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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (49 page)

Acababa de aparecer el maestro Cavalla con Benedetto. Guido se volvió al instante hacia Tonio y le ordenó que se situara junto al clavicémbalo y esperara.

No sabía qué hacer con los brazos. Tenía el pergamino en la mano, pero ¿a qué altura debía levantarlo? Entonces recordó que iba a cantar la propia anfitriona y que todo el mundo estaría obligado a prestar atención. ¿Cómo era posible que Guido le hiciera eso? El maestro Cavalla estaba mirándole, y también Benedetto. Alguien se había acercado a Caffarelli. El cantante asentía, y ¡oh, Dios!, ¿por qué se mostraba tan complaciente esa noche, si siempre era insoportable? ¿Por qué no había amenazado con estallar en cólera? Los ojos de Caffarelli se posaron en Tonio, tal como habían hecho durante un instante en aquel vestíbulo del teatro veneciano.

Los invitados empezaban a guardar silencio y aparecieron numerosos criados portando pequeñas sillas tapizadas. Las damas tomaron asiento y los caballeros se apostaron en los umbrales de las puertas como para impedir cualquier intento de fuga.

La menuda y regordeta mano de la condesa le había tocado la muñeca y se volvió para verla con los cabellos empolvados y delicadamente ondulados. Estaba muy bonita. Meneó la cabeza al tiempo que tatareaba los primeros compases de la primera canción, justo después de la introducción, y parpadeó.

Tenía la sensación de que olvidaba algo, de que debía hacerle una pregunta. Un pensamiento lo carcomía, aunque no conseguía definir de qué se trataba. Entonces advirtió que no había visto a la chica rubia. ¿Dónde se había metido? No podían empezar sin ella, sin duda le gustaría asistir a la actuación. Seguro que vendría, al cabo de un instante descubriría su rostro entre la concurrencia.

En la sala reinaba el silencio, sólo roto por los crujidos de los tafetanes, y Tonio observó con pánico repentino que Guido había posado las manos sobre las teclas. Los violinistas alzaban los arcos. La música comenzó con un hermoso fragmento de música de cuerda.

Cerró los ojos sólo por un instante, y cuando los abrió de nuevo, se sintió invadido por una calma absoluta, cálida, gradual, reconfortante hasta lo indecible, y en la cual su cuerpo moraba. La respiración recuperó su ritmo regular y experimentó un renovado alivio. Cada uno de los rostros que tenía ante él adquirió una forma precisa, mientras una masa compacta de colores se disolvía en una gama de doscientos matices que buscaban su lugar. Contempló por un instante a Caffarelli, que sentado entre hombres y mujeres guardaba un extraordinario parecido con un león.

Los violines hacían cabriolas. Le tocó el turno a las trompetas, con sus perfectas notas doradas, y entonces unos y otros vibraron al unísono, de modo que Tonio no pudo evitar seguir el ritmo. Cuando se detuvieron, para reanudar la melodía en un tono más triste y lento, se sintió flotar a la deriva, mientras una piadosa ceguera servía a sus ojos de escudo protector.

Vio que la condesa se dejaba llevar por las primeras notas del clavicémbalo. Acto seguido entraron los violoncelos, que emitieron unos acordes tan suaves como un pequeño suspiro. La condesa se mecía al compás de la música y cantó con voz grave y bruñida, de tal riqueza y embriagadora dulzura que la mente de Tonio se vació de todo pensamiento. La mirada de la condesa se apartó de la partitura para centrarse en él y Tonio no pudo reprimir una lenta y ancha sonrisa.

La expresión de la condesa rebosaba de alegría, sus pequeñas y regordetas mejillas se agitaban como fuelles, y le cantaba a él, le cantaba que lo amaba y que sería suya cuando él empezase a cantar.

Entonces ella llegó al final de la obertura. Se hizo el inevitable silencio y la voz de Tonio se alzó sobre un levísimo campanilleo del clavicémbalo.

Sostuvo la mirada de la condesa, observó la huella de su sonrisa en las mejillas y un leve asentimiento, aunque para él sólo existía el sonido agudo y dulce de la flauta entretejido con su voz. Subía y bajaba, para ascender cada vez más y más alto y caer de nuevo, hasta obligarlo a recorrer una serie de pasajes que afrontó con resolución.

Deseaba la voz de la condesa y ella lo sabía, y a medida que le respondía se iba enamorando de ella. Los instrumentos de cuerda vibraron y voló hacia ella en un aria más potente y veloz. Incluso la hermosa poesía que le dedicaba era sincera en todas y cada una de sus palabras.

La voz de Tonio seducía a la voz de la condesa, no sólo por sus respuestas, sino por la promesa de un momento sublime en el que ambas se unirían en una misma canción. Hasta las notas más suaves y lánguidas de Tonio contenían aquel mensaje, y los pasajes lentos de la condesa, plenos de oscuro colorido, comunicaban el mismo deseo vibrante.

Al fin entonaron juntos el primer
duetto
con tan dulce alborozo que ambos se mecieron con el mismo ritmo. Los ojillos negros de la condesa brillaron con un destello de aquiescencia, sus notas profundas se fundían a la perfección con las ardientes protestas amorosas de Tonio. Al filo de ambas voces pareció surgir un tercer sonido: la brillantez de los instrumentos de la orquesta que emergía un instante y luego moría para que ambos volaran libres.

Supuso una agonía alejarse de ella, cantarle, y la voz de la condesa le respondió con el mismo desconsuelo exquisito.

Al fin, las cuerdas vibraron de nuevo y el sonido de una trompeta guió a Tonio en sus requerimientos, su última oportunidad de pedirle a la condesa que lo aceptara, que se uniera a él, que se elevara con él. La condesa se inclinó hacia delante, se puso de puntillas, todos los músculos de su cuerpo se estremecían con las vertiginosas subidas de Tonio, hasta que en una carrera desenfrenada se lanzaron al
duetto
final.

La voz de la condesa se fundió con la suya. El rubor le cubría las mejillas y las lágrimas hacían brillar sus ojos. Su cuerpo menudo parecía incapaz de contener la potencia de su voz, mientras la de Tonio ascendía y ascendía desde sus poderosos pulmones y su lánguida y esbelta figura parecía desprenderse de la carne, inmóvil y elegante a medida que la voz fluía libre.

Ya había pasado.

Se había terminado.

La habitación rieló. Caffarelli se levantó de un salto y con un gesto ostentoso fue el primero en prorrumpir en aplausos que crecieron hasta ser atronadores.

La condesa se puso de puntillas para besar a Tonio, le tocó el rostro al percibir en él aquel aire de inefable tristeza, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho.

Todo ocurrió muy deprisa. Caffarelli lo agarró por el hombro y, asintiendo en todas direcciones, pidió con un gesto un nuevo aplauso. A su alrededor se alzaron los más dulces y apasionados cumplidos; había cantado con gran maestría y por añadidura había conseguido que la condesa lo acompañara, lo cual representaba un privilegio. Su voz era extraordinaria, por qué no habían oído hablar antes de él, todos aquellos años en el San Angelo, ¿dónde estaba el maestro? ¡Qué magnífico libreto!

¿Por qué le resultaba tan duro escuchar todo aquello? ¿Por qué sentía un irreprimible deseo de marcharse? El discípulo de Guido, sí, el discípulo de Guido, y qué composición tan divina, por cierto, ¿dónde estaba Guido? Aquello era demasiado perfecto y, sin embargo, le resultaba insoportable. Si Guido estuviera allí, tal vez…

—¿Dónde está? —le susurró a la condesa. El maestro Cavalla se acercó un instante, pero antes de que pudiera interpretar su expresión había desaparecido. La condesa reclamaba su atención.

—Tonio, quiero presentarte al
signore
Ruggiero —insistió como si fuera posible conversar en medio de todo aquel jaleo.

Hizo una reverencia al hombre, le estrechó la mano. Notó que alguien tiraba de él y vio que se trataba de la anciana marquesa que de nuevo le estampó dos besos en las mejillas. Sintió una oleada de afecto hacia ella, hacia aquellos ojos opacos, aquella piel arrugada y blanca e incluso hacia la mano que lo retenía con una fuerza sorprendente.

Entonces, apareció otra persona. La condesa hablaba con el
signore
Ruggiero y, de manera inesperada, se encontraron tan juntos que la condesa le pasó una mano por la cintura. Un pensamiento cobró forma en su mente.

—Condesa —susurró—, esa joven, la de cabellos rubios.

Advirtió que se había pasado todo el tiempo esperando verla aparecer, pero no había sido así. Una sensación de pesadumbre le quitó el habla mientras seguía haciendo gestos vagos para describir aquellos finísimos mechones.

—Tiene los ojos azules, pero un azul muy oscuro —murmuró— y un cabello tan hermoso…

—Claro, te refieres a mi prima, la viudita, por supuesto —dijo la condesa, que estaba ya presentándole a otro caballero. Se trataba de un inglés de la Embajada—. Está de luto por su marido, mi primo siciliano, ya te lo he contado, ¿verdad? Y ahora no quiere regresar a Inglaterra. —La condesa sacudió la cabeza.

—Viuda… —¿Había oído bien? Estaba haciéndole una reverencia a otra dama. El señor Ruggiero acababa de comunicar a la anfitriona algo al parecer de suma importancia. La condesa se alejó con su invitado y dejó solo a Tonio.

Una viuda. ¿Dónde estaba Guido? No lo veía por ninguna parte. De pronto distinguió al maestro Cavalla en el otro extremo de la sala, y a Guido con él, así como a la condesa y a aquel hombrecillo, el
signore
Ruggiero.

Alguien más lo retenía para felicitarlo entusiasmado por su magnífica voz y decirle que tenía que debutar en Nápoles, en el San Carlos. ¿Por qué los grandes cantantes preferían debutar en Roma?

Es viuda, pensaba, ¿era posible bañarla con una luz más sensual? ¿Era posible hacerla más apetecible, más accesible a sus ojos, después de haberse casado y enviudado, lo que la apartaba para siempre de aquel coro de ángeles al que él siempre había creído que pertenecía?

En aquellos instantes se excusaba con todo el mundo, mientras intentaba en vano recorrer aquella gran extensión de mármol para alcanzar las distantes figuras de Guido y del maestro.

Entonces vio a Paolo, ataviado como un pequeño príncipe, que corría entre la multitud hacia él y lo abrazaba.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Tonio, mientras devolvía el saludo a Sherzinski, el viejo conde ruso.

—El maestro me dio permiso para venir a escucharte. —Paolo se colgó de él. Estaba tan entusiasmado que se le trababan las palabras.

—¿Qué quieres decir? ¿Él sabía que yo iba a cantar?

—Todo el mundo lo sabía —respondió Paolo, jadeante—. Piero también está aquí, y Gaetano, y…

—Ohhhh, Guido —susurró.

Aunque apenas pudo reprimir una carcajada.

Empezó a avanzar tirando de Paolo y vio que Guido, el maestro y el hombre de tez oscura desaparecían.

Cuando llegó al pasillo, ya habían entrado en algún salón y todas las puertas estaban cerradas. Se detuvo para recobrar el aliento y saborear aquella deliciosa excitación.

Era tan feliz que cerró los ojos y se limitó a sonreír.

—¿Así que todo el mundo lo sabía? —preguntó.

—Sí —respondió Paolo—, y has cantado mejor que nunca. No lo olvidaré mientras viva.

De pronto, aquella carita se contrajo como si estuviera al borde de las lágrimas. A sus doce años, Paolo era un chico espigado; se abrazó a Tonio con fuerza y apoyó la cabeza contra su hombro. El destello de dolor que irradiaban sus ojos alarmó a Tonio.

—¿Qué te pasa, Paolo?

—Me alegro por ti, pero vinimos a Nápoles juntos y ahora tú te marcharás, y me quedaré solo.

—¿Qué estás diciendo? ¿Marcharme? ¿Adónde? Sólo porque…

Sin embargo, mientras hablaba, oía voces procedentes de una de las habitaciones del pasillo. Agarró a Paolo suavemente del hombro para tranquilizarlo, mientras el chico intentaba contener las lágrimas.

Las voces discutían.

—Quinientos ducados —decía Guido.

—Déjame hacer a mí —intervenía el maestro.

Tonio abrió la puerta con cuidado y descubrió que estaban hablando con el hombre moreno, el
signore
Ruggiero.

La condesa advirtió la presencia de Tonio y fue corriendo a su encuentro.

—Sube al piso de arriba, querido —le dijo, después de salir al corredor y cerrar la puerta a sus espaldas.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Tonio entre susurros.

—No te lo diré hasta que esté todo zanjado —respondió—. Ahora, ven conmigo.

15

Eran ya las tres en punto, pero casi la mitad de los invitados seguía en la casa.

—Querido niño —dijo la condesa—, el
signore
Ruggiero estaba aquí por casualidad. ¡Estábamos seguros de que si te lo decíamos te hubieses negado a cantar!

Seguidamente, abandonó el dormitorio y cerró las puertas. Tonio permaneció a solas durante cuatro horas, esperando en aquella espaciosa estancia que daba a una calle bulliciosa. Quinientos ducados, pensaba, toda una fortuna. Tenía que tratarse de algún negocio relacionado con el arte, pero ¿cuál?

En un instante pasó del terror a la decepción. No obstante, Caffarelli lo había aplaudido. No, se había limitado a mostrarse educado con la condesa. Tonio no entendía nada. ¿Qué significaba todo aquello?

Los carruajes iban y venían. Los invitados se detenían en el umbral para reír y saludarse. A la cambiante luz de las antorchas se vislumbraban los
lazzaroni
en las escaleras de la iglesia situadas enfrente, hombres que en aquella deliciosa y cálida noche no necesitaban refugio y podían tumbarse bajo la luna. Tonio se alejó de la ventana y se puso a caminar de un lado a otro de la habitación.

El reloj, bellamente decorado, hacía tictac en la repisa de la chimenea. No quedarían más de tres horas para el amanecer y todavía no se había acostado. Guido iría a buscarlo. Pero ¿y si Guido estaba con la condesa? No, esa noche Guido no podía hacerle eso. Y la condesa le había prometido regresar «en cuanto se zanjara el asunto».

—Seguro que no es nada importante —se dijo con firmeza por vigésima vez—. Ese Ruggerio tal vez sea el dueño de algún pequeño teatro en Amalfi o en alguna otra parte y quieren llevarte allí para que hagas una especie de prueba… Pero ¿quinientos ducados? —Sacudió la cabeza.

Por más que lo atormentara la incertidumbre, no podía dejar de pensar en la chica rubia. No se había recuperado de la conmoción que experimentó al saber que era viuda.

En cuanto el torrente de sus pensamientos se detenía, volvía a verla en la habitación, rodeada de cuadros, con aquel vestido de tafetán negro y el rostro radiante.

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