Su intérprete salió de la sala del tribunal y volvió en seguida con doce hombres. Se sentaron al lado de los hombres de Umuofia, y Ogbuefi Ekweme volvió a empezar a contar la historia de cómo Enoch había asesinado a un
egwugwu
.
Todo pasó tan rápido que los seis hombres no pudieron defenderse. No hubo más que un breve forcejeo, demasiado breve incluso para que se pudiera sacar ni uno de los machetes envainados. Los seis hombres se vieron esposados y conducidos a la sala de guardia.
— No os vamos a hacer ningún daño —dijo el Comisario de Distrito más tarde, con tal únicamente de que aceptéis cooperar con nosotros. Os hemos traído una administración pacífica para vosotros y vuestro pueblo, para que viváis felices. Si alguien os maltrata vendremos en vuestra ayuda. Pero no os vamos a permitir que maltratéis a otros. Tenemos un tribunal de justicia en el que juzgamos cada caso y administramos la justicia, igual que en mi país bajo una gran reina. Os he traído aquí porque os habéis unido pata atacar a otros, para quemar las casas de las gentes y su lugar de culto. Eso no se puede permitir en los dominios de nuestra reina, que es la gobernante más poderosa del mundo. He decidido que habéis de pagar una multa de doscientas bolsas de cauríes. Quedaréis libres en cuanto aceptéis la multa y os comprometáis a recaudar la multa entre los vuestros. ¿Qué decís a eso?
Los seis hombres mantuvieron un silencio rencoroso, y el Comisario los dejó solos un rato. Cuando salió de la sala dijo a los ujieres del tribunal que trataran a los hombres respetuosamente, porque eran los dirigentes de Umuofia. Dijeron:
— Sí, señor —y saludaron.
En cuanto se marchó el Comisario de Distrito, el ujier jefe, que además desempeñaba las funciones de barbero de la cárcel, sacó su navaja y afeitó todo el pelo de las cabezas de los hombres. Estos seguían esposados y se quedaron impasibles y tristes.
— ¿Cuál de vosotros es el jefe? —preguntaron burlones los ujieres—. Vemos que aquí, en Umuofia, cada mendigo lleva la tobillera de algún título. ¿Llega a costar ni siquiera diez cauríes?
Los seis hombres no comieron nada aquel día ni el siguiente. No se les dio agua para beber, y no podían salir a orinar ni ir al bosque en caso de necesidad. Por las noches iban los ujieres a burlarse de ellos y a darles de cabezazos los unos contra los otros.
Incluso cuando se quedaban solos, los seis hombres no encontraban palabras que decirse. Hasta el tercer día, cuando ya no pudieron soportar más el hambre ni los insultos, no empezaron a hablar de ceder.
— Si me hubierais escuchado habríamos matado al hombre blanco — gruñó Okonkwo.
— Y ahora estaríamos en Umuru esperando la horca —le dijo alguien.
— Quién quiere matar al hombre blanco? —preguntó un ujier que acababa de entrar. Nadie le respondió.
— No os basta con vuestro crimen y ahora encima queréis matar al hombre blanco —llevaba un garrote fuerte y le dio a cada hombre varios golpes en la cabeza y en la espalda. Okonkwo se atragantaba de odio.
En cuanto quedaron encerrados los seis hombres, los ujieres del tribunal salieron a Umuofia a decir a la gente que sus dirigentes no saldrían en libertad hasta fue pagaran una multa de doscientas cincuenta bolsas de cauríes.
— Si no pagáis la multa inmediatamente —dijo —e1 jefe—,llevaremos a vuestros dirigentes a Umuru ante el jefe de los hombres blancos, y los ahorcaremos.
La historia se difundió rápidamente por todos los pueblos y fue aumentando según se contaba. Algunos decían que ya se habían llevado a los hombres a Umuru y que los iban a ahorcar al día siguiente. Algunos decían que también iban a ahorcar a sus familias. Otros decían que ya habían salido los soldados para matar a tiros a la gente de Umuofia, igual que habían hecho en Abame.
Había luna llena. Pero aquella noche no se oyeron las voces de los niños. El
ilo
del pueblo, donde siempre se reunían para jugar a la luz de la luna, estaba desierto. Las mujeres de Iguedo no se reunieron en su recinto sagrado para aprender un baile nuevo que exhibir más adelante en el pueblo. Los jóvenes, que siempre salían cuando brillaba la luna, se quedaron en sus casas aquella noche. Sus voces viriles no se escucharon en las calles del pueblo mientras iban a ver a sus amigos o a sus amantes. Umuofia era como un animal asustado con las orejas enhiestas, que olfatea el aire silencioso y ominoso sin saber por dónde salir corriendo.
Rompió el silencio el pregonero del pueblo, que golpeaba su sonoro
ogene
. Llamaba a todos los hombres de Umuofia, desde el grupo de edades de Akakanma en adelante, a reunirse en la plaza del mercado después de la comida de la mañana. Recorrió el pueblo de un extremo al otro y en toda su anchura. No olvidó ninguno de los senderos principales.
El recinto de Okonkwo era como un hogar desierto. Era como si le hubieran echado agua fría encima. Estaba toda su familia, pero todos hablaban en susurros. Su hija Ezinma había interrumpido su visita de veintiocho días a la familia de su futuro marido y había vuelto a casa al enterarse de que habían encarcelado a su padre y lo iban a ahorcar. En cuanto llegó a casa se fue a ver a Obierika para enterarse de lo que iban a hacer al respecto los hombres de Umuofia. Pero Obierika no estaba en casa desde la mañana. Sus esposas pensaban que había ido a una reunión secreta. Ezinma se quedó convencida de que se iba a hacer algo.
A la mañana siguiente al llamamiento del pregonero, los hombres de Umuofia se reunieron en la plaza del mercado y decidieron reunir cuanto antes doscientas cincuenta bolsas de cauríes para apaciguar al hombre blanco. No sabían que cincuenta de las bolsas se las iban a llevar los ujieres del tribunal, que habían aumentado la cuantía de la multa con ese fin.
O
KONKWO
y sus compañeros de prisión quedaron libres en cuanto se pagó la multa. El Comisario de Distrito volvió a hablarles de la gran reina y de la paz y el buen gobierno. Pero los hombres no lo escucharon. Se quedaron sentados y lo contemplaron a él y a su intérprete. Al final les devolvieron sus bolsas y sus machetes envainados y les dijeron que se fueran a sus casas. Se levantaron y se fueron del tribunal. No hablaron a nadie ni se dijeron nada los unos a los otros. El tribunal, igual que la iglesia, estaba construido a una cierta distancia del pueblo. El sendero que los unía estaba muy frecuentado, porque también llevaba al arroyo, al otro lado del tribunal. Era despejado y arenoso. En la temporada seca todos los senderos estaban despejados y arenosos. Pero cuando llegaban las lluvias crecían las malezas a ambos lados y cerraban el sendero. Ahora era la estación seca. Mientras los seis hombres iban haciendo camino hacia el pueblo, se encontraron a mujeres y niños que iban al arroyo con sus cubos para el agua. Pero los hombres tenían una expresión tan ceñuda y terrible que las mujeres y los niños no les dijeron «nno», o sea, «bienvenidos», sino que se hicieron a un lado para dejarles pasar. En el pueblo se les fueron uniendo grupitos de hombres hasta que se convirtieron en una compañía considerable. Cuando cada uno de los seis hombres llegaba a su recinto entraba en él seguido por una parte del grupo. El pueblo se agitaba de forma silenciosa y contenida.
En cuanto llegó la noticia de que iban a poner en libertad a los seis hombres, Ezinma había preparado algo de comer para su padre. Se lo llevó a su
obi
. Okonkwo comió abstraído. No tenía apetito; si comía era únicamente por agradar a Ezinma. Sus parientes y amigos varones se habían reunido en su
obi
y Obierika lo instaba a comer algo. Nadie más hablaba, pero vieron las marcas alargadas en la espalda de Okonkwo, donde le había mordido en la carne el látigo del carcelero.
Aquella noche volvió a salir el pregonero del pueblo. Golpeó su gong de hierro y anunció que por la mañana se celebraría otra reunión. Todo el mundo sabía que por fin Umuofia iba a expresar su opinión acerca de lo que estaba pasando.
Aquella noche Okonkwo durmió muy poco. La amargura que sentía en el corazón se mezclaba ahora con una especie de excitación infantil. Antes de irse a la cama se había llevado su atavío de guerra, que no había tocado desde que regresó del exilio. Había sacudido la falda de rafia ahumada y examinado su alto tocado de plumas y su escudo. Todo estaba en estado satisfactorio, pensó.
Mientras yacía en su cama de bambú pensó en la forma en que lo habían tratado en el tribunal del hombre blanco y juró venganza. Si Umuofia decidía ir a la guerra, todo iría bien. Pero si elegían actuar con cobardía él iría a tomarse la venganza por su cuenta. Pensó en las guerras del pasado. La más noble, pensó, había sido la guerra contra Isike. En aquella época todavía vivía Okudo. Okudo cantaba las canciones de guerra como nadie. No era un combatiente, pero su voz convertía en leones a todos y cada uno de los hombres.
«Ya no quedan hombres dignos», suspiró Okonkwo al recordar aquellos días. «Isike no olvidará jamás cómo los aniquilamos en aquella guerra—. Les matamos a doce de sus hombres y ellos sólo mataron a dos de los nuestros. Antes de que pasara la cuarta semana de mercado estaban pidiendo la paz. En aquellos días los hombres eran hombres.»
Mientras pensaba en esas cosas oyó el sonido del gong de hierro en la distancia. Escuchó atentamente y apenas si logró oír la voz del pregonero. Pero sonaba muy débil. Se dio la vuelta en la cama y le dolió la espalda. Rechinó los dientes. El pregonero se iba acercando cada vez más hasta pasar al lado del recinto de Okonkwo.
«El mayor obstáculo de Umuofia», pensó Okonkwo con amargura, «es ese cobarde de Egonwanne. Tiene una lengua tan melosa que puede convertir el fuego en una ceniza fría. Cuando habla hace que nuestros hombres se queden impotentes. Si no hubiéramos hecho caso de su prudencia femenina hace cinco años, no hubiéramos llegado a esto». Rechinó los dientes. «Mañana les dirá que nuestros padres nunca combatieron en una “guerra culpable”. Si lo escuchan los dejo y planeo mi propia venganza.
La voz del pregonero había vuelto a alejarse, y la distancia había quitado aspereza a la voz de su gong de hierro. Okonkwo se volvió de un lado al otro y obtuvo una especie de placer del dolor que sentía en la espalda. «Que mañana hable Egonwanne de una “guerra culpable” y me va a ver la espalda y la cabeza.» Rechinó los dientes.
La plaza del mercado empezó a llenarse en cuanto salió el sol. Obierika estaba esperando en su
obi
cuando llegó Okonkwo, y lo llamó. Se echó al hombro su saco de piel de cabra y su machete envainado y salió a unirse con él. La casa de Obierika estaba junto al camino y veía a todos los que pasaban camino del mercado. Había intercambiado saludos con muchos que ya habían pasado aquella mañana.
Cuando Okonkwo y Obierika llegaron al punto de reunión, ya había tanta gente que si se tiraba al aire un grano de arena, éste no encontraría hueco para volver a caer en tierra. Y llegaba mucha más gente de todas las partes de los nueve pueblos. A Okonkwo se le calentó el corazón al ver que eran tantos. Pero estaba buscando a un hombre en concreto, al hombre cuya lengua temía y despreciaba tanto.
— ¿Lo ves? —preguntó a Obierika.
— ¿A quién?
— A Egonwanne —respondió, mientras lanzaba la mirada de un extremo de la enorme plaza del mercado al otro. Casi todos los hombres estaban sentados en pieles de cabra puestas en el suelo. Algunos estaban sentados en taburetes de madera que habían traído.
— No —dijo Obierika buscando con la mirada entre la multitud—. Sí, ahí está, bajo el árbol del bómbax ¿Temes que vaya a convencernos para que no combatamos?
— ¿Que si lo temo? Me da igual lo que te haga a ti. Yo lo desprecio, a él y a quienes lo escuchan. Si es necesario, estoy dispuesto a combatir yo solo.
Estaban gritando porque todo el mundo hablaba a voces, y era como el ruido de un gran mercado.
«Esperaré hasta que hable», pensó Okonkwo. «Después hablaré yo.»
— Pero, ¿cómo sabes que va a hablar en contra de la guerra? —preguntó
— Porque sé que es un cobarde —dijo Okonkwo. Obierika no oyó el resto de lo que dijo, porque en aquel momento alguien le tocó en la espalda y se dio la vuelta para darle la mano y cambiar saludos con cinco o seis amigos. Okonkwo no se dio la vuelta, aunque reconoció las voces. No estaba de humor para andar saludando a nadie. Pero uno de los hombres lo tocó y le preguntó cómo estaba la gente en su recinto.
— Están bien —replicó sin interés.
El primer hombre que habló a Umuofia aquella mañana fue Okika, uno de los seis que habían estado encarcelados. Okika era un gran hombre y un buen orador. Pero no tenía la voz atronadora que ha de utilizar un primer orador para establecer el silencio en una asamblea del clan. Onyeka sí que tenía esa voz, de forma que se le pidió que saludara a Umuofia antes de que empezara a hablar Okika.
) —
¡Umuofia kwenu!
—rugió, levantado el brazo izquierdo y empujando el aire con la mano abierta.
—
¡Yaa!
—bramó Umuofia.
—
¡Umuofia kwenu!
—volvió a rugir una vez, tras otra, tras otra, cada vez en una dirección distinta. Y la multitud respondió:
—
¡Yaa!
Después se produjo un silencio inmediato, como si se hubiera echado agua fría en una hoguera llameante.
Okika se puso en pie de un salto y saludó cuatro veces a los miembros de su clan. Después empezó a hablar:
— Todos sabéis por qué estamos aquí, cuando deberíamos estar construyendo nuestros graneros o arreglando nuestras casas, cuando deberíamos estar poniendo en orden nuestros recintos. Mi padre me decía: «Cuando veas un sapo que salta a la luz del día, entonces sabrás que hay algo que lo persigue para matarlo.» Cuando os he visto a todos llegar a esta reunión de todas las partes de nuestro clan, a hora tan temprana de la mañana, he comprendido que algo nos perseguía para matarnos —hizo una breve pausa y después volvió a empezar—: Todos nuestros dioses están llorando. Idemili está llorando, Ogwugwu está llorando, Agbala está llorando, y lo mismo todos los demás. Nuestros padres muertos están llorando por culpa del horrible sacrilegio de que han sido objeto, y de la abominación que hemos visto todos nosotros con nuestros propios ojos —volvió a detenerse para calmar la voz, que le temblaba—. Esta es una gran reunión. No hay ningún clan que pueda jactarse de tener tanta gente ni tan valiente. Pero, ¿estamos todos aquí? Os pregunto: ¿Están aquí con nosotros todos los hijos de Umuofia?