Sarah también estaba fuera a primera hora de la noche y dejaba que el aire fresco la envolviese de forma constante, pero sin sentir realmente el frío. «Es increíble —pensó— cómo un poco de miedo hace que no notes el frío.»
No había conseguido quedarse en casa. La omnipresente televisión no había logrado distraerla. Recuerdos y miedos se habían fundido en un batiburrillo de ansiedad y supo que tenía que hacer algo, pero era incapaz de pensar qué podría ser ese algo.
«¿Ir al cine? Ridículo.»
«¿Salir a cenar sola? Una estupidez.»
«¿Ir a un bar del barrio y emborracharme? Eso sería muy inteligente.»
Percibía su sarcasmo rebotando en su interior.
De modo que, a falta de otra idea, pensando que era sumamente tonto ponerse en semejante posición de vulnerabilidad, pero incapaz de soportar la tensión cada vez mayor, se había puesto un par de zapatillas deportivas y había salido a dar un paseo.
Subió una manzana, bajó por la siguiente, atravesó varias calles, caminaba de la forma más arbitraria posible, sin una dirección determinada. Había pasado por delante de varias casas donde en el pasado había visitado a amigos y vecinos, pero no se detuvo. De vez en cuando se había cruzado con otras personas, generalmente gente que sacaba a pasear al perro, pero en casi todas las ocasiones, había encorvado los hombros y había enterrado la cabeza y el cuello en el abrigo y se había negado a establecer contacto visual. No pensaba que un hombre de negocios que hubiese regresado del despacho y sacase a pasear a
Fido
o a
Spot
para que hiciese sus necesidades y un poco de ejercicio se convirtiese en el Lobo Feroz, aunque sabía que esta posibilidad podía ser tan cierta como cualquier otra. «¿Por qué un tipo que pasea a su chucho no puede ser un asesino?» De hecho, las únicas personas que descartaba eran aquellas cuyos perros eran irrefrenables y tenían la perruna costumbre y la perruna necesidad de mover la cola y olisquear a todo desconocido. Y entonces, después de haberle tocado las orejas y haber acariciado el cuello del tercer perro de este tipo que se le había acercado a pesar de las disculpas y las amonestaciones de su dueño, de pronto se preguntó: «¿Por qué un asesino no iba a tener un perro simpático?»
Tampoco tenía la respuesta a esta pregunta. La idea de que no parecía adecuado no la consoló mucho.
Medio esperaba que el hecho de que empezase a caer la noche la convirtiese en un blanco difícil. Sin embargo, su otra mitad esperaba que el Lobo Feroz aprovechase ese momento y acabase de una vez. Era casi como si la resolución fuese más importante que la vida.
Cuando se le ocurrió esta idea, se dijo que estaba actuando como si ya la hubiese vencido. «Puede que sea cierto —murmuró en voz alta—. Puede que no.»
No sabía cuánto tiempo llevaba andando. Las manzanas se extendían kilómetros. El barrio cambió, volvió a cambiar. Primero giró a un lado, después al otro y por último, cuando los pies empezaban a quejarse con ampollas en carne viva, se dio la vuelta y regresó cojeando a casa. Cuando llegó a la puerta de su casa, respiraba con dificultad y estaba agotada, cosa que consideró positiva. Le dolían un poco las rodillas y por primera vez sintió frío.
No entró enseguida.
En lugar de entrar, Sarah se quedó de pie bajo la luz de la entrada con la llave de la puerta en la mano.
«Tal vez haya entrado mientras estaba fuera, como hace en casa de la abuelita en
Caperucita Roja
, para así esperarme cómodamente en el interior.»
Se encogió de hombros. Por un momento sintió como si hubiese agotado todos los miedos que cabían en su interior, de la misma forma que siempre llega un punto en el que ya no se pueden derramar más lágrimas independientemente de lo triste que uno esté.
Pero cuando introdujo la llave en la cerradura, oyó que sonaba el teléfono.
Karen se había quedado en su consulta mucho después de haber terminado las visitas de la jornada. Había advertido la salida del personal de enfermería, de la recepcionista e incluso la del portero de noche, que había recogido la basura del día. Solo unas pocas luces zumbaban en la sala de espera. En su despacho, una solitaria lámpara de escritorio proyectaba sombras en la pared.
Se quedó en el escritorio, enfrascada en pensamientos erráticos, intentando imponer algún tipo de lógica a su situación, aunque, como les sucedía a las otras dos pelirrojas, era algo que constantemente se le resistía.
Una cosa estaba clara: siempre estaba asustada. «Pero ¿hasta qué punto tengo que asustarme?», se preguntaba. Como la escala de dolor colgada en la pared de la consulta, pensó que debería poder cuantificar el miedo. «En este instante, es ocho. En el club de la comedia era nueve. Me pregunto qué se sentirá con el diez.» No formuló una respuesta.
En su lugar, empezó a repetir una y otra vez, «Roja Uno, Roja Uno, Roja Uno», en voz baja, áspera y monótona que sonaba como si estuviese resfriada, aunque sabía que era la tensión lo que impedía que surgiese una voz melodiosa de su garganta.
Levantó la vista hacia el techo y se dio cuenta de que las palabras que repetía tenían una escalofriante similitud con la cantinela del niño de
El resplandor
en la adaptación que Kubrick hizo de la novela de Stephen King.
Así que Karen intentó unir las dos.
—Roja Uno,
redrum
—dijo en voz alta.
El techo no daba pistas de lo que había que hacer.
Karen se dio un empujón interior, como si intentase insuflar energía a unos músculos debilitados, a unos tendones deshilachados y conseguir fuerzas para irse a casa, cuando sonó el teléfono de su escritorio.
Su primer impulso fue no contestar. Cualquier consulta de cualquier paciente podía pasar al servicio de contestador, que informaría que si era muy urgente, podían llamar al 911 o llamar de nuevo durante el horario de visitas.
«Pero, por Dios, estás aquí—se dijo—. Este es tu trabajo. Una persona está enferma. Contesta el maldito teléfono y ayúdala.» Extendió la mano, cogió el auricular y contestó.
—Consultorio médico. La doctora Jayson al habla.
Al otro lado de la línea solo se oía el silencio.
La ausencia de sonido puede ser peor que cualquier grito.
Pelirroja Uno se quedó completamente inmóvil en el escritorio.
Pelirroja Dos por poco pierde el equilibrio y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.
Pelirroja Tres se quedó completamente paralizada mientras la oscuridad la inundaba.
Ninguna oyó nada salvo una respiración durante los primeros segundos de la llamada. Las tres estuvieron a punto de sucumbir al deseo de colgar o de arrojar el teléfono al otro extremo de la habitación o de arrancar el cable de la pared. No lo hicieron, aunque Pelirroja Tres levantó el brazo y casi lo dejó caer, antes de, lentamente, volver a acercarse el móvil a la oreja.
Las tres esperaron a que la persona que estaba al otro lado de la línea dijese algo o colgase. La espera se hizo atroz, implacable.
Las tres esperaban que algo aterrador, una voz fría e incorpórea dijese «pronto», o «voy a por ti», o incluso una risa demoniaca, como salida de una película americana de serie B.
Pero no se oyeron ni esas palabras ni ruido alguno. El silencio meramente persistió, como si su timbre aumentase y alcanzase un
crescendo
parecido al de una orquesta al prepararse para las últimas notas sinfónicas.
Y de repente se acabó.
Pelirroja Uno devolvió con lentitud el teléfono al soporte que estaba en su escritorio. Pelirroja Dos hizo lo mismo. Pelirroja Tres volvió a guardar el móvil en la mochila. Pero antes de apartarse, todas hicieron lo mismo: miraron la identificación de llamadas de sus respectivos teléfonos. Ninguna albergaba la más remota esperanza de que ese número llevase a algún lugar cerca del Lobo Feroz.
La señora de Lobo Feroz yacía arrugada en la cama como si de un papel usado y desechado se tratase. Hacía poco que había amanecido y entre sábanas retorcidas y almohadas miró a su marido, que dormía plácidamente a su lado. Escuchó el sonido regular de su respiración y gracias a su larga experiencia supo que parpadearía y abriría los ojos en cuanto el reloj de la cómoda marcase las siete de la mañana. Su despertar era sumamente regular y así había sido durante los años de su matrimonio, al margen de lo tarde que se hubiese acostado la noche anterior. Sabía que se desperezaría al lado de la cama, se pasaría los dedos por el pelo ralo, se sacudiría un poco como un perro perezoso al que despiertan de un sueño y después cruzaría sin hacer ruido la habitación hasta el baño. Podía contar los segundos que tardaría en oír correr el agua de la ducha y la cadena del retrete.
Esta mañana todo sería exactamente igual.
Pero no lo era.
La señora de Lobo Feroz examinó cada arruga del rostro de su marido dormido, contó las manchas marrón oscuro de las manos propias de la edad y se percató de los pelos grises de sus pobladas cejas. Cada artículo en el inventario de su marido resultaba tan familiar como la débil luz del sol de la mañana.
Podía percibir el argumento que hervía en su interior. «Conoces a este hombre mejor que a cualquier otra persona aparte de a ti misma —y por otro lado—: ¿quién es en realidad?»
Había dormido poquísimas horas y sentía el desagradable cansancio que se suma a dar vueltas en la cama durante toda la madrugada. Y cuando al final había logrado conciliar el sueño, había tenido unos sueños implacables e inquietos, como pesadillas infantiles. Era algo que no había vuelto a experimentar desde la época de sus problemas de corazón, cuando los miedos la sacudían por la noche. Una parte de su ser deseaba con todas sus fuerzas descansar y olvidar, pero demasiadas preguntas la abrumaban y no podía formular ninguna en voz alta.
La noche anterior, después de haber violado el lugar de trabajo de su marido, había mirado, sin comprender, una sucesión de sus programas favoritos en la televisión que no había logrado hacer la más mínima mella en sus preocupaciones. Había apagado el televisor y todas las luces y se había sentado en su asiento habitual en la más absoluta oscuridad hasta que vio los faros de su coche reflejados en las paredes blancas del salón mientras el Lobo Feroz bajaba por la calle donde vivían. En ese momento, se apresuró con determinación a irse a la cama. Normalmente, daba igual lo cansada que estuviese, se habría quedado levantada para preguntarle sobre la conferencia forense. Esa noche, no. Cuando él entró sigilosamente en la habitación y se había deslizado en la cama a su lado, había fingido que dormía. Había sentido frío al preguntarse si era un extraño el que se tumbaba a su lado. Tiempo atrás, puede que le hubiese acariciado el brazo o el pecho para despertarla con deseo, pero esos días ya hacía mucho que habían pasado.
«¿Qué has visto en su despacho?»
Esta pregunta retumbaba en su interior. Le había parecido que se oía en la oscuridad de la noche y que solo se había suavizado un poco cuando el amanecer entró por la ventana del dormitorio.
«No lo sé.»
Se preguntaba si esto era una mentira. «Quizá no lo sepa.»
Explicaciones sencillas y benévolas combatían contra interpretaciones oscuras y siniestras. Se sentía como si estuviese de pie en una plaza de algún país extranjero intentando encontrar una dirección. Todos los letreros estaban escritos con un alfabeto que no conocía, todos los transeúntes hablaban una lengua que no comprendía.
—¡Eh, buenos días!
El Lobo Feroz se había despertado.
Ella pensó que le temblaría la voz, pero no fue así.
«Pregunta lo obvio», se dijo.
—¿Qué tal fue la conferencia? Intenté quedarme levantada para esperarte, pero me entró sueño antes de que regresases…
—Oh, ha sido fascinante. El tipo de la policía estatal era bastante listo y divertido y muy inteligente. He aprendido mucho. Volví tarde.
«¿Qué has aprendido?»
La pregunta le daba miedo.
Observó cómo se daba la vuelta en la cama y cruzaba la habitación.
—Casi no queda dentífrico —dijo.
«Normal —pensó—. No ha cambiado nada.»
Esta falsedad la hizo sentir bastante mejor. Decidió pensar en lo que le iba a preparar para desayunar, en lugar de preguntarse si había descubierto por casualidad un secreto morboso. No estaba muy segura de que decidir entre huevos o tortitas prevaleciese mucho tiempo sobre la pregunta: «¿Es tu marido un asesino?»
Cuando llegó al trabajo, la señora de Lobo Feroz no estaba segura de si de verdad quería respuestas a las preguntas que su transgresión había generado. Lo que quería era rebobinar el tiempo, como si fuese una cinta de vídeo, regresar al momento en el que se había dado cuenta de que tenía la llave del despacho de su marido y había decidido colarse en su interior. Una parte de su ser se avergonzaba de haber tenido que mentirle. Otra, estaba simplemente confusa.
Lo primero que hizo fue dirigirse al archivador negro donde estaban todos los expedientes de los alumnos y sacar la carpeta de Jordan.
En el interior de la carpeta estaba la fotografía oficial de Jordan que le habían tomado al principio del primer trimestre. A la señora de Lobo Feroz le recordó a las fotografías de la policía: de frente. De perfil. Perfil derecho. De perfil. Perfil izquierdo. Lo único que faltaba era el letrero con los números de identificación debajo de la barbilla.
La señora de Lobo Feroz pasó la página de las fotografías y estudió con detenimiento la información que contenía la carpeta. Conocía casi todo: las buenas notas que habían caído en picado; los problemas de actitud en las clases; la evaluación psicológica sobre los problemas de Jordan con el difícil divorcio de sus padres; la opinión pesimista del asesor de universidades que consideraba que sus posibilidades futuras se reducían; un informe de varios profesores y de su entrenador de baloncesto sobre su distanciamiento del resto del alumnado.
La señora de Lobo Feroz llevaba demasiados años de secretaria en el colegio privado como para no entender el patrón que los documentos del expediente plasmaban. Para ella resultaba típico hasta el aburrimiento. Tuvo una breve conversación interior: «Los alumnos siempre creen que todos sus problemas son especiales. No lo son.» Pero también sabía que a Jordan le esperaban más problemas, como había sucedido con tantos otros alumnos que habían pasado por la misma confusión en su adolescencia.