— ¿Qué significa todo esto? —preguntó el señor Kiaga, muy perplejo.
— La aldea nos ha proscrito —dijo una de las mujeres—. Anoche lo anunció el pregonero. Pero no entra en nuestras costumbres prohibir a nadie que vaya al arroyo o a la cantera.
Otra mujer añadió:
— Quieren arruinarnos. No nos van a dejar que vayamos al mercado. Lo han dicho.
El señor Kiaga iba a mandar a buscar a la aldea a sus conversos varones cuando vio que llegaban por su cuenta. Naturalmente, todos ellos habían oído al pregonero, pero jamás en su vida habían oído que se prohibiera a una mujer ir al arroyo.
— Vamos —dijeron a las mujeres—. Vamos con vosotras a ver a esos cobardes —algunos de ellos llevaban garrotes e incluso algunos machetes.
Peto el señor Kiaga los detuvo. Primero quería saber por qué los habían proscrito.
— Dicen que Okoli ha matado a la Pitón sagrada —dijo uno de ellos.
— Es mentira —dijo otro—. El propio Okoli me ha dicho que es mentira.
Okoli no estaba presente para contestar. Se había puesto enfermo la noche anterior. Antes de que terminara el día había muerto. Su muerte demostraba que los dioses seguían siendo capaces de empeñar sus propias batallas. El clan dejó de advertir motivos para atacar a los cristianos.
E
STABAN
cayendo las últimas grandes lluvias del año. Era el momento de apisonar barro rojo con el que construir nuevas paredes. No se hacía antes porque las lluvias eran demasiado fuertes y se hubieran llevado el montón de tierra apisonada, y no se podía hacer después porque sería el momento de la recolección, y después venía la estación seca.
Iba a ser la última cosecha de Okonkwo en Mbanta. Por fin se acercaba el final de aquellos siete años desperdiciados y fatigosos. Aunque Okonkwo había prosperado en el país de su madre, sabía que habría prosperado todavía más en Umuofia, en el país de sus padres, donde los hombres eran valientes y belicosos. En esos siete años habría llegado a las mayores alturas. Por eso lamentaba hasta el último día de su exilio. Los parientes de su madre habían sido muy amables con él, y les estaba agradecido. Pero eso no cambiaba las cosas. A la primera hija que le había nacido en el exilio la había llamado Nneka —«La Madre es Suprema»—, por cortesía para con los parientes de su madre. Pero dos años después, cuando le nació un hijo, lo llamó Nwofia: «Nacido en el Desierto».
En cuanto empezó el último año de su exilio, Okonkwo envió dinero a Obierika para que le construyera dos cabañas en su antiguo recinto, donde viviría con su familia hasta que construyera más cabañas y el muro externo de su recinto. No podía pedir a otro hombre que le construyera su propio
obi
ni los muros de su recinto. Esas eran cosas que cada uno se construía por sí mismo o que heredaba de su padre.
Cuando empezaron a caer las últimas grandes lluvias del año, Obierika le mandó decir que ya estaban construidas las dos cabañas y Okonkwo empezó a preparar su regreso para después de las lluvias. Hubiera querido volver antes y construir su recinto aquel mismo año, antes de que terminaran las lluvias, pero de hacerlo habría purgado algo menos que los siete años completos de pena. Y eso era imposible. De manera que esperó impaciente a que llegara la estación seca.
Tardó en llegar. Las lluvias fueron amainando poco a poco hasta que apenas si caían unos chaparrones sesgados. A veces brillaba el sol en medio de la lluvia y soplaba una leve brisa. Empezaba a aparecer el arco iris, y a veces dos arcos iris, como una madre y su hija, una joven y bella y la otra una sombra vieja y débil. Era una lluvia alegre y animada. Al arco iris lo llamaban la pitón del cielo.
Okonkwo llamó a sus tres esposas y les dijo que lo preparasen todo para una gran fiesta.
— Debo dar las gracias a la familia de mi madre antes de irme —dijo.
A Ekwefi todavía le quedaba algo de cazabe en sus campos del año pasado. Las otras dos esposas no tenían. No era porque hubieran sido perezosas, sino que tenían muchos hijos que alimentar. Por eso quedó entendido que Ekwefi aportaría el cazabe para la fiesta. La madre de Nwoye y Ojiugo aportarían lo demás, como pescado ahumado, aceite de palma y pimienta para la sopa. Okonkwo se encargaría de la carne y los ñames.
A la mañana siguiente Ekwefi se levantó temprano y fue a su campo con su hija, Ezinma, y Obiageli, la hija de Ojiugo, a sacar los tubérculos de cazabe. Cada una de ellas llevaba un cesto largo de caña, un machete para cortar los tallos blandos de cazabe y una azuela para sacar el tubérculo. Por suerte, había llovido algo por la noche y la tierra no estaría muy dura.
— No tardaremos mucho en sacar todo lo que queramos —dijo Ekwefi.
— Pero las hojas estarán húmedas — dijo Ezinma. Llevaba el cesto en la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía frío—. No me gusta que me caiga agua fría en la espalda. Tendríamos que haber esperado a que saliera el sol y secara las hojas.
Obiageli la llamó «Sal» porque decía que no le gustaba el agua:
— ¿Tienes miedo de disolverte?
La recolección fue fácil, como había dicho Ekwefi. Ezinma sacudió violentamente cada arbusto con un palo largo antes de inclinarse a cortar el tallo y sacar el tubérculo. A veces no hacía falta cavar. Se limitaban a tirar del brote y salía la tierra, se rompían las raíces por debajo y se sacaba el tubérculo.
Cuando tuvieron un montón considerable, lo bajaron en dos viajes hasta el arroyo, donde cada mujer tenía su propio hondón para fermentar el cazabe.
— Debería estar listo dentro de cuatro días, o incluso de tres —dijo Obiageli—. Son tubérculos muy jóvenes.
— Tampoco son tan jóvenes —dijo Ekwefi—. Planté los campos hace dos años. Es tierra muy mala y por eso son tan pequeños los tubérculos.
Okonkwo nunca hacía las cosas a medias. Cuando su mujer Ekwefi protestó que bastaba con dos cabras para la fiesta, le contestó que no era cosa suya.
— Si organizo una fiesta es porque tengo con qué. No puedo vivir a la orilla de un río y lavarme las manos con saliva. La familia de mi madre ha sido buena conmigo y tengo que mostrar mi gratitud.
De manera que se mataron tres cabras y varias aves. Fue como una fiesta de boda. Había fu-fú y sopa de ñame, sopa de egusi y sopa de hojas amargas, y cántaros de vino de palma.
Se invitó a la fiesta a todos los
umunna
, todos los descendientes de Okolo, que había vivido hacía doscientos años. El miembro de más edad de aquella familia extendida era Uchendu, el tío de Okonkwo. Se le dio la nuez de cola para que la rompiera, y rezó a los antepasados. Les pidió salud e hijos. «No pedimos riqueza, porque el que tiene salud e hijos también tendrá riqueza. No rezamos para tener más dinero, sino para tener más parientes. Somos mejor que los animales porque tenemos parientes. Un animal se frota el flanco contra un árbol cuando le pica, pero un hombre pide a su pariente que se lo rasque.» Rezó especialmente por Okonkwo y su familia. Después rompió la nuez de cola y tiró uno de los pedazos al suelo, para los antepasados.
Mientras se iban pasando nueces rotas de cola, las esposas y los hijos de Okonkwo y los que habían venido a ayudarlos con la cocina empezaron a sacar la comida. Los hijos varones de Okonkwo trajeron los cántaros de vino de palma. Había tanto que comer y que beber que muchos de los parientes lanzaron silbidos de sorpresa. Cuando estuvo puesto todo se levantó a hablar Okonkwo:
— Os ruego que aceptéis este poco de cola —dijo—. No es para pagaron todo lo que habéis hecho por mí en estos siete años. Un niño no puede pagar la leche de su madre. Si os he invitado es únicamente porque es bueno que los parientes se reúnan.
Primero se sirvió el puré de ñame porque era más ligero que el fu-fú y porque el ñame siempre se servía primero. Después se sirvió el fu-fú. Algunos de los parientes lo comieron con sopa de egusi ' y otros con sopa de hojas amargas. Después se repartió la carne de forma que todos los que formaban parte de los
umunna
recibieran su parte. Cada hombre se fue levantando por orden de edades y tomó un pedazo. Incluso se apartaron las partes correspondientes a los pocos parientes que no habían podido asistir.
Cuando llegó el turno de beber el vino de palma uno de los miembros más ancianos de los
umunna
se levantó para dar las gracias a Okonkwo:
— Si digo que no esperábamos una fiesta tan grande, sería sugerir que no sabíamos lo generoso que es nuestro hijo Okonkwo. Todos lo conocemos y esperábamos una gran fiesta. Pero ha resultado ser todavía mayor de lo que esperábamos. Gracias. Que todo lo que nos has dado te sea devuelto decuplicado. Está bien en estos tiempos en que la generación joven se cree más inteligente que la de sus padres ver que un hombre hace las cosas al estilo antiguo, a lo grande. Un hombre que da una fiesta a sus parientes no lo hace para que no se mueran de hambre. Todos tienen comida en sus propias casas. Cuando nos reunimos en la plaza de la aldea a la luz de la luna no es por la luna. Cada uno la puede ver desde su propio recinto. Nos reunimos porque es bueno que los parientes se reúnan. Podéis preguntaron por qué digo todo esto. Lo digo porque temo por la nueva generación, por vosotros —dijo con un gesto hacia donde estaban sentados casi todos los jóvenes—. En cuanto a mí, me queda poco tiempo de vida, igual que a Uchendu, y a Unachukwu y a Emefo. Pero temo por vosotros, los jóvenes, porque no comprendéis lo fuerte que es el vínculo del parentesco. No sabéis lo que es hablar con una sola voz. Y, ¿cuál es el resultado? Se ha asentado entre vosotros una religión abominable. Ahora hombre puede separarse de sus padres y sus antepasados. Puede maldecir los dioses de sus padres y sus antepasados, como el perro de un cazador que de pronto se vuelve rabioso y se vuelve contra su dueño. Temo por vosotros; temo por el clan —se volvió otra vez a Okonkwo, y le dijo—: Gracias por llamarnos a reunirnos.
S
IETE
años eran muchos años que pasar lejos del propio clan. A uno no se le quedaba siempre esperando su sitio. En cuanto se marchaba, alguien se levantaba y lo ocupaba. El clan era como un lagarto; si perdía la cola, en seguida le salía otra.
Okonkwo sabía todo aquello. Sabía que había perdido su puesto entre los nueve espíritus enmascarados que administraban la justicia en el clan. Había perdido la oportunidad de lanzar a su belicoso clan en contra de la nueva religión, que, según le decían, había ido ganando terreno. Había perdido los años en los que podría haber ido tomando los títulos más elevados del clan. Pero no todas aquellas pérdidas eran irreparables. Estaba decidido a que su pueblo quedara impresionado por su regreso. Iba a volver como un triunfador y a recuperar los siete años desperdiciados.
Desde el primer año en el exilio había empezado a planificar su regreso. Lo primero que iba a hacer sería reconstruir su recinto en escala todavía más magnífica. Iba a construir un granero todavía mayor que el que tenía antes e iba a construir cabañas para dos esposas más. Después luciría su riqueza mediante la iniciación de sus hijos varones en la sociedad ozo. Era algo que sólo podían hacer los hombres verdaderamente grandes del clan. Okonkwo percibía con toda claridad la gran estima en que lo tendrían, e incluso se veía a sí mismo tomando el título más elevado del país.
Al ir pasando los años del exilio, uno tras otro, le pareció que ahora su chi estaba presentando sus excusas por los desastres del pasado. Sus ñames crecían en abundancia no sólo en el país de su madre, sino también en Umuofia, donde su amigo se los iba distribuyendo un año tras otro a los aparceros.
Después había ocurrido la tragedia de su primogénito. Al principio pareció que iba a ser demasiado grande para su ánimo. Pero el ánimo de Okonkwo era resistente y al final venció a su pena. Tenía cinco hijos varones más y los iba a educar en el espíritu del clan.
Envió a buscar a sus cinco hijos varones y éstos vinieron a sentarse en su
obi
.
El menor de todos tenía cuatro años.
— Ya habéis visto todos la gran abominación de vuestro hermano. Ya no es hijo mío ni hermano vuestro. No estoy dispuesto a tener hijos más que si son hombres y llevan la cabeza alta entre mi pueblo. Si alguno de vosotros prefiere ser una mujer, que siga ahora a Nwoye mientras todavía estoy vivo yo, para que pueda maldecirlo. Si os volvéis contra mí cuando haya muerto, os visitaré y os retorceré el cuello.
Okonkwo tenía mucha suerte con sus hijas. Nunca había dejado de lamentar que Ezinma fuera una chica. De todos sus hijos, Ezinma era la única que siempre comprendía de qué humor estaba. A medida que pasaban los años había ido creciendo un vínculo de simpatía entre ellos.
Mientras su padre estaba en el exilio, Ezinma fue creciendo y se convirtió en una de las chicas más guapas de Mbanta. La llamaban Cristal de la Belleza, igual que habían llamado a su madre cuando era joven. La muchachita enfermiza que tantos pesares había causado a su madre se había transformado, casi de un día para otro, en una jovencita sana y floreciente. Es cierto que tenía sus momentos de depresión en que gruñía a todo el mundo, como un perro enfadado. Esos malos humores le venían de repente, y sin ningún motivo visible. Pero eran muy infrecuentes y le duraban poco. Mientras le duraban no soportaba a nadie, más que a su padre.
Muchos jóvenes y hombres maduros y ricos de Mbanta quisieron casarse con ella. Pero los rechazó a todos, porque una tarde la había llamado su padre y le había dicho: «Aquí hay mucha gente buena y próspera, pero yo quisiera que te casaras en Umuofia, cuando volvamos a casa. »
No había dicho más que eso. Pero Ezinma había entendido claramente la idea y el significado oculto de aquellas pocas palabras. Y había aceptado.
— Tu hermanastra, Obiageli, no me comprenderá —dijo Okonkwo—. Pero se lo puedes explicar tú.
Aunque eran casi de la misma edad, Ezinma tenía mucha influencia sobre su hermanastra. Le explicó por qué no debían casarse todavía, y también ella aceptó. De manera que ambas rechazaron todos los ofrecimientos de matrimonio que les hicieron en Mbanta.
«Ojalá fuera un chico», se decía Okonkwo. Ezinma lo comprendía todo perfectamente. ¿Quién de sus otros hijos podía leerle el pensamiento igual de bien? Con dos hijas mayores y guapas, su regreso a Umuofia atraería mucha atención. Sus futuros yernos serían hombres de peso en el clan. Los pobres y los desconocidos no se atreverían a presentarse.