Guido, en especial porque era Nápoles la ciudad que conquistaba el mundo con su talento y Vivaldi, el veneciano, uno de los compositores más prestigiosos de Europa. Pero disimulaba su enfado. Había ido allí a aprender. Y estaba fascinado.

Durante el día frecuentaba los cafés, apuraba la vida de la próspera Via Véneto y la estrecha Via Condotti, pensativo, mientras contemplaba las idas y venidas de los
castrati
, algunos vestidos con atrevidos y lujosos trajes femeninos, otros imponentes en la severidad de su negro hábito clerical, todos seduciendo a la multitud con sus sinuosos ademanes felinos. La frescura de sus rostros y la belleza de sus cabellos atraían todas las miradas.

En los teatros de verano, donde se representaban óperas bufas, observaba a esos muchachos hacer cabriolas en el escenario, y allí, en Roma, más que en ningún otro sitio, comprobó que los eunucos se habían convertido en una moda y en una necesidad.

En Roma la Iglesia nunca había levantado la prohibición de que las mujeres subieran a un escenario, una prohibición que en el pasado había imperado en los teatros de toda Europa. Aquel público nunca había visto a una mujer ante los focos, jamás había presenciado el espectáculo de un cuerpo femenino magnificado por los vítores y aplausos de los mil espectadores que abarrotaban el oscuro recinto.

Hasta en el ballet se podía admirar a bailarines masculinos dando brincos enfundados en largas faldas.

Guido consideraba que cuando se aleja a la mujer de toda una esfera de la vida cuya función es imitar y representar al propio mundo, es inevitable buscarle un sustituto.

Tenía que surgir algo que ocupara el puesto de lo femenino. Y los
castrati
no eran sólo cantantes, bailarines, músicos o meros fenómenos. Se habían convertido en la propia mujer.

Y lo sabían. Era evidente en su manera de mover las caderas, de desafiar y seducir al excitado público.

Guido se preguntaba si Tonio percibía todo aquello o si lo hacía sufrir más allá de lo soportable. ¿Acaso no intuía la increíble multitud de posibilidades que un papel femenino podía brindarle?

¡Qué gran ironía!, pensó Guido, escuchar a esos sopranos subir y bajar la voz. Aquél era el arte que mejor dominaban, pero convertido en una obscenidad divina, más desbordante de sensualidad que la realidad que pretendía imitar.

—Daré que hablar a mis enemigos —había dicho el cardenal en un momento de descuido. Y tenía razón.

Guido suspiró y escribió unas líneas en la libreta que llevaba en el bolsillo. Tomó notas sobre el temperamento, las costumbres, los gustos desenfrenados de la ciudad que se extendía ante sus ojos. Estaba convencido de que en el escenario del Teatro Argentina, el día de Año Nuevo, Tonio tenía que aparecer como mujer. Su voz haría enmudecer a los dioses, y en Roma, él y sólo él debía brillar con aquella fuerza carnal, y no podía soportar que otro joven cantante tuviera esa oportunidad que Tonio se negaba a sí mismo. Tonio debía tenerla, Guido debía vencer.

Aquél era sólo un aspecto más de la guerra que debía librar. Guido quería ganar en todos los frentes. Tenía que llegar a entender esa ciudad, perdonarle su crueldad, o el miedo le impediría alcanzar sus objetivos. Intentó tomarle el pulso con su mente y la convirtió en un paisaje familiar.

Y se enamoró de ella.

San Juan en Laterano, San Pedro en Vincoli, los tesoros del Vaticano, los muros derruidos del antiguo Coliseo, en los que crecían altas hierbas, los fragmentos diseminados del Foro… procuraba imbuirse de todo aquello, mientras observaba pasar los rugientes carruajes de los cardenales, abstraído en el espectáculo de los frailes con capucha, los sacerdotes con sotana, clérigos llegados de todo el mundo para oír la voz del Santo Padre resonar en la iglesia más grande de la Tierra cuya fama cruzaba mares y continentes hasta llegar a los límites de la cristiandad.

Pero ¿qué era lo que hacía vibrar el aire cuando estaba en la Plaza de San Pedro? ¿Qué era lo que daba tanta solidez a aquella ciudad, lo que la hacía aparentemente invencible?

Casi podía oír un zumbido, un bullicio. Como si aquella inmensa metrópoli fuera el núcleo de una montaña volcánica, un caldero que vomitaba fuego y humo, y todos los que vivían y pugnaban en ella estuvieran comprometidos en esa fuerza común.

¿No era, pues, justo que al final todos tuvieran que acudir a ella para pasar la prueba? Que el público maldijera y sacara de los teatros y de la misma ciudad a aquellos que no fueran dignos del panteón. Al fin y al cabo no constituía un mero pasatiempo, hacían uso de su derecho.

Guido volvió a casa.

Estuvo escribiendo hasta que le escocieron los ojos y le resultó imposible imaginarse las notas que trazaba sobre el papel. Tenía un pliego de arias de todo tipo adecuadas a todo tipo de emociones, para todas las voces.

Pero todavía le faltaba el argumento.

Finalmente, el cardenal quiso oír cantar a Tonio.

La ocasión fue una pequeña cena de sólo treinta comensales. La mesa brillaba de luz y caras alegres, deslumbraba con el destello de la plata. El clavicémbalo se hallaba en un rincón de la sala.

Guido le dio a Tonio un aria sencilla que no revelaría ni una cuarta parte de su talento y potencia, cuya partitura había confiado a la memoria hacía tiempo. Alzó la vista del teclado para observar a aquel reducido público mientras Tonio empezaba a cantar.

Las notas de Tonio eran altas, puras, y rezumaban tristeza. Provocaron las pausas oportunas en la conversación, y en determinados momentos algún invitado volvía la cabeza con descaro.

El cardenal miraba fijamente al cantante. Sus ojos rasgados, de párpados extraños y lisos, emitían un leve fulgor.

No obstante, sin desatender las muchas exigencias que requerían su atención, el hombre devoraba cuanto tenía en el plato. En su forma de comer se adivinaba una clara sensualidad. Cortaba la carne en trozos grandes, bebía el vino a largos sorbos.

Sin embargo, era de una constitución tan delgada que parecía quemar todo lo que consumía. Una necesidad transformada en vicio, incluso cuando se llevaba las resplandecientes uvas a la boca.

Al terminar la cena, clavó un largo cuchillo con el mango de nácar en la mesa, de forma que quedara derecho, y apoyó la barbilla en él.

Tenía los ojos clavados en Tonio y un aire meditativo, placentero para los que lo rodeaban, pero secretamente absorto.

A menudo, Guido se sentaba solo, a altas horas de la noche, ante su escritorio, demasiado cansado para escribir. En ocasiones, demasiado cansado incluso para desnudarse y meterse en la cama.

Deseaba poder tumbarse junto a Tonio, pero los tiempos en que dormían abrazados toda la noche habían quedado atrás, al menos de momento. De nuevo lo invadió aquel miedo, contra el cual no hallaba defensa en aquellas habitaciones extrañas.

Sin embargo encontraba un placer innegable en ir en busca de su amor, una dulce y misteriosa sensación al cruzar aquella gran extensión de frío suelo, abrir puertas, acercarse a la cama.

Dejó la pluma sobre el escritorio y miró las páginas que tenía delante. ¿Por qué resultaban tan insípidas, tan carentes de inspiración? Pronto tendría que darles una forma final. Se había pasado la noche leyendo los libretos de Metastasio, un autor romano que en aquellos momentos causaba furor, pero seguía sin encontrar un argumento, no lo encontraría hasta que ganara la batalla que aquella noche no había tenido la oportunidad de librar.

Pero en aquellos momentos otro asunto acaparaba su atención. Deseaba a Tonio.

Dejó que su pasión se encendiera despacio.

Tarareaba para sí, se acariciaba los labios con los nudillos mientras se dejaba llevar por sus fantasías.

Luego cruzó la habitación de puntillas. Tonio estaba profundamente dormido, el cabello en hebras sueltas sobre los ojos, el rostro tan hermoso e inerte como los de las blancas y enternecedoras figuras de Miguel Ángel, pero cuando Guido se acercó, lo sintió cálido al contacto de su beso, al tiempo que la mano buscaba su cuerpo bajo la colcha. Tonio abrió los ojos, gimió momentáneamente deslumbrado; se debatió. Estaba ardiendo, tenía la piel tan caliente como un niño consumido por la fiebre. Abrió la boca para que Guido lo besara.

Después se quedaron tumbados juntos en la oscuridad. Guido luchaba contra el sueño, ya que no podía permitirse que lo encontraran dormido allí.

—¿Sigues siendo del todo mío? —susurró, sin esperar otra respuesta que el silencio de la habitación.

—Siempre —respondió Tonio, adormilado. No parecía su voz, sino la de alguien que durmiera dentro de él.

—¿Nunca ha habido nadie más?

—Nunca.

Tonio se agitó, pasó el brazo por el hombro de Guido para mordisquearle el pecho. Se quedaron inmóviles, el tórax liso y cálido de Tonio contra el sexo de Guido, y éste sintió la suavidad de aquel pelo negro cuya textura siempre lo había asombrado.

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