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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (28 page)

—¡Tu puta madre!
—soltó Jordan, señalando el pecho del muchacho.

—¡Jordan, basta ya! —La señora García había pasado a un inglés furioso. Casi nunca lo hacía.

Jordan sentía que todos los ojos de la clase se posaban en ella. Tiró la cabeza hacia atrás, desafiante y a punto de soltar otro insulto a la clase. Se acordó de un insulto que había visto en uno de los libros que habían leído a principios del trimestre.
El burro sabe más que tú
. Estaba a punto de gritarlo pero dudó.

—Puedes irte o quedarte, tú decides, Jordan —dijo la señora García en un tono lento pero furioso—. Pero decidas lo que decidas, ahora mismo dejas de hacer lo que estás haciendo.

La orden exigía silencio por parte de la clase. Susurros, risitas escondidas, obscenidades apagadas, todo se interrumpió.

Jordan alargó el brazo y empezó a recoger sus cosas. Tenía la idea de salir de la clase, hacer un gesto grosero a todos sus compañeros y encontrar un lugar aislado y bucólico donde estar sola y esperar pacientemente a que su asesino la encontrase y acabase con todo. Pero a medio camino de su dramática salida se detuvo. Levantó la vista hacia la señora García, cuyo rostro encendido empezaba a palidecer y que ahora simplemente se veía triste.

Jordan respiró hondo.

—No
—dijo de repente—.
Esta es mi clase favorita.

Se sentó bruscamente.

Otro silencio paralizaba a la clase. Tras una larga pausa la señora García carraspeó y miró otra vez con tristeza a Jordan.

—Bien
—masculló, antes de proseguir con la lección del día.

Jordan volvió a sentarse en su sitio y continuó mirando por la ventana. No quería cruzar la mirada con ninguno de sus compañeros.

«
Lobo.
»

«
Feroz
», pensó

Unió las palabras en su mente.
Lobo feroz
. Tenían un bonito ritmo. «El español es así», pensó. Parecía que cada frase formaba parte de una canción. Jordan suspiró y se puso tensa, pues seguía negándose a darse la vuelta y tener algún contacto con sus compañeros. Se sentía como un pedazo de residuo radiactivo. Resplandeciente, peligrosa y nadie podía tocarla.

Cuando terminó la clase, Jordan esperó a que saliesen los demás. La señora García se había sentado en su mesa en la parte delantera. Le hizo un gesto a Jordan para que se acercase.

—Lo siento, señora G —se disculpó Jordan.

La profesora asintió.

—Sé que estás pasando por una época difícil, Jordan. ¿Puedo ayudarte en algo?

«¿Tienes una pistola? ¿Sabes disparar?»

—No. Pero gracias.

La profesora parecía decepcionada, pero logró esbozar una sonrisa.

—Dímelo si crees que puedo hacer algo. Aunque solo sea para hablar. En cualquier momento. Cualquier día. Por cualquier razón. ¿De acuerdo?

«¿Eres una asesina o nada más que profesora de Español? ¿Puedes matar a un hombre que quiere asesinarme?»

—De acuerdo, señora G. Gracias.

Jordan se colgó la mochila al hombro y abandonó la clase. No había ido muy lejos cuando oyó un zumbido, que reconoció como el del teléfono desechable que Pelirroja Uno le había entregado. Antes de sacar el teléfono y mirar la pantalla, se metió en el lavabo de chicas y buscó un compartimento vacío.

Era un mensaje de Pelirroja Dos.

«Quedamos esta noche. Para Hablar. Importante.»

Estaba a punto de contestar cuando recibió un segundo mensaje, este de Pelirroja Uno.

«Recoger en Pizzería a las 7.»

Escribió un mensaje para las dos: «De acuerdo.»

Le entraron ganas de añadir: «Si estamos vivas a las 7», pero se contuvo.

A continuación, Jordan se dirigió a la clase de Inglés. Los deberes para ese día eran sobre
Un lugar limpio y bien iluminado
, de Hemingway. Se había leído el relato dos veces, pero había decidido que si el profesor le preguntaba iba a hacer ver que ni siquiera había abierto el libro.

Lo que más le había gustado del relato había sido el camarero español. El camarero mayor que estaba dispuesto a dejar el bar abierto para el anciano solitario, no el joven que tenía prisa por irse a su casa con su mujer.

Nada y pues nada y pues nada.

Sabía exactamente lo que el camarero había querido decir con cada palabra y no necesitaba ninguna traducción.

25

—Esta ha sido la mejor idea que se me ha ocurrido con tan poco tiempo —dijo Pelirroja Uno—. Parece un lugar seguro.

«Un lugar seguro» era un concepto que resultaba extraño, salvo cuando estaban juntas, pues entonces parecía que la amenaza disminuía al dividirla: «¿El terror dividido entre tres es igual a…?»

Las tres pelirrojas estaban de pie en un cono de luz tenue en la puerta de la librería The Goddess, situada en un callejón oscuro y estrecho, alejado de las zonas más frecuentadas de la pequeña localidad. Un flujo regular casi exclusivamente de mujeres, de varias edades y tipos, incluidas unas cuantas que llevaban de la mano a niños pequeños o empujaban cochecitos, se dirigía al pequeño comercio. La librería tenía estantes llenos de novelas de New Age, obras sobre nigromancia y temas de salud femenina, junto con algún que otro libro de tarot o de predicciones de futuro a partir de los signos del zodiaco.

Esta noche una autora que no era de la ciudad iba a dar una charla sobre su última novela y, cerca de la pequeña tarima, por todo el pequeño espacio, habían colocado hileras de sillas plegables. Había un gran cartel de la escritora, una mujer de edad comprendida entre la de Pelirroja Uno y la de Pelirroja Dos y que llevaba la larga melena morena peinada en lo que Jordan consideraba estilo vampiresa, es decir suelto, ocultando algunas de sus facciones para darle un aspecto misterioso aunque no especialmente sutil. La escritora iba vestida completamente de negro: botas, pantalones, camisa de seda y una gruesa capa de lana, y lo único que sobresalía era el collar largo con un pesado colgante con incrustaciones de piedra que representaba un símbolo místico. Los ejemplares de su libro se encontraban en montones altos en el interior, al lado de las puertas. El cartel indicaba que se trataba de una serie en curso. La novela en concreto se titulaba
El retorno de la asesina
y en la sobrecubierta aparecía un dibujo exagerado de estilo cómic de una Valquiria, una doncella guerrera, con la brillante espada desenfundada y luchando contra una escuadra de vikingos claramente inferiores a ella, muy musculosos y tocados con cascos con cuernos. En el fondo de la contraportada, dragones voladores.

Karen condujo a las otras dos pelirrojas al interior y las guio a unos asientos en la parte lateral del improvisado estrado, desde donde podían ver a la ponente y a todo aquel que entrara en la librería para asistir a la conferencia. Se sentaron en las incómodas sillas y empezaron a examinar los rostros de todas las personas que acudían a la reunión. Cada una de las pelirrojas realizaba este examen sin comentar nada a las demás. La misma pregunta les revoloteaba por la cabeza: «¿Quién eres? ¿Eres el asesino?»

Solo había cuatro hombres entre el público. Los cuatro parecían sentirse incómodos por distintos motivos. Las tres pelirrojas los miraban a hurtadillas buscando alguna señal reveladora que sugiriese que estaban observando al Lobo Feroz.

Uno de los hombres era bajo, fibroso, con cierta cualidad furtiva, como de ratón, pero había llegado con una mujer el doble de alta y una hija de seis años, con la que pasó gran parte de la velada intentando que dejase de moverse en el asiento. Otro era corpulento, barbudo, no muy distinto de los hombres de la sobrecubierta del libro de la escritora. Tenía constitución de leñador y llevaba una chaqueta de lana de cuadros rojos. Pero había entrado acompañado por una joven de pelo teñido de rosa y múltiples
piercings
, vestida con una indumentaria exagerada parecida a la de la autora, y el hombre le había llenado los brazos de ejemplares de lo que parecían otros libros de la serie y, por lo visto, le había indicado que se encargase de conseguir que la autora se los firmase. Tenía una mirada de perro apaleado. Los otros dos hombres tenían un aspecto más intelectual, gafas de cristales gruesos, americanas de
tweed
y pantalones de pana, y los dos dejaban patente su incomodidad por haber sido arrastrados a la conferencia en el lenguaje corporal retorcido e incómodo que mostraban al lado de las mujeres a las que acompañaban. Los dos estaban repantigados en las sillas con los brazos cruzados y una expresión de aburrimiento en el rostro, mientras que las mujeres que los habían arrastrado hasta la lectura estaban encaramadas en los brazos de sus sillas, la mirada brillante, inclinadas hacia delante, escuchando con atención cada palabra.

Ninguno de estos hombres parecía en modo alguno ni siquiera levemente asesino.

Esto no significaba gran cosa para las tres pelirrojas. Estaban alerta a cualquier posibilidad, aunque ninguna de ellas sabía exactamente qué buscaba.

«Soy capaz de diagnosticar una enfermedad mortal —pensó Karen—. Soy capaz de reconocerla en un análisis de sangre o en una radiografía. No sé si soy capaz de reconocer a un asesino.»

Jordan perforaba con la mirada a cada uno de los cuatro hombres del público. Ella tenía más seguridad. «Si estás aquí, me voy a dar cuenta», le dijo a la imagen del Lobo Feroz que había creado en su mente. Era demasiado joven para hacerse la agobiante pregunta de cómo iba a darse cuenta. Seguía intentando fijar la feroz mirada en cada uno de los hombres pero, a pesar de su incomodidad, todos parecían estar más interesados en la oradora.

Sarah, por el contrario, dejaba que su mirada se deslizase entre los hombres. No se creía capaz de saber quién era el Lobo Feroz, ni siquiera aunque estuviese de pie a su lado, con un cuchillo ensangrentado en la mano y un cartel grande colgado del cuello. Sonrió. Eso ya no cambiaba nada para ella.

Las tres barrieron la reunión con la mirada como centinelas de guardia, incluso cuando la propietaria de la librería presentó con entusiasmo a la escritora, que subió al estrado entre aplausos entusiastas.

—Todos mis libros tratan sobre la potenciación del papel de la mujer —empezó la escritora con el énfasis esperado.

Ese fue el momento en que las tres pelirrojas dejaron de prestar la más mínima atención a lo que oían. Fue Sarah quien pensó «la verdadera fuerza viene del interior. Solo es cuestión de encontrarla».

La escritora siguió con su perorata mientras las tres pelirrojas esperaban.

El discurso duró poco menos de una hora y a continuación hubo una predecible serie de preguntas, que osciló entre cuestiones más detalladas como las manías asesinas de una doncella guerrera, hasta más generales como la falta de interés del mundo editorial comercial por libros con temática femenina. La sesión en general fue bastante sosa.

Karen en especial tenía ganas de que terminase. Se revolvía en la silla, desesperada por volverse hacia Pelirroja Dos y preguntarle qué era tan importante para tener que reunirse esa noche. Qué había sucedido.

«Aparte de la llamada telefónica», pensó. Eso les había sucedido a las tres. Karen estaba enfadada en parte. Estaba agotada por la tortura de la preocupación y por el dolor de la incertidumbre y quería que todo acabase. Pero todavía no estaba dispuesta a reconocer que una forma de que todo acabase sería que el Lobo Feroz lograse su objetivo.

La escritora terminó y se deleitó con los aplausos.

Hubo un frenesí de actividad en la librería cuando la escritora se sentó tras un escritorio cercano, blandió un bolígrafo grande y empezó a firmar libros. En otra mesa se servía al público que no se había puesto en cola para adular a la escritora
brownies
de chocolate,
hummus
y patatas fritas y vasitos de plástico con vino blanco y tinto muy barato.

Sarah se dirigió a la mesa. Cogió un
brownie
duro e hizo un gesto a Karen y a Jordan para que la acompañasen hasta un lateral del local, lejos de las firmas, de la caja y de la mesa con la comida. En medio de toda la gente las tres pelirrojas estaban solas.

Se quedaron de pie delante de una pared llena de libros con títulos de temática femenina que abarcaban desde el aborto hasta el derecho al voto. Miraban los libros, pero su conversación era exclusivamente entre ellas.

Empezó con una risita tímida.

—Bueno, si el maldito Lobo Feroz es capaz de aguantar todo este rollo… —dijo dejando que su voz se debilitase. Incluso Jordan, que siempre parecía tan intensa, forzó una sonrisa.

Sarah negó con la cabeza.

—¿Alguna de vosotras tiene alguna duda de quién nos llamó anoche?

Jordan y Karen no tuvieron que responder.

—¿Alguna cree que esto puede terminar de otra forma que no sea que el lobo consiga lo que quiere?

De nuevo silencio.

—Me refiero a si os habéis planteado la posibilidad de que quizá no quiera asesinarnos como dice, sino tomarnos el pelo.

—¿Crees que somos tan afortunadas? —preguntó Jordan. Una pregunta para responder a otra.

—Parece que ha hecho los deberes —prosiguió Sarah.

La palabra «deberes» provocó los mismos pensamientos en las tres. «Nos ha vigilado. Nos ha estudiado. Nos conoce y nosotras no le conocemos a él. Estamos indefensas y él no.»

—¿No sentís las dos que cada vez se acerca más y más? —preguntó Sarah—. Me refiero a que a veces apenas puedo respirar porque creo que está escondido en alguna sombra o a la vuelta de la esquina o en un coche en la oscuridad, vigilándome.

Todas estas posibilidades se les habían ocurrido a las otras Pelirrojas.

Karen y Jordan asintieron con la cabeza, aunque Karen dijo:

—No hay forma de saber a quién está vigilando en un momento dado. Está continuamente jugando con nosotras.

—¿Crees que se está acercando? —repitió Sarah con un poco más de firmeza.

Karen respiró hondo.

—Sí, yo sí —repuso.

—Podría seguir haciendo esto hasta la eternidad —añadió Jordan—. Quizá sea eso lo que le gusta.

—No lo creo —repuso Sarah—. Quiero decir que sí, que seguro que le encanta lo que hace. Pero creo que le gusta todavía más algo mayor.

Todas sabían lo que «mayor» significaba.

Las tres mantuvieron la mirada hacia delante, como si los títulos y las sobrecubiertas de los libros que estaban en los estantes delante de ellas tuvieran una respuesta.

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