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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (56 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Incluso la primera vez, cuando el viejo Nino había ido a buscarlo aduciendo que Su Eminencia no podía dormir, Tonio había experimentado una fugaz excitación ante la idea de que el gran hombre requiriera su presencia.

En la actitud del criado había algo extraño, la manera en que se había apresurado a quitarle la levita, instándole a que se la cambiara por otra más elegante. Sus gestos eran furtivos, como si tuviera que andar de puntillas por algún motivo concreto, y darse prisa para que nadie los descubriera.

Nino se había sacado del bolsillo un viejo peine, áspero y roto, y se lo había tendido a Tonio para que se peinara.

Al principio, Tonio no había advertido que se trataba de un dormitorio. Sólo se había fijado en los tapices de la pared: antiguas figuras de una escena de caza en la que aparecían multitud de diminutos animales entretejidos con las flores y las hojas. La luz de las velas iluminaba extraños y ensimismados rostros de hombres y mujeres a caballo que parecían observarlo por el rabillo del ojo.

A continuación, descubrió el clavicémbalo: un pequeño instrumento portátil, con una sola hilera de teclas. Tras él se encontraba el cardenal, un despliegue de suaves movimientos y sonidos, vestido con una túnica del mismo color que la oscuridad, con la que se fundía debido a las pocas velas incrustadas en los tapices de la estancia.

Las palabras del cardenal no tenían principio ni final. El corazón de Tonio latía con fuerza, mientras experimentaba la sensación de estar cometiendo un pecado aunque no sabía por qué. Le había llegado una frase a medias, algo acerca de una canción, de la fuerza de una canción; al parecer quería que Tonio cantase.

Tonio se sentó y posó las manos sobre las teclas. Las notas eran cortas, de exquisita y delicada armonía. Comenzó un aria, una de las más dulces y tristes que Guido hubiera compuesto, una reflexión sobre el amor perteneciente a una serenata que jamás había interpretado en público. Aquella pieza le gustaba más que la música que cantaba en Nápoles, más que las tempestuosas composiciones que Guido había escrito para él en los últimos tiempos. La letra, de un poeta desconocido, utilizaba el anhelo del amante como símbolo del anhelo de lo espiritual. A Tonio le encantaba.

Cuando ya estaba cantando, había alzado la mirada para fijarla en el rostro del cardenal: su singularidad, su perfección casi hierática hacían que su figura destacara con una cualidad casi magnética, a pesar de que seguía sumido en las sombras. No decía nada, aunque el placer que experimentaba era obvio, y Tonio puso todo su empeño en interpretar aquella canción lo mejor que pudo. Le asaltaban algunos recuerdos, o al menos eso creía, por aquella familiar sensación de bienestar que experimentaba mientras cantaba exclusivamente para aquel hombre.

Al final hizo una pausa y pensó: «¿Qué canción produciría mayor deleite al cardenal?». Y cuando éste se puso delante una copa de vino de Borgoña, Tonio advirtió que estaba completamente solo.

—Permitidme, mi señor. —Se levantó al ver que el cardenal se servía su propia copa.

Pero cuando había alargado el brazo para coger la elegante jarra, el hombre lo había agarrado y lo había atraído hacia sí hasta que quedaron uno contra el otro y Tonio notó el corazón del cardenal en su pecho.

Se sumió en una total confusión, percibió la fuerza del hombre bajo su túnica oscura, su aliento entrecortado y el tormento que sufría cuando lo soltó.

Tonio recordaba que había retrocedido. Recordaba que el cardenal se había acercado a la ventana y había mirado las luces distantes. A lo lejos se adivinaba la leve inclinación de una colina, pequeñas ventanas y tejados que se recortaban contra la palidez del cielo.

Desdicha, desdicha entremezclada con un cierto sentimiento de triunfo, la embriagadora emoción de lo prohibido colmaba el aire como si se tratara de alguna fragancia. El cardenal ya se había vuelto hacia él y había tomado una decisión. Apoyó las manos en el cuello de Tonio, lo acarició con los pulgares, y con un susurro le preguntó si quería desnudarse.

Fue una sugerencia sumamente sencilla y cortés; no obstante el mero contacto de sus manos revelaba una fuerza que debilitaba a Tonio y le hacía sentir que debía complacerlo.

Pero no lo había hecho. Se había alejado casi tropezando. Una multitud de pensamientos se interpusieron entre él y el deseo que se encendía en su interior, más poderoso incluso que la dulce petición del cardenal. Le resultaba imposible mirarlo. Le suplicó permiso para retirarse.

El cardenal vaciló y luego, con dulzura y absoluta sinceridad, dijo:

—Tienes que perdonarme, Marc Antonio. Sí, sí, por supuesto que puedes retirarte.

¿Qué se desprendía de todo ello? La certeza de que Tonio lo había deseado, había propiciado la situación, y luego, de manera inexplicable, había ofendido a aquel hombre.

Sin embargo, mientras aguardaba ante la puerta del cardenal, agitado y herido por las crueles palabras de Guido, se había dicho: «Por ti, Guido, esto lo hago por ti». Había vencido sus miedos por Guido y, en cierto modo, también había aprendido a soportar las humillaciones por él.

Pero aquello era diferente y Guido no comprendía del todo la diferencia. Guido no sabía qué implicaba el hecho de mandarlo al dormitorio del cardenal.

Sin embargo, Tonio era consciente de que había deseado al cardenal desde el primer instante. Lo había deseado como a nadie, encerrado como estaba en el cariño y la seguridad que el amor de Guido le brindaba. Pero el cardenal, un hombre completo y poderoso, sí, cuadraba con su idea de lo que un hombre debía ser. Era como si tuviese una cita ineludible con él desde hacía mucho tiempo.

Cuando llamó, la puerta cedió. No estaba cerrada con llave.

—Entra —dijo el cardenal.

El hombre estaba inclinado sobre su escritorio; la habitación era la misma, nada había cambiado, a excepción de lo que parecía ser una antigua lámpara de aceite. El libro que tenía delante estaba iluminado, había diminutas figuras pintadas en el interior de las letras capitales y todo el conjunto resplandecía mientras, con mano temblorosa, el cardenal pasaba la página.

—Ah, reflexiona sobre esto —dijo con una sonrisa de bienvenida—, el lenguaje escrito en posesión de los que tanto se esfuerzan por conservarlo. Siempre me ha fascinado la forma en que el conocimiento nos es transmitido, no mediante la naturaleza sino a través de otro ser humano.

Ya no llevaba la túnica negra, se había puesto una escarlata. Sobre su pecho colgaba un crucifijo de plata y su rostro tenía tal curiosa mezcla de angulosidad y chispeante vitalidad que Tonio lo miró fijamente un largo instante.

—Mi querido Marc Antonio —suspiró. Sus labios se alargaron de nuevo en una sonrisa—. ¿Por qué has vuelto? ¿No comprendes que tenías todo el derecho de marcharte?

—¿Lo tenía, mi señor? —preguntó Tonio.

Estaba temblando. Ah, resultaba casi inaudito temblar y no dar señales de ello, sino percibir los primeros indicios de pánico encerrados en su interior. Se acercó al escritorio, contempló las frases escritas en latín, perdidas en una confusión de dibujos, una multitud de diminutos seres que vivían y morían entre volutas de bermellón, escarlata y oro.

El cardenal extendió hacia Tonio la mano abierta.

El muchacho avanzó, se dejó rodear por el brazo del hombre, y el contacto de sus dedos despertó su pasión, pero la reprimió al igual que había hecho antes. Libre, recordó con amargura. Si pudiera, correría a refugiarse en los brazos de Guido. Algo que había protegido con afán durante mucho tiempo se estaba destruyendo. Aun así, no se alejó. Observaba el rostro arrobado del cardenal, miraba sus ojos y deseaba tocar aquellos párpados lisos y sus labios incoloros.

Pero el cardenal se sumergió en una silenciosa angustia, debatiéndose contra su propia pasión, aunque no podía apartar a Tonio de sí.

—Para mí, los pecados de la carne han sido demasiado pocos como para pasar cuenta de ellos —murmuró con indiferencia, como si reflexionara en voz alta. No había orgullo en sus palabras—. Me has hecho sentir indigno y con toda la razón. ¿Por qué has vuelto, pues?

—Mi señor, ¿podemos ir al infierno por unos cuantos abrazos? —preguntó Tonio—. ¿Es ésa la voluntad de Dios?

—Eres el demonio con rostro de ángel —dijo el cardenal, retrocediendo un poco, pero Tonio oyó que su respiración se volvía más jadeante y percibió que en su interior comenzaba a librarse una dura batalla.

—¿Es así, mi señor? —Tonio se arrodilló para mirar al cardenal frente a frente. Qué textura tan asombrosa la de su rostro, un rostro masculino, las líneas de la edad confinadas en unos lugares tan concretos y sin embargo tan marcadas, la aspereza de su anguloso mentón. Sus ojos desprendían una dulzura innegable aunque nada mitigaba la claridad de aquella mirada—. Mi señor —susurró Tonio—, como me cortaron parte de ella, siempre he creído que la carne era la causante de todo.

El cardenal fue presa de una confusión que lo desarmó y Tonio permaneció en silencio, asombrado de haber oído esa confesión de sus propios labios. ¿Qué tenía aquel hombre para que él se le confiara tan abiertamente?

Pero los ojos del cardenal estaban clavados en él como si esperara una revelación. De qué manera tan equivocada lo había juzgado. Aquel hombre era inocente, y deseó con todas sus fuerzas que le diera permiso para irse.

—He pecado por los dos —dijo el cardenal, pero en sus palabras no había convicción—. Ahora debes irte y dejar que luche en nombre de Dios contra mí mismo.

—¿Seréis derrotado en esa batalla, mi señor?

—Ah, no —dijo el cardenal; sin embargo, al mismo tiempo atrajo a Tonio hacia sí, abrazándolo con fuerza.

—Mi señor —insistió Tonio—, que Dios me perdone si me equivoco, ¿no es cierto que ese pecado ya ha sido cometido? ¿Que por nuestra mutua pasión ya hemos sido condenados? No habéis mandado llamar a vuestro confesor, yo no lo tengo, y si muriéramos ahora, ¿no arderíamos para siempre en el infierno tanto como si nos hubiéramos dejado llevar por nuestro deseo? Pues bien, en ese caso, permitidme compartir con vos el paraíso que aún podemos alcanzar.

Acercó los labios al rostro del cardenal. Sintió la inevitable emoción de una carne nueva. Un cuerpo desconocido se volvía hacia él, le abría los brazos. El cardenal se puso en pie, se fundieron en un abrazo y Tonio sintió contra él la dureza de un cuerpo por descubrir.

Su deseo lo debilitaba. Habría sido capaz de mendigarle sus caricias.

El fuego de aquel hombre se había apoderado de él.

Condujo al cardenal hasta la cama. Cogió las velas, las dejó sobre la mesilla y las apagó todas menos una. Mientras miraba soñoliento aquella pequeña llama cuya sombra saltaba en la pared, los dedos del cardenal empezaron a aflojarle la ropa.

Era lento en sus movimientos. No colaboraba. Contemplaba el núcleo de su deseo, y se dejaba arrastrar por su excitación delirante. Desde un lugar remoto vio cómo su ropa caía al suelo, y sintió que los ojos del cardenal lo recorrían. Lo oyó susurrar de nuevo en una confesión casi inaudible.

—Ya basta —dijo.

—Mi señor —dijo Tonio, a la vez que posaba una mano en aquella firmeza, aquella solidez—. Ardo de pasión. Dejadme que os dé placer o me volveré loco.

Besó la boca del cardenal, sorprendido por su maleable inocencia, y luego, con mayor asombro aún, se entregó a la poderosa torpeza de sus manos. El cardenal le lamió los pezones, se sumergió en el vello oscuro de su pubis, mientras presionaba con la palma de la mano en las cicatrices de Tonio, y al notarlas, su cuerpo sufrió una convulsión, incapaz de contenerse. Gimieron al unísono y de pronto aquellas cicatrices muertas cobraron vida con una vibración desgarradora, y Tonio, arqueando la espalda, notó la boca del cardenal en su rígido sexo.

—No, no, mi señor, os lo ruego —dijo Tonio con los ojos semicerrados y labios temblorosos, como si padeciera un intenso dolor. Se apartó dulcemente para arrodillarse junto a la cama y susurró—: Mi señor, dejadme verlo, dejadme verlo, por favor.

El cardenal acarició indeciso la cabeza de Tonio. Parecía confundido y aturdido; luego alzó las manos casi en un gesto de incredulidad mientras Tonio le quitaba la túnica.

Era una raíz, tenía fuerza. Era redondo y duro como la madera. Ahogando una exclamación, Tonio tomó el sedoso escroto entre las manos. Su ligereza y al mismo tiempo solidez, la aparente fragilidad de lo que colgaba suspendido en su interior resultaban extraños. Se inclinó hacia delante, quería tomarlo con la boca, deleitarse con aquella piel lisa cubierta de fino vello, sentir su sabor salado, la profunda fragancia y calor que emanaban de él. Levantó la cabeza y se introdujo el pene en la boca.

El rígido miembro le acariciaba el paladar mientras su boca subía y bajaba por él, sus dientes lo rozaban y notó entre las piernas la primera y violenta explosión, al tiempo que su pene buscaba el leve roce que necesitaba, aunque no sabía dónde encontrarlo ni le importaba.

No podía parar. La pasión aumentaba en él mientras devoraba aquel brutal y duro miembro, y su mano sostenía el suave peso del escroto, apelmazado aunque blando al mismo tiempo. De nuevo llegó a su inevitable clímax. Se incorporó, su cuerpo se tensó contra el del cardenal, sentía su desnudez contra la suya, sin importarle que el mundo entero oyera su grito ahogado. El cardenal se retorcía contra él, loco de deseo, pero de una manera tan cándida como inexperta y su voluntad supeditada a las exigencias de Tonio.

Tonio se tumbó en la cama boca abajo y lo atrajo hacia sí como si fuese una capa con la que quisiera cubrirse al tiempo que separaba las piernas. Sintió los besos del cardenal en la espalda, las manos acariciándole las nalgas, y entonces la mano de Tonio encontró el arma y le mostró el camino.

Cuando lo atravesó se estremeció con un dolor lacerante y, sin embargo, irresistible, subyugante, y la primera embestida le arrancó un gemido. Entonces todo su cuerpo se agitó al mismo ritmo y un círculo palpitante de placer irradiaba en su interior a través de aquel orificio, a través de aquella crueldad, y con los dientes apretados, alcanzó el cénit mientras profería una exclamación blasfema.

Cuando el cardenal llegó a su culminación en una última serie de torturantes convulsiones, lo hizo con un lamento, como si su sufrimiento también hubiera acabado con sus últimas resistencias, y cayó de lado con el brazo extendido para abrazar a Tonio, temeroso quizá de que una fuerza superior fuera a arrebatárselo.

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