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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (14 page)

BOOK: Todo se derrumba
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Cuando por fin llegó la lluvia lo hizo en forma de gotas grandes y sólidas de agua helada, que la gente llamaba «las nueces de agua del cielo». Eran duras y hacían daño al caer, pero los niños corrían contentos a recoger las nueces duras y se las metían en la boca para derretirlas.

La tierra revivió en seguida y en los bosques los pájaros se echaron a volar y a trinar de contento. El aire se llenó de un vago aroma de vida y de vegetación verde. Cuando la lluvia empezó a caer con más calma y en gotas líquidas y más pequeñas, los niños fueron a refugiarse y todo el mundo se sintió feliz, refrescado y agradecido.

Okonkwo y su familia trabajaron muchísimo para sembrar sus nuevos campos. Pero era como empezar una nueva vida, sin el vigor ni el entusiasmo de la juventud, como aprender a usar la mano izquierda a una edad avanzada. El trabajo ya no era el mismo placer que antes y, cuando no había trabajo que hacer, Okonkwo se sentaba y se quedaba amodorrado.

Su vida se había regido por una gran pasión: llegar a set uno de los señores del clan. Aquella había sido su razón vital. Y casi lo había logrado. Luego todo se había derrumbado. Lo habían expulsado de su clan y lo habían dejado como un pez en una playa seca y arenosa, jadeante. Evidentemente, su dios personal o
chi
no estaba hecho para cosas grandiosas. Un hombre no podía ir más allá del destino de su
chi
. Era verdad lo que decían los ancianos: que si un hombre decía sí su
chi
también afirmaba. En su caso, su
chi
decía que no, aunque él afirmaba.

El anciano Uchendu vio claramente que Okonkwo se había rendido a la desesperación y se sintió muy preocupado. Hablaría con él después de la ceremonia de la
isa-ifi
.

Amikwu, que era el más joven de los cinco hijos de Uchendu, iba a tomar una nueva esposa. Ya se había pagado el precio de la novia y se había celebrado la penúltima ceremonia. Amikwu y su familia habían llevado vino de palma a los parientes de la novia unas dos lunas antes de la llegada de Okonkwo a Mbanta. De forma que ya había llegado la hora de la ceremonia definitiva de la confesión.

Estaban presentes todas las hijas de la familia, algunas de las cuales habían recorrido una gran distancia desde sus casas en pueblos remotos. La hija mayor de Uchendu había llegado de Obodo, a casi media jornada de distancia. También se hallaban presentes las hijas de los hermanos de Uchendu. Era una reunión completa de umuada, igual que si se hubiera producido una muerte en la familia. Eran veintidós.

Se sentaron en tierra en un gran círculo y la novia se sentó en el centro con una gallina en la mano derecha. A su lado se sentó Uchendu, que llevaba el báculo ancestral de la familia. Todos los demás hombres se sentaron fuera del círculo, a mirar. También sus esposas observaban. Era al atardecer y se estaba poniendo el sol.

De hacer las preguntas se encargó Njide, la hija mayor de Uchendu.

— Recuerda que si no respondes la verdad tendrás que lamentarlo, o incluso que morir de parto —empezó—. ¿Con cuántos hombres te has acostado desde la primera vez que mi hermano te expresó el deseo de casarse contigo?

— Con ninguno —respondió sencillamente.

— Di la verdad ——instaron las otras mujeres.

— ¿Con ninguno? —preguntó Njide.

— Con ninguno —contestó.

Júralo por el báculo de mis padres — dijo Uchendu.

— Lo juro —dijo la novia.

Uchendu le tomó la gallina, a la que le cortó el cuello con un cuchillo afilado y dejó que parte de la sangre cayera en el báculo de sus antepasados.

A partir de aquel día Amikwu se llevó a su joven novia a su cabaña y ella fue su mujer. Las hijas de la familia no volvieron a sus casas, sino que pasaron dos o tres días con sus parientes.

El segundo día Uchendu convocó una reunión de sus hijos y sus hijas y también asistió su sobrino Okonkwo. Los hombres llevaron sus alfombras de piel de cabra en las que se sentaron en el suelo, y las mujeres se sentaron en una estera de sisal sobre un pequeño montículo. Uchendu se estiró suavemente la barba gris y rechinó los dientes. Después empezó a hablar, con voz suave y lento, escogiendo sus palabras con gran cuidado:

— A quien me dirijo sobre todo es a Okonkwo —empezó—. Peto quiero que todos observéis lo que voy a decir. Soy un anciano y todos vosotros sois niños. Yo sé más del mundo que todos vosotros. Si alguno de vosotros cree que sabe más que yo, que hable —hizo una pausa, pero no habló nadie—. ¿Por qué está hoy Okonkwo entre nosotros? Este no es su clan. No somos más que los parientes de su madre. No es de aquí. Es un exiliado, condenado a vivir durante siete años en un país extranjero. Y por eso está abrumado por la pena. Pero hay una pregunta que me gustaría hacerle. ¿Puedes decirme, Okonkwo, por qué es que uno de los nombres que con más frecuencia le ponemos a nuestras hijas es el de Nneka, o «la Madre es Suprema? Todos sabemos que el cabeza de familia es el hombre, y que las esposas hacen lo que él les manda. El niño pertenece al padre y su familia, y no a la madre y su familia. El hombre pertenece al país de su padre, y no al país de su madre. Y, sin embargo, decimos Nneka: «La Madre es Suprema». ¿Por qué? —se produjo un silencio—. Quiero que me responda Okonkwo —dijo Uchendu.

— No sé la respuesta —contestó Okonkwo.

— ¿No sabes la respuesta? O sea, que ya ves que eres un niño. Tienes muchas esposas y muchos hijos, más hijos que yo. Eres un gran hombre en tu clan. Pero sigues siendo un niño, niño mío. Escúchame y te lo explicaré. Pero antes tengo que hacerte otra pregunta. ¿Por qué ocurre que cuando muere una mujer se la llevan a casa para que se la entierre entre sus propios parientes? No se la entierra con los parientes de su marido. ¿Por qué ocurre eso? A tu madre la trajeron a mi casa y la enterraron con mi gente. ¿Por qué? —Okonkwo sacudió la cabeza—. Tampoco eso lo sabe —dijo Uchendu—, y sin embargo está lleno de pena porque ha venido a vivir en la tierra de su madre durante unos años —rió silenciosamente y se volvió a sus hijos y sus hijas—. ¿Y vosotros? ¿Sabéis responder a mi pregunta? —todos ellos negaron con la cabeza—. Entonces, escúchame—dijo y carraspeó—. Es cierto que los hijos pertenecen a los padres. Peto cuando un padre le pega a su hijo, éste busca consuelo en la cabaña de su madre. Un hombre pertenece al país de su padre cuando las cosas van bien y la vida es dulce: Pero cuando hay pena y amargura, encuentra refugio en la tierra de su madre. Tu madre está ahí para protegerte. Está enterrada ahí. Y por eso decimos que la madre es suprema. ¿Está bien que tú, Okonkwo, vayas ante tu madre con cara de pena y rechaces que se te consuele? Ten cuidado, porque puedes desagradar a los muertos. Tienes el deber de consolar a tus esposas y a tus hijos y de volver a llevarlos a la tierra de tus padres al cabo de siete años. Pero si dejas que los pesares te abrumen y te maten, morirás en el exilio —hizo una larga pausa—. Ahora, éstos son tus parientes —con un gesto hacia sus hijos y sus hijas—. Tú te crees que tus sufrimientos son los mayores del mundo. ¿No sabes que hay hombres a quienes se exilia de por vida? ¿No sabes que a veces hay hombres que pierden todos sus ñames e incluso sus hijos? Una vez llegué a tener hasta seis mujeres. Ahora no tengo ninguna, salvo esa chica que no sabe nada de nada. ¿Sabes cuántos hijos he enterrado, hijos que engendré en la plenitud de la juventud y del vigor? Veintidós. No me he suicidado y aquí estoy vivito y coleando. Si crees que eres la persona que más sufre del mundo, pregunta a Akueni, mi hija, cuántos gemelos ha parido y tenido que tirar al bosque. ¿No has oído la canción que cantan cuando muere una mujer?

¿A quién le va bien, a quién le va bien?

No hay nadie a quien le vaya bien.

No tengo nada más que decirte.

Capítulo XV

O
KONKWO
estaba ya en su segundo año de exilio cuando fue a visitarlo su amigo Obierika.

Con él venían dos muchachos, cada uno de los cuales llevaba a la cabeza una bolsa muy pesada. Okonkwo los ayudó a descargar. Era evidente que las bolsas estaban llenas de cauríes.

Okonkwo se alegró mucho de recibir a su amigo. También lo celebraron sus esposas y sus hijos, al igual que sus primos y las esposas de éstos cuando envió a buscarlos y les dijo quién era su invitado.

— Tienes que llevarlo a saludar a mi padre —dijo uno de los primos.

— Sí —respondió Okonkwo—. Vamos a ir inmediatamente —pero antes de irse susurró algo a su primera esposa. Esta asintió y en seguida salieron los niños a correr detrás de uno de sus gallos.

Uno de sus nietos había dicho a Uchendu que habían llegado tres desconocidos a casa de Okonkwo. Por eso estaba esperando para recibirlos. Les alargó las manos cuando entraron en su
obi
y tras estrecharles las manos preguntó a Okonkwo quiénes eran.

— Este es Obierika, mi gran amigo. Ya te he hablado de él.

— Sí —dijo el anciano volviéndose hacia Obierika—. Mi hijo me ha hablado de ti y celebro que hayas venido a vernos. Conocía a Iweka, tu padre. Era un gran hombre. Tenía muchos amigos aquí y venía muchas veces a verlos. Eran los buenos tiempos, en los que se tenían amigos en clanes lejanos. Tu generación no sabe lo que es eso. Os quedáis en casa y le tenéis miedo al vecino de al lado. Hoy día hasta el país de la propia madre os resulta extraño —miró a Okonkwo—. Ya soy un viejo y me gusta hablar. Ya no valgo más que para eso —se levantó con dificultades, fue a un cuarto del interior y volvió con una nuez de cola—. ¿Quiénes son estos jóvenes que te acompañan? —preguntó al volver a sentarse en su piel de cabra. Okonkwo se lo dijo—. Ah —exclamó—. Bienvenidos, hijos míos —les ofreció la nuez de cola y cuando la vieron y le dieron las gracias, la partió y se la comieron—. Ve a esa habitación —dijo a Okonkwo, señalándola con el dedo—. Encontrarás un cántaro de vino. —Okonkwo sacó el vino y empezaron a beber. Era del día anterior, fuerte y muy potente—. Sí — dijo Uchendu tras un largo silencio—. En aquellos tiempos la gente viajaba más. No hay ni un solo clan de por aquí que no conozca yo muy bien. Aninta, Umuazu, Ikeocha, Elumelu, Abame; los conozco todos.

— ¿Sabes —preguntó Obierika— que Abame ya no existe?

— ¿Cómo dices? —preguntaron simultáneamente Uchendu y Okonkwo.

— Abame ha desaparecido del mundo —dijo Obierika—. Es una historia rara y terrible. Si no hubiera visto a los supervivientes con mis propios ojos, no me lo hubiera creído. ¿No fue un día de Eke cuando llegaron huyendo a Umuofia? —preguntó a sus dos compañeros, que asintieron con la cabeza—. Hace tres lunas — dijo Obierika—, en un día de mercado de Eke, llegó a nuestro pueblo un grupito de fugitivos. Casi todos ellos eran hijos de nuestro país cuyas madres están enterradas con nosotros. Pero también había algunos que vinieron porque tenían amigos en nuestro pueblo y otros que no podían encontrar ningún otro sitio al que escapar. Así que huyeron a Umuofia y nos contaron una historia muy triste —bebió su vino de palma y Okonkwo volvió a llenarle el cuerno. Continuó:

—En la última estación de siembra había aparecido en su clan un hombre blanco.

— Un albino —sugirió Okonkwo.

— No era un albino. Era completamente distinto —sorbió el vino—. E iba montado en un caballo de hierro. Los primeros que lo vieron se echaron a correr, pero él se paró a llamarlos. Al final los más valientes se le acercaron e incluso lo tocaron. Los ancianos consultaron a su Oráculo y éste les dijo que aquel desconocido iba a deshacer su clan y a difundir la destrucción entre ellos —Obierika volvió a beber algo de vino—. Y entonces mataron al hombre blanco y ataron su caballo de hierro al árbol sagrado, porque parecía que iba a echarse a correr para llamar a los amigos de aquel hombre. Se me olvidaba deciros otra cosa que dijo el Oráculo. Dijo que estaban en camino otros hombres blancos. Eran langostas, dijo, y aquel primer hombre era el adelantado enviado a explorar el territorio. Y por eso lo mataron.

— ¿Qué dijo el hombre blanco antes de que lo mataran? —preguntó Uchendu.

— No dijo nada —respondió uno de los acompañantes de Obierika.

— Dijo algo, pero no lo comprendieron —corrigió Obierika—. Parecía que hablaba por la nariz.

— Me dijo uno de los hombres — añadió el otro acompañante de Obierika— que repetía una vez tras otra una palabra que se parecía a Mbaino. A lo mejor iba a Mbaino y se había perdido.

— En todo caso —siguió Obierika—, lo mataron y ataron su caballo de hierro. Eso fue antes de que empezara la estación de la siembra. Durante mucho tiempo no pasó nada. Habían llegado las lluvias y se habían sembrado los ñames. El caballo de hierro seguía atado al árbol sagrado del bómbax. Y entonces una mañana llegaron al clan tres hombres blancos precedidos de un grupo de hombres corrientes, como nosotros. Vieron el caballo de hierro y se volvieron a marchar. Casi todos los hombres y las mujeres de Abame se habían ido a sus campos. Sólo unos cuantos vieron a aquellos hombres blancos y a los que los acompañaban. En muchas semanas de mercado no pasó nada más. En Abame tienen un gran mercado cada dos días de Afo, y como sabéis, se reúne todo el clan. Ese fue el día en que pasó. Los tres hombres blancos y muchísimos más hombres cercaron el mercado. Deben haber usado una medicina muy potente para hacerse invisibles hasta que se llenó el mercado. Y empezaron a disparar. Mataron a todos, salvo los ancianos y los enfermos que se habían quedado en casa, y un puñado de hombres y mujeres cuyos chi estaban alerta y lograron sacarlos de aquel mercado —hizo una pausa—. Ahora el clan está totalmente vacío. Han huido hasta los peces sagrados de su lago misterioso y el lago se ha vuelto del color de la sangre. Sobre el país ha descendido un gran mal, como había advertido el Oráculo.

Se produjo un largo silencio. Uchendu rechinó los dientes audiblemente. Luego estalló:

— Nunca hay que matar a un hombre que no dice nada. Esos hombres de Abame fueron idiotas. ¿Qué sabían de aquel hombre? —volvió a rechinar los dientes y contó una historia para explicar lo que acababa de decir—: Una vez la Madre Milana envió a su hija en busca de comida. Se fue y trajo un pauto. «Muy bien hecho», dijo la Madre Milana a su hija, «pero, dime ¿qué dijo la madre de este gatito cuando te lanzaste y le agarraste a su hijo?» «No dijo nada», respondió la milana chica. «Se marchó y nada más.» «Tienes que devolverle el gatito», dijo la Madre Milana. «Detrás de ese silencio se esconde algo de mal agüero.» De forma que la Hija Milana devolvió el gatito y volvió con un pollo en su lugar. «¿Qué dijo la madre de este pollo?», preguntó la milana vieja. «Gritó y se encolerizó y me insultó», dijo la milana joven. Entonces nos podemos comer el pollo», dijo su madre. «Cuando alguien se pone a gritar no hay nada que temer.» Esos hombres de Abame fueron unos idiotas.

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