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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (18 page)

BOOK: Todo se derrumba
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Efectivamente, Umuofia había cambiado durante los siete años que duró el exilio de Okonkwo. Había llegado la iglesia, que había inducido a muchos al error. No sólo habían entrado en ella los de baja extracción y los proscritos, sino también algunos hombres de peso. Uno de ésos era Ogbuef Ugonna, que había tomado dos títulos y que, como un loco, se había cortado la tobillera de los títulos y la había tirado para sumarse a los cristianos. El misionero blanco estaba muy orgulloso de él, que había sido uno de los primeros hombres de Umuofia en recibir el sacramento de la Sagrada Comunión, o la Fiesta Santa, como se decía en ibo. Ogbuefi Ugonna había creído que la Fiesta era una ocasión para comer y beber, sólo que más santa que las fiestas de su pueblo. Por eso, para ir a ella se había metido el cuerno de beber en la bolsa de piel de cabra.

Pero, además de la iglesia, los hombres blancos también habían traído un gobierno. Habían construido un tribunal en el que el Comisario de Distrito juzgaba los casos a su estilo. Tenía ujieres del tribunal que le llevaban a la gente a la que tenía que juzgar. Muchos de aquellos ujieres procedían de Umuru, en la orilla del Gran Río, donde habían llegado los primeros hombres blancos hacía muchos años y donde habían construido el centro de su religión, de su comercio y de su gobierno. Aquellos ujieres del tribunal eran muy odiados en Umuofia porque eran extranjeros y además arrogantes e insolentes. Los llamaban
kotma
, y como llevaban pantalones cortos de color gris claro, también los llamaban Culos de Ceniza. Custodiaban la cárcel, que estaba llena de hombres que habían delinquido contra la ley del hombre blanco. Algunos de los presos habían tirado a la maleza hijos gemelos y otros habían molestado a los cristianos. En la cárcel los
kotma
los golpeaban y todas las mañanas los ponían a trabajar en la limpieza del recinto del gobierno y en cortar leña para el Comisario y para los ujieres del tribunal. Algunos de los presos eran hombres con títulos, que debían estar por encima de esas ocupaciones viles. Estaban afligidos por la indignidad y lamentaban el descuido en que habían caído sus campos. Mientras cortaban la hierba por las mañanas, los más jóvenes cantaban al ritmo de sus machetes:

El
kotma
culo de ceniza

Sólo vale para esclavo.

El hombre blanco no tiene cabeza,

Sólo vale para esclavo.

A los ujieres del tribunal no les gustaba que les llamaran culos de ceniza, y daban de golpes a los hombres. Pero la canción se hizo popular en Umuofia.

Okonkwo inclinó entristecido la cabeza cuando Obierika le contó todo aquello.

— Quizá he pasado demasiado tiempo fuera —dijo Okonkwo, casi para sí mismo—. Pero no puedo entender todo esto que me cuentas. ¿Qué le ha pasado a nuestro pueblo? ¿Por qué ha perdido su capacidad para combatir?

— ¿No te has enterado de cómo arrasó Abame el hombre blanco? —preguntó Obierika.

— Ya me he enterado —contestó Okonkwo. Pero también he oído decir que la gente de Abame fue débil y tonta. ¿Por qué no contraatacaron? ¿No tenían escopetas ni machetes? Seríamos unos cobardes si nos comparásemos a los hombres de Abame. Sus padres nunca se atrevieron a enfrentarse con nuestros antepasados. Tenemos que combatir a esa gente y echarla de nuestra tierra.

— Ya es demasiado tarde —dijo Obierika con tristeza—. Nuestros propios hombres y nuestros hijos se han ido con el extranjero. Han ingresado en su religión y ahora le ayudan a mantener su gobierno. Si tratásemos de echar de Umuofia a los hombres blancos nos sería fácil. No son más que dos. Pero, ¿qué haríamos con los nuestros que siguen su camino y que han recibido poder? Irían a Umuru a traer a los soldados y nos pasaría lo que a Abame —hizo una larga pausa y después dijo—: La última vez que fui a Mbanta te conté que habían ahorcado a Aneto.

— ¿Qué ha pasado con el campo que estaba en disputa? —preguntó Okonkwo.

— El tribunal del hombre blanco ha decidido que pertenezca a la familia de Nnama, que dio mucho dinero a los ujieres del hombre blanco y al intérprete.

— ¿Entiende el hombre blanco nuestras costumbres acerca de la tierra?

— ¿Cómo va a entenderlas, cuando ni siquiera habla nuestro idioma? Pero dice que nuestras costumbres son malas, y nuestros propios hermanos que han adoptado su religión también dicen que nuestras costumbres son malas. ¿Cómo crees que podemos luchar, cuando nuestros propios hermanos se han vuelto contra nosotros? El hombre blanco es muy listo. Llegó aquí tranquilo y pacífico, con su religión. Nos reímos de sus tonterías. Y le dejamos quedarse. Ahora se ha llevado a nuestros propios hermanos y nuestro clan ya no puede actuar unido. Ha metido un cuchillo en las cosas que nos mantenían unidos y nos hemos derrumbado.

— ¿Cómo atraparon a Aneto para ahorcarlo? —preguntó Okonkwo.

— Cuando mató a Oduche en la pelea por el campo, huyó a Aninta para escapar a la cólera de la tierra. Eso fue unos ocho días después de la pelea, porque Oduche no murió de sus heridas inmediatamente. Fue el séptimo día cuando murió. Pero todo el mundo sabía que iba a morirse, y Aneto lo tenía todo listo y preparado para la huida. Pero los cristianos le habían contado el incidente al hombre blanco, y éste envió a sus
kotma
en busca de Aneto. Lo metieron preso con todos los jefes de su familia. Al final, Oduche murió y a Aneto se lo llevaron a Umuru y lo ahorcaron. A los demás los dejaron en libertad, pero hasta ahora siguen sin encontrar una lengua con la que contar sus sufrimientos.

Después, los dos hombres se quedaron sentados largo rato en silencio.

Capítulo XXI

E
N
Umuofia había muchos hombres y mujeres que no estaban tan decididamente en contra de la nueva situación como Okonkwo. Era verdad que el hombre blanco había traído una religión para lunáticos, peto también había construido un centro comercial y por primera vez el aceite de palma y los frutos secos obtenían muy buenos precios, y a Umuofia llegaba mucho dinero.

E incluso en la cuestión de la religión, había una sensación cada vez mayor de, que quizá tuviera sus méritos después de todo, de que quizá hubiera algo vagamente con sentido en medio de toda aquella locura.

Esa sensación creciente se debía al señor Brown, el misionero blanco, que actuaba con gran firmeza para impedir que sus fieles provocaran la ira del clan. Había uno de ellos, en especial, al que era muy difícil frenar. Se llamaba Enoch, y su padre era el sacerdote del culto de la serpiente. Se decía que Enoch había matado a la pitón sagrada y se la había comido, y que su padre lo había maldito.

El señor Brown predicaba en contra de aquellos excesos de celo. Decía a su enérgico rebaño que todo era posible, pero no todo era conveniente. De manera que el señor Brown se ganó incluso el respeto del clan, porque no ofendía a su fe. Hizo amistad con algunos de los grandes hombres del clan, y en una de sus frecuentes visitas a los pueblos vecinos le habían regalado un colmillo tallado de elefante, que era signo de dignidad y de rango. Uno de los grandes hombres de aquel pueblo se llamaba Akunna, y había entregado a uno de sus hijos para que se le enseñaran los conocimientos del hombre blanco en la escuela del señor Brown.

Siempre que el señor Brown iba a aquel pueblo se pasaba horas enteras con Akunna en el
obi
de éste, hablando de religión por conducto de un intérprete. Ninguno de los dos logró convertir al otro, pero ambos aprendieron más acerca de las creencias mutuas.

— Dices que hay un Dios supremo que hizo el cielo y la tierra —dijo Akunna en una de las visitas del señor Brown.— También nosotros creemos en él y lo llamamos Chukwu. Hizo todo el mundo y todos los demás dioses.

— No hay más dioses —dijo el señor Brown—. Chukwu es el único Dios y todos los demás son falsos. Talláis un pedazo de madera… como ése —señalando a las vigas de las que colgaba el Ikenga tallado de Akunna— y lo llamáis dios. Pero sigue siendo un pedazo de madera.

— Sí —dijo Akunna—, claro que es un pedazo de madera. El árbol del que salió lo había hecho Chukwu, igual que pasó con todos los dioses menores. Pero Él lo hizo para Sus mensajeros, de manera que pudiéramos dirigirnos a Él por conducto de ellos. Es como lo que pasa contigo. Tú eres el jefe de tu iglesia.

— No —protestó el señor Brown—. El jefe de mi iglesia es el propio Dios.

— Ya lo sé —dijo Akunna—,pero tiene que haber un jefe en este mundo, entre los hombres. Aquí tiene que ser algún hombre como tú el jefe.

— Quien encabeza mi iglesia en ese sentido está en Inglaterra.

— Eso es exactamente lo que estoy diciendo. El jefe de tu iglesia está en tu país. Te ha enviado aquí como mensajero suyo. Y tú también has nombrado tus propios mensajeros y sirvientes. O, si no, permíteme que te dé otro ejemplo, el Comisario de Distrito. A ése lo ha enviado tu rey.

— Tienen una reina —dijo el intérprete por su cuenta.

— Tu reina envía a su mensajero, el Comisario de Distrito. Este se encuentra con que no puede hacer el trabajo por sí solo, de manera que nombra a los
kotma
para que lo ayuden. Lo mismo pasa con Dios, o con Chukwu. Nombra a los otros dioses para que lo ayuden, porque su trabajo es demasiado para una sola persona.

— No deberías pensar en él como en una persona —dijo el señor Brown—. Por eso te imaginas que necesita ayudantes.

Y lo peor de todo es que toda vuestra adoración va a los falsos dioses que habéis creado.

— No es verdad. Hacemos sacrificios a los dioses pequeños, pero cuando no sirven y no hay nadie más a quien recurrir, vamos a Chukwu. Es lo correcto. Cuando vamos a ver a un gran hombre nos dirigimos primero a sus sirvientes. Pero cuando los sirvientes no nos ayudan, entonces acudimos a la última fuente de esperanza. Parece que prestamos más atención a los dioses pequeños, pero no es verdad. Los molestamos más porque tememos molestar a su Señor. Nuestros padres sabían que Chukwu era el Señor Supremo y por eso muchos de ellos llamaron a sus hijos Chukwuka: «Chukwu es Supremo».

— Has dicho algo interesante —dijo el señor Brown—. Teméis a Chukwu. En mi religión, Chukwu es un Padre amantísimo y quienes cumplen Su voluntad no tienen por qué temerlo.

— Pero hemos de temerlo cuando no hacemos Su voluntad —dijo Akunna—. Y, ¿quién nos va contar cuál es Su voluntad? Es demasiado grande para conocerla.

Así fue como el señor Brown llegó a conocer bastante bien la religión del clan, y llegó a la conclusión de que el atacarla frontalmente no serviría de nada. Por eso construyó una escuela y un pequeño hospital en Umuofia. Fue de familia en familia pidiendo a la gente que enviara a sus hijos a la escuela. Pero al principio no enviaron más que a sus esclavos o a sus hijos más perezosos. El señor Brown rogó y discutió y profetizó. Dijo que en el futuro los dirigentes del país serían los hombres y las mujeres que hubieran aprendido a leer y escribir. Si Umuofia no enviaba a sus hijos a la escuela, llegarían forasteros de otras partes para gobernarla. Ya podían ver lo que estaba pasando en el Tribunal Indígena, donde el Comisario de distrito estaba rodeado de forasteros que hablaban su lengua. Casi todos aquellos forasteros procedían de la lejana ciudad de Umuru, en la orilla del Gran Río, a donde había llegado el primer hombre blanco.

Al final, los argumentos del señor Brown empezaron a surtir efecto. Fue más gente a aprender a su escuela, y él los alentaba con regalos de camisetas y toallas. No toda la gente que iba a aprender allí era joven. Algunos tenían treinta años de edad o más. Por las mañanas trabajaban en sus campos y por la tarde iban a la escuela. Y no pasó mucho tiempo sin que la gente empezara a decir que la medicina del hombre blanco daba resultados rápidamente. La escuela del señor Brown producía resultados rápidos. Bastaba con pasar unos meses en ella para que lo hicieran a uno ujier del tribunal, o incluso escribiente del tribunal. Los que se quedaban más tiempo se hacían profesores, y desde Umuofia los jornaleros iban al viñedo del Señor. Se establecieron nuevas iglesias en los pueblos vecinos, y con ellas unas cuantas escuelas. Desde el mismo principio, la religión y la enseñanza fueron de la mano. La misión del señor Brown no hacía más que crecer, y dado su vínculo con la nueva administración, adquirió un nuevo prestigio social. Pero el propio señor Brown iba perdiendo la salud. Al principio no hizo caso de las señales de advertencia. Pero al final, triste y destrozado, hubo de abandonar a su rebaño.

El señor Brown se fue a su casa en la primera estación de lluvias después del regreso de Okonkwo a Umuofia. En cuanto el misionero se enteró del regreso de Okonkwo, hacía cinco meses, había ido a hacerle una visita. Acababa de enviar a Nwoye, el hijo de Okonkwo, ahora llamado Isaac, a la nueva escuela normal de magisterio creada en Umuru. Y tenía la esperanza de que Okonkwo se alegrase de saberlo. Pero Okonkwo lo había echado, con la amenaza de que si volvía a entrar en su recinto, no podría salir por su propio pie.

El regreso de Okonkwo a su pueblo natal no había sido tan memorable como él deseaba. Es cierto que sus dos guapas hijas despertaron gran interés entre los pretendientes y que pronto se iniciaron negociaciones de matrimonio, pero, aparte de eso, Umuofia no parecía haberse fijado especialmente en el regreso del guerrero. El clan había sufrido cambios tan profundos durante su exilio que apenas era reconocible. La gente no veía más que la religión y el gobierno nuevos y el centro comercial, y no pensaba en otra cosa. Todavía eran muchos los que consideraban perversas esas nuevas instituciones, pero ni siquiera aquéllos veían ni pensaban más que en eso, y desde luego no en el regreso de Okonkwo.

Y además, no era el año indicado. Si Okonkwo hubiera iniciado inmediatamente a sus dos hijos en la sociedad
ozo
, como había planeado, hubiera causado una sensación. Pero en Umuofia el rito de la iniciación no se celebraba más que cada tres años, y tenía que esperar casi dos años más hasta la siguiente serie de ceremonias.

Okonkwo estaba apenadísimo. Y no era sólo una pena personal. Lloraba por el clan, al que veía dividirse y derrumbarse, y lloraba por los guerreros de Umuofia, que inexplicablemente se habían vuelto blandos como mujeres.

Capítulo XXII

E
L
sucesor del señor Brown fue el reverendo James Smith, y éste era una clase diferente de persona. Condenó abiertamente la política del señor Brown de avenencia y transacción. Veía las cosas en blanco y negro. Y lo negro era lo malo. Veía el mundo como un campo de batalla en el cual los hijos de la luz estaban empeñados en mortal combate con los hijos de las tinieblas. En sus sermones hablaba de ovejas buenas y descarriadas y de separar el trigo y la paja. Creía en la aniquilación de los profetas de Baal.

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