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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (11 page)

Se recordó que justo el otro día había ido a ver a la doctora y le había dicho que estaba perfecta. Le había hecho el típico chequeo, le había apretado aquí y allá, le había hecho preguntas, le había hecho abrir bien la boca, había notado los cables del electrocardiógrafo sobre su cuerpo y esperado mientras la máquina mascaba el resultado. Y cuando la doctora había sonreído y había empezado a tranquilizarla, había sido agradable, aunque ella no había acabado de creérselo.

«Ninguna señal.»

Estuvo a punto de decirlo en voz alta.

Era el problema de tener un corazón achacoso. Hacía que imaginara que cada punzada y cada latido a destiempo marcaban el final.

Pensó para sus adentros que no tenía una vida lo bastante interesante para estar tan paranoica.

La señora de Lobo Feroz alargó la mano hacia un escurridor en el que había colocado unas cuantas sartenes grandes que no cabían en el lavavajillas. Levantó una sartén de acero inoxidable y la sostuvo delante de los ojos. Vio su reflejo en el metal limpio y brillante. Pero, a diferencia de un espejo, el retrato que la miraba estaba ligeramente distorsionado, como desenfocado.

Se dijo: «Fuiste hermosa en otra época», aunque no fuera verdad.

Acto seguido, buscó el dolor: nada en los ojos. Nada en la comisura de los labios. Nada en la carne que le sobraba en la papada.

Fue más allá. Nada en los pies. Nada en las piernas. Nada en el estómago.

Alzó la mano izquierda y movió los dedos.

Nada. Ninguna oleada de dolor le recorrió la muñeca.

Como si entrara en un campo de minas peligroso, empezó a examinarse el pecho, cual explorador que busca un territorio desconocido. Inhaló y exhaló lentamente, sin dejar de observar su rostro en el reflejo acerado, como si fuera una persona distinta capaz de mostrarle alguna señal reveladora. Existían expertos que habían estudiado las expresiones faciales y detectives que creían que observando un rostro eran capaces de decir si la persona mentía o engañaba o incluso encubría alguna enfermedad. Había visto a ese tipo de expertos en la tele.

Pero ella parecía respirar con normalidad. El ritmo cardiaco le parecía regular y continuo. Se tocó el diafragma con los dedos y presionó. Nada.

Y su rostro permanecía inexpresivo, sin emociones. «Como un jugador de póquer», pensó.

A continuación dejó la sartén otra vez en el escurridor.

No. «Bueno, no ha sido nada. Una pequeña indigestión. El corazón no se te parará hoy.»

Se recordó que tenía que ir a trabajar y apresurarse, quizás incluso correr, para compensar los minutos que había perdido en temores de moribunda.

—Me voy —gritó.

Se produjo un silencio corto antes de la respuesta amortiguada desde el interior del despacho cerrado.

—A lo mejor salgo a documentarme un poco, cariño. Quizá llegue tarde a cenar.

Ella sonrió. La palabra «documentarse» la alentaba. Creía que estaba realizando verdaderos progresos y era lo bastante consciente como para no hacer nada que trastornara esa situación tan frágil.

—De acuerdo, cariño. Como quieras. Te dejaré un plato en el microondas si tienes que llegar tarde a casa.

La señora de Lobo Feroz no esperó respuesta pero estaba contenta. Aquello sonaba como la conversación más mundana que una pareja podía tener. Era tan normal que la tranquilizaba. El escritor estaba «trabajando»; y al igual que la abeja obrera con la que se comparaba, ella se iba a trabajar. Nada tan «inusual» como un ataque al corazón entraría jamás en un mundo tan decididamente normal.

Recorrió el parking para el profesorado y el personal dos veces antes de encontrar un sitio cerca del fondo, lo cual añadía casi cincuenta metros de lluvia y frío al trayecto a pie. No podía hacer nada para evitarlo, así que la señora de Lobo Feroz aparcó en el hueco, cogió el bolso y salió por la puerta intentando abrir un pequeño paraguas antes de acabar empapada.

Inmediatamente pisó un charco y soltó un juramento. Acto seguido recorrió el parking a toda prisa con la cabeza gacha en dirección al edificio administrativo de la escuela.

Colgó el abrigo húmedo en una percha situada junto a la puerta y se situó tras el escritorio, confiando en que el director no se diera cuenta de su pequeño retraso.

El hombre salió de su despacho —el escritorio de ella custodiaba la entrada— y negó con la cabeza, no por su tardanza o el mal tiempo, que estaba convirtiendo la escuela en un lugar oscuro y deprimente.

—¿Puedes enviarle un mensaje a la señorita Jordan Ellis? —dijo—. Dile que venga esta tarde a verme durante un rato libre, o quizá después del entreno de básquet.

—Por supuesto —repuso la señora de Lobo Feroz—. ¿Es urgente?

—Más de lo mismo —contestó el director apesadumbrado—. Va mal en todas las asignaturas y ahora el señor y la señora Ellis quieren que yo arbitre en su pelea por la custodia, lo cual no hará más que empeorar las cosas. —Esbozó una sonrisa lánguida—. ¿No sería maravilloso si algunos de estos padres dejaran tranquilos a sus hijos y nos dejaran hacernos cargo de ellos?

Se trataba de una queja habitual y una petición que no tenía ninguna posibilidad realista de ser respondida.

—Me encargaré de que venga a verle hoy —dijo la señora de Lobo Feroz. El director asintió.

—Gracias —dijo. Lanzó una mirada al manojo de papeles que tenía en la mano y se encogió de hombros—. ¿No te parece horrible que los estudiantes de último curso tiren por la borda su futuro? —preguntó. Se trataba de una pregunta retórica y, que supiera la señora de Lobo Feroz, no necesitaba respuesta. «Por supuesto que a todo el mundo le parecía horrible que los estudiantes de último curso fueran flojos. Iban justos en la escuela y luego entraban en universidades menos prestigiosas y aquello perjudicaba las estadísticas de la escuela respecto a los ingresos en las universidades de la Ivy League.» Se quedó mirando mientras él se retiraba a su despacho, sujetando el expediente, aunque al final eso y toda la información confidencial que contenía le llegaría a su escritorio para ser clasificada en un gran archivador de acero negro situado en la esquina de la sala. Tenía una combinación. 17-8-96. La fecha de su boda.

9

Sarah Locksley estaba inquieta en el asiento. Se sentía mareada y nerviosa, y estaba agotada y activa a la vez, como si las dos sensaciones contrarias pudieran coexistir alegremente en su interior. Cada segundo que pasaba era aburrido y emocionante a partes iguales. Se sentía al borde de algo: ya fuera quedar inconsciente durante veinticuatro horas o apuntar y disparar al primero que apareciera, que sería la primera persona que llamara a su puerta en varias semanas.

Unas pastillas para mantenerse alerta, vodka Stolichnaya y zumo de naranja recién exprimido, además de una buena provisión de chocolatinas, donuts envasados, pastas y algún que otro plátano cubierto de mantequilla de cacahuete habían sido su combustible durante los últimos días. Engordaban, estaban llenos de calorías pero no tenía la impresión de haber engordado un solo gramo.

Le entraron ganas de soltar una carcajada: «El régimen de la mujer muerta. ¡Consigue que un desconocido amenace con matarte y verás cómo los kilos se desvanecen!»

Había colocado una silla rígida en un lugar desde el que cubría tanto la parte delantera de la casa y buena parte de la entrada a la cocina en la parte posterior y dispuesto unos cuantos cojines y un viejo saco de dormir cerca, para que cuando tuviera que dormir, aunque solo fuera arañándole unas cuantas horas a la noche, pudiera caer rodando medio drogada y medio borracha en la cama improvisada. Evitaba su dormitorio. Le asustaba esconderse en el lugar que había compartido con su marido. De repente la habitación le parecía una cárcel y estaba decidida a no permitir que la asesinaran en el lugar en el que había obtenido tanto placer.

Sabía que era una locura total, pero la locura era la condición que estaba dispuesta a abrazar.

Había construido un sistema de alarma casero junto a la puerta trasera: había colocado una cuerda a lo ancho de la puerta y colgado latas vacías y ollas y sartenes de ella, por lo que cualquiera que entrara armaría un estruendo descomunal. Justo debajo de los alféizares había esparcido cristales rotos de botellas de alcohol vacías, de forma que cualquiera «no —pensó—, el Lobo Feroz» que intentara entrar por ahí se haría cortes en las manos o en los pies y se pondría a gritar. En la escalera que conducía al sencillo sótano había colgado trozos de cable a tres o cuatro centímetros por encima de cada contrahuella para que el lobo tropezara si intentaba subir por las escaleras. También había desperdigado unos cuantos cojinetes de bolas y canicas viejas por el suelo del sótano y desenroscado la bombilla, así que la estancia estaba completamente oscura y era muy probable que su acosador tropezara. Tenía el viejo revólver de su marido cerca y lo comprobaba regularmente para asegurarse de que estaba cargado y preparado, aunque supiera que lo había comprobado cientos de veces. Estaba rodeada de un revoltijo de envoltorios de plástico, vasos de espuma de poliestireno vacíos y botellas desechadas. Sarah apartó parte de la basura que se acumulaba cerca de sus pies descalzos con una patada y suspiró con fuerza.

«Bueno, esto no funciona, vaya mierda.»

Sus sistemas de defensa parecían salidos de la película
Solo en casa,
y daban la impresión de ser más apropiados para una astracanada que para evitar que un asesino entrara a hurtadillas en la casa y la matara mientras dormía. Sabía que tenía muchas probabilidades de desmayarse en cualquier momento y, cuando sucumbiera al inevitable agotamiento, ningún estruendo de ollas y sartenes la despertaría. Tenía demasiada experiencia en la neblina que acompañaba el alcohol y los narcóticos.

Y, sobre todo, Sarah dudaba de que el Lobo Feroz fuera poco menos que totalmente habilidoso para matar y asesino profesional. No tenía pruebas que demostraran aquella sensación pero le parecía que era cierta. Intuición. El sexto sentido. Premonición. No sabía qué era pero sabía que esperaría hasta el momento adecuado, que sería el momento en que él supiera que ella era más vulnerable.

«Vulnerable. Menuda palabra más horrorosa, patética e inadecuada —pensó—. Más bien describía cada segundo de cada día y cada noche, independientemente de que estuviera dormida o sentada esperando junto a la puerta delantera, revólver en mano.»

Miró a su alrededor. Tenía la espalda rígida. Le dolía la cabeza. Todo lo que había hecho para protegerse parecía exactamente lo que haría una maestra de secundaria. Tijeras, pegamento en barra y cartulinas de colores, se parecía mucho a un trabajo de clase. Lo único que faltaba eran unos cuantos alumnos emocionados y sus alegres voces elevadas.

Se veía con claridad: dando palmadas con fuerza para que le prestaran atención. «¡Venga, niños! La señora Locksley tiene que protegerse de un psicópata asesino. ¡Traed vuestros materiales preferidos al medio y construyamos un muro para que esté segura!»

Ridículo. Hasta ahí llegaba. Pero no sabía qué otra cosa hacer.

Aparte de mirar largo y tendido su mano derecha, que sujetaba el revólver.

«Quizá debería mentirle a mi difunto esposo —pensó— y apuntarme con la pistola justo antes de que el Lobo Feroz entre por la puerta.»

Comprendió que se trataba de un asunto que se planteaba continuamente, aunque no formara las palabras en su cabeza ni las dijera en voz alta y que exigiría respuesta antes de lo que ella creía posible.

Sarah rio con amargura. Una carcajada repentina, como surgida de un momento inesperado de humor. «Esto sí que sería un buen golpe —pensó— cuando el Lobo Feroz entra a hurtadillas para matarme y descubre que me he adelantado a él. ¿Qué coño haría? Un asesino sin objetivo. Menuda risa.

»Lo que pasa es que yo no lo vería porque ya estaría muerta.» Las letras de una canción se le filtraron en la memoria: «
"No reason to get excited", the thief he kindly spoke
. "
There are many here among us who feel that life is but a joke
. "»
[1]

Oía el riff de la guitarra como si lo estuvieran tocando a lo lejos. Oía la voz áspera. Tenía sentido. No había motivo para emocionarse.

Suspiró profundamente, pero aquella exhalación a punto estuvo de convertirse en un grito cuando oyó un ruido repentino en la puerta delantera. Al comienzo se tambaleó a un lado, como si pudiera esconderse, luego tropezó hacia delante, con el brazo del revólver estirado, preparada para disparar. Pensó que estaba profiriendo unos gritos incomprensibles, pero entonces se dio cuenta de que todos aquellos ruidos solo existían en su cabeza.

«No hay nada peor —pensó Karen Jayson— que el estruendo que causa el silencio.»

Daba igual, insistió para sus adentros, que estuviera en el escenario, en su consulta rodeada de trabajo o sola en casa.

Estaba en el coche camino a casa después de la jornada laboral. Rápidamente había adoptado una costumbre que alargaba el trayecto; una vez que salía de la autopista principal y entraba en las tranquilas carreteras comarcales que conducían a su casa aislada, si veía a alguien detrás de ella por el retrovisor, se paraba a un lado de la calzada y esperaba pacientemente a que el coche, camión o lo que fuera pasara de largo, antes de proseguir su camino. No estaba dispuesta a que alguien la siguiera. Aquellas paradas, esperas y retornos a la carretera constantes enlentecían el viaje sobremanera, pero le producían satisfacción. No tenía ninguna prisa por llegar a casa. Ya no le parecía un lugar seguro.

El problema era que por mucho desasosiego que le produjera volver, seguía insistiéndose en que no tenía motivos para sentirse así.

Se acercó al desvío de entrada a su casa. A través de los árboles desolados distinguía la silueta de su casa parcialmente oscurecida por el follaje, aun a pesar de que las hojas se hubieran caído por el invierno. Unos pinos oscuros y robles marrones alineados como centinelas le impedían ver. Lanzó una mirada rápida detrás de ella, nada más que para asegurarse de que no había nadie, y entró en el camino de entrada. Como de costumbre se detuvo junto al buzón.

Pero entonces vaciló.

«Qué idea tan alocada —se dijo—. Coge la correspondencia.»

No quería salir del coche. No quería abrir el buzón. Era casi como si esperara que estallara una bomba si lo hacía.

No tenía motivos para pensar que el Lobo Feroz utilizaría el correo para ponerse en contacto con ella por segunda vez. Y tampoco tenía motivos para creer que no lo haría.

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