«¿Y ahora qué? —se preguntó—. Jordan experimenta con el sexo. Empieza a fumar hierba o a abusar de la receta de Ritalin de su compañera de clase. Se salta alguna norma del colegio de forma especialmente llamativa y la expulsan.»
Pero lo que no lograba ver era la conexión que Jordan tenía con su marido.
Y más: «¿Por qué ella? ¿Por qué era el objetivo de un asesinato o el modelo para el personaje de un libro?»
Ideas de este tipo parecían chocar, descontroladas y espásticas, en el pensamiento de la señora de Lobo Feroz.
Se dio cuenta de que miraba las muchas páginas del expediente de Jordan con una ira desbocada. Sentía que se encendía.
«¿Qué te hace tan especial para que mi marido tenga tu puta fotografía en la pared?»
Gritaba esta pregunta en su interior.
Y, en ese mismo instante se dio cuenta de que la odiaba.
Era un odio real, salvaje, de celos incontrolados. No podría decir por qué se sentía así ni tampoco podría haber explicado qué iba a hacer al respecto.
La señora de Lobo Feroz cerró el expediente de la adolescente y lo dejó dando un golpe en el escritorio.
Ahora le quedaba preocuparse por su médico y por la otra mujer desconocida.
«¿Por qué ellas?»
Alcanzó su bolso y sacó un trozo de papel en el que había garabateado los nombres y las fechas de los libros de su marido y los casos de asesinato que en apariencia no tenían conexión, pero que a él le había parecido apropiado recortar de los periódicos y guardarlos en su álbum de cuero.
Pensó que tenía que investigar un poco. No sabía cuánto tiempo tendría para hacerlo, pero sabía que tenía que darse prisa.
Esa mañana, en su despacho, el Lobo Feroz transcribía contento los apuntes de la conferencia. También estaba satisfecho con las llamadas que había hecho.
«A veces el ruido más fuerte que puedes hacer no es en absoluto ruido», escribió.
El teléfono móvil que había utilizado para llamar a las tres pelirrojas lo había comprado en una pequeña tienda de electrónica, en una que no tenía cámaras, de eso se había asegurado, y lo había pagado en efectivo. Después de parar junto a la autopista y haber realizado las llamadas, había sacado todos los chips de memoria y había aplastado el teléfono con el tacón. Parte del teléfono lo había tirado en un contenedor de un área de descanso. El resto lo había lanzado a un pequeño río no muy lejos de donde se había celebrado la conferencia. Una de las cosas con las que el Lobo Feroz más disfrutaba en el sistema de asesinato era la preparación para anticipar cada pequeño detalle de la muerte.
La clave —tecleó con furia— radica en asegurarse de que has logrado establecer el nivel adecuado de terror. El miedo en la víctima, tanto si se provoca en unos pocos segundos de pánico cuando se da cuenta del peligro como si se trata de una ansiedad incontrolable que aumenta poco a poco, es lo que hace que cometan errores inmensos y pone de relieve tu emoción igual de inmensa. Tropiezan y se exponen cuando intentan huir o esconderse. Pasa siempre. ¿Alguna vez has visto una de esas películas sangrientas de adolescentes? Da igual qué dirección tomen, Jason o Freddy Krueger o el tipo de Texas con la máscara y la motosierra ha anticipado sus movimientos y les está esperando. Lo que las víctimas no entienden es que las acciones provocadas por el miedo las hacen infinitamente más vulnerables. Cuando corren como locas, abren la puerta a alguien que conoce más el terreno para explotar su miedo. Decir que
Viernes 13
enésima parte realmente consigue plasmarlo puede resultar un poco exagerado, pero en verdad no lo es. ¿Te acuerdas de
La Caperucita Roja}
El lobo conoce cada milímetro del terreno hasta un extremo que ella no puede imaginar. Esas películas no son distintas. Son esos espacios creados por el miedo no planeado lo que el asesino verdaderamente sofisticado ha de aventurar. Algunos de los momentos más intensos de la experiencia de matar vienen de esos lugares, incluso aunque sean breves.Todo segundo es valioso.
El mejor asesino gana tiempo.
El Lobo Feroz dudó, los dedos sobre el teclado. Sentía el progreso inexorable en las palabras que fluían en la pantalla del ordenador y en el aumento regular de las páginas en una caja a la altura del codo.
«Armas —pensó—. Hora de seleccionar las armas.» La muerte de Pelirroja Uno sería diferente a la de Pelirroja Dos. Y ni la primera ni la segunda tendrían nada que ver con la de Pelirroja Tres.
Tres asesinatos al azar sin conexión aparente. Todo lo que había aprendido hablando con policías, en la conferencia de la noche anterior, en conversaciones con abogados defensores y fiscales bajo la apariencia de la investigación de un libro y de estudiar con detenimiento la literatura popular, tanto de ficción como de no ficción, le había enseñado que el día en que muriesen las tres Pelirrojas tendría que parecer que se trataba de una desgraciada coincidencia. Automáticamente, habría tres grupos de investigación separados que trabajarían en tres homicidios claramente únicos, en tres partes diferentes del país. Si la policía se tomaba el tiempo para que los investigadores comentasen los casos, vería un montón de contrastes, no tres asesinatos relacionados entre sí. Cada caso pertenecería a un tipo distinto de novela de suspense. Cada uno estaría diseñado para destacar por sí solo, cuando en realidad la verdad era totalmente diferente. De esta manera, creía con firmeza que cuando su libro llegase a las librerías lleno de detalles y verdades que solo un asesino consumado podía saber, se redoblaría la fascinación del público.
La publicidad que lo rodearía, abochornaría a la policía local y catapultaría el libro a los primeros puestos de las listas de éxitos. Estaba completamente seguro de que así sería.
Las tres Pelirrojas no solo satisfarían todos sus enrevesados impulsos asesinos. Le harían muy rico.
Cuchillos. Pistolas. Cuchillas. Cuerdas. Sus propias manos grandes.
Tenía una gran variedad de medios a su disposición. Simplemente era cuestión de encontrar el estilo adecuado para cada Pelirroja.
«Esto —pensó— no es nada inusual para el escritor de novelas de suspense. Es lo que se hace de forma rutinaria con los personajes y los argumentos.»
Sonrió, en realidad se rio con fuerza, antes de inclinarse de nuevo para proseguir con el trabajo de planificación que tanto le cautivaba. Le parecía que era como un arquitecto. Creía que cada línea que trazaba era una línea exacta.
Por extraño que parezca, Pelirroja Dos fue quien contestó la llamada telefónica silenciosa y reaccionó con calma. Sarah se había sorprendido a sí misma. Todos los contactos anteriores con el Lobo Feroz la habían abocado a una frenética respuesta llena de pánico revólver en mano y, sin embargo, esta vez, a pesar de lo siniestro y amenazador que había resultado el silencio al otro lado de la línea, la había empujado a un lugar muy diferente del que había esperado al principio. Había sentido frío, pero no el escalofrío del miedo, sino más bien el helor de una decisión que se había visto obligada a tomar. De repente supo con exactitud lo que tenía que hacer. Esa certeza casi la hizo sentir abrigada y cómoda.
Pelirroja Uno, por otro lado, se había echado a llorar.
El silencio parecía gritarle que era incompetente. Había dedicado toda su vida a encontrar respuestas a preguntas complicadas y, ahora, independientemente de lo que hiciese, se le escapaba la respuesta adecuada. ¿Gritar obscenidades? ¿Desafiarle a gritos? ¿Vociferar una falsa demostración de fuerza? Así que en cuanto el Lobo Feroz desapareció de la oscuridad del otro extremo de la línea, dejó el teléfono en el escritorio delante de ella y se permitió el desahogo del llanto. Las lágrimas le caían por las mejillas acompañadas de gritos ahogados y sollozos e incluso de un leve gemido de desesperación. Descontrolada e inconsolable, Karen se había dejado llevar por el torrente de emociones y se balanceaba hacia delante y hacia atrás en su asiento, abrazándose con fuerza, respirando agitadamente, angustiada. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel estado de desconcierto total. Pero como un niño pequeño que llora por un cachorro que se ha perdido, al final el llanto ahogado fue decreciendo y fue capaz de recuperar la respiración normal, a pesar de no tener la más mínima idea de lo que iba a hacer a continuación. Su único deseo era hablar con las otras dos pelirrojas porque sabía que por muy diferentes que fueran de ella, eran las únicas personas en todo el mundo capaces de entender por lo que estaba pasando. Excepto, cayó en la cuenta, quizá también el Lobo Feroz.
A Pelirroja Tres le embargó la ira.
Después de la llamada no había logrado dormir y había pasado gran parte de la noche revisando sin éxito los vídeos en YouTube del Lobo Feroz en un intento de encontrar alguna clave secreta que la ayudase a contraatacar. A las tres de la mañana, por fin se había metido de nuevo en la cama y se había tapado la cabeza con la colcha como una niña de ocho años a la que asusta la oscuridad. Pero debajo de las sábanas sudaba, con los dientes apretados. Al final, había tirado las sábanas y la colcha al suelo y se había quedado rígida como un cadáver mirando fijamente al techo. Cuando sonó el despertador, se había levantado sintiéndose sucia, una sensación que el agua caliente y el jabón no lograron eliminar. Y cuando esa mañana se dirigía a clase, se tropezó y a punto estuvo de caer al pasar por el lugar donde se encontraba la noche anterior cuando la llamada de silencio había llegado a su móvil. Parecía como si la memoria a corto plazo le hubiese puesto una zancadilla y ella le dio una patada al sendero como si este tuviese la culpa de que hubiese estado a punto de caerse.
La primera clase de esa mañana era Español de nivel avanzado.
La señora García, su profesora, era una mujer de mediana edad que había crecido en Barcelona, donde había estudiado inglés, así que invertir su formación para enseñar bachillerato a adolescentes estadounidenses no fue precisamente un desafío. Era morena y corpulenta, con una risa socarrona y una visión insistentemente positiva sobre cualquier cosa que estuviese remotamente relacionada con su país. Proyectaba películas como
El laberinto del fauno
o
El secreto de sus ojos
con un obvio entusiasmo y les ponía trabajos sobre libros de Cervantes y de Gabriel García Márquez, aunque dudaba de que sus alumnos entendiesen gran cosa de lo que leían. Mencionar el arte en clase casi siempre la lanzaba a una enardecida descripción del Prado de Madrid con sus famosos cuadros de Goya y de El Bosco. Su efervescencia la convertía en una persona apreciada en el colegio, así como la benevolencia con la que puntuaba los exámenes y los trabajos. A pesar de que Jordan iba muy justa en Español, la señora García se había negado a pasarla a un curso inferior y le había dicho en más de una ocasión que al final volvería a tener el nivel de antes. Jordan sabía que lo hacía por solidaridad con la turbulenta situación de su familia. Se preguntaba si la señora García mostraría la misma solidaridad si supiese lo del Lobo Feroz.
De todas formas, a Jordan le caía muy bien la señora García porque no era ni madre ni administradora ni intentaba actuar como si tuviese todas las soluciones a sus problemas.
Esa mañana Jordan se sentó en el asiento que solía ocupar en las filas traseras, cerca de la ventana, para poder mirar hacia fuera y observar a los mirlos posados en un árbol cercano. Estaba completamente distraída, repasando en su mente todos los aspectos de la silenciosa llamada telefónica. Si se hubiese oído alguna palabra o incluso sonidos guturales, una respiración pesada, silbidos o incluso los sonidos característicos de un hombre masturbándose, podría haberlos interpretado y haberse formado en la mente algún tipo de imagen. Sin embargo, la ausencia de sonido era como mirar un lienzo en blanco.
Apretó los puños, los colocó debajo del pecho y los juntó como si estuviese luchando contra ella misma.
—¿Jordan?
Tenía los nudillos blancos. Quería golpear algo.
—¿Señorita Jordan
?
La ira cubría su rostro como si de una máscara se tratase.
—¿Señorita Jordan, qué pasa?
[2]
Fue la risita de los demás alumnos lo que la devolvió a la clase. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados, a las sonrisas y las risitas de burla. No tenía ni idea de lo que pasaba, hasta que miró hacia delante y vio a la señora García observándola frente a la pizarra. Inmediatamente se dio cuenta de que le había hecho una pregunta y no la había contestado.
—
Lo siento…
—tartamudeó.
—En español, por favor, Jordan.
—
No sé…
—¿No estabas escuchando?
—
Sí, estaba escuchando, es que…
—se interrumpió a mitad de la mentira.
—¿Te pasa algo?
—
No, señora García, no me pasa nada.
Esto era otra mentira y sabía que tanto la profesora como los alumnos lo sabían.
—Bueno. En español, por favor, Jordan
—repitió la señora García—.
¿Cuál es el problema?
—Ningún problema, no estaba… —se calló al ver que estaba a punto de contradecirse. Entendía que se suponía que tenía que responder en español y tenía las palabras en su interior, aunque ligeramente fuera de su alcance. Frases, oraciones, fragmentos de pasajes de libros, diálogos de películas inundaban el cerebro de Jordan en un melódico español. Buscó desesperadamente la combinación de palabras adecuada para responder a la pregunta de la profesora.
La señora García, al frente de la clase, dudaba. Esa pausa permitió que un par de alumnas de la clase se susurrasen algo. Jordan no alcanzaba a oír bien lo que decían, pero sabía que era algo hiriente.
No pudo contenerse.
Se levantó y se volvió hacia las chicas. Veía las sonrisas medio burlonas en sus rostros.
—¡Maldita puta idiota!
—gruñó a la que estaba más cerca.
La chica retrocedió. Jordan se preguntó si alguien la había llamado alguna vez maldita puta idiota en el idioma que fuera.
—¡Jordan! —exclamó la señora García.
Pero Jordan, que sentía que liberaba días de ira, no hizo caso.
—¡Bésame el puto culo!
Insultó a otra chica.
Uno de los alumnos de la clase hizo ademán de incorporarse para defender a la chica que había insultado, pero Jordan soltó uno de los insultos más comunes en español, uno que estaba segura que el chico conocería. De hecho, todos lo conocerían, se dijo a sí misma.