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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (92 page)

BOOK: Terra Nostra
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Y diciendo así, murió. Espantada, Celestina se alejó del cuerpo y regresó a la monja escondida en la callejuela umbría. Caían las hojas muertas sobre su blanco hábito. Preguntóle a Celestina por la suerte del duelo y la vida del caballero, y Celestina díjole:

—Murió.

No lloró la monja, sino que permaneció sentada bajo la tosca enramada, en aquel callejón, con una extraña expresión en el rostro, y al cabo dijo:

—Asesinó a mi padre por amor a mí. Yo amé al matador de mi padre. Fue más fuerte el amor al vivo que el amor al muerto. No me burló a mí, sino a mi propio padre, enterrado aquí, en este mismo convento. Vino a burlarse del sepulcro, a la estatua de mi padre desafió, invitóle a cenar esta misma noche en la posada, negó misruegos para que me llevara otra vez con él, dijo que no más días empleaba en cada mujer que arriaba, que uno para enamorarla, otro para conseguirla, otro para abandonarla, otro para sustituirla y una hora para olvidarla; rogué; negóse; entraron mis hermanos, le desafiaron, rió, tomóme, conmigo huyó, no por amor a mí, sino para desafiar a mis hermanos. Escaló la tapia del convento, caímos, desvanecíme. Murió.

Jugueteó la monja con las hojas secas.

—Yo vi temblar la estatua de mi padre, animarse la piedra. Hubiera asistido a la cita, segura estoy. Mas ved, muchacha de tristes ojos, que nada terminó como yo lo pensé, sino en miserable lance callejero. Por favor, ayúdame, llévame a la puerta del convento. Mi honor está a salvo. Pero no mi amor. ¿Sabes una cosa, muchachilla? Lo peor de todo es que mi imaginación ha quedado insatisfecha. No debió morir así Don Juan… Quizás en otra vida. Anda, ayúdame, por favor, llévame hasta la puerta del convento.

Dos hablan tres

Dijo Ludovico que algo creía entender de cuanto había leído y traducido, mas ahora le pedía al viejo doctor de los negros ropajes y la estrella al pecho una hora de plática, pues más lejos, por el momento, no podía, ir el estudiante, sin la savia del diálogo, que anima al pensamiento y le arranca de la letra muerta.

—Te escucho, dijo el viejo.

—Vuestros textos honran al número tres, mas vuestra estrella inscribe sólo el dos…

—Que antes fue uno.

—¿El dos le niega?

—Sólo relativamente. La dualidad disminuye la unidad. Pero sólo la niega absolutamente si es dualidad definitiva. Dos términos para siempre contrarios no sabrían jamás combinar su acción para un electo común. La dualidad pura, de existir, sería un corte inapelable en la continuidad de las cosas; sería la negación de la unidad cósmica; abriría un abismo eterno entre las dos partes, y esta oposición merecería los epítetos de estéril, inactiva, estática. El mal habría triunfado.

—¿He leído bien? ¿Sólo el tercer término puede reanimar la dualidad inerte?

—Has leído bien. El binario diferencia. El ternario activa. La unidad confiere una individualidad latente. La dualidad, una diferenciación tajante e inmóvil. El ternario, al activar el encuentro de los opuestos, es la manifestación perfecta de la unidad. Combina lo activo con lo pasivo, une el principio femenino al masculino. Tres es el ser que vive. ¿Qué harían Dios y el demonio sin el tercero, sino enfrentarse, inmóviles, en una noche sin fin? Bien y mal: actívalos el hombre, pues al hombre se disputan Dios y el demonio.

—Traducía esta mañana al cabalista, Ibn Gabriol, y dice esto: «La Unidad no es raíz de todo, puesto que la Unidad no es más que una forma y todo es a la vez forma y materia, pero tres es la unidad de todo, es decir que la Unidad representa la forma y el dos la materia.»

—Bien habla el sabio, pues el tres es el número creador, y sin él inertes serían la forma y la materia. Nada se desarrolla sin la aparición de un tercer factor; sin el tres, todo permanecería en polaridad estática. Juventud y vejez requieren edad intermedia; pasado y porvenir, presente; sensación y conciencia, memoria; suma y resta, sustitución. Dos cantidades iguales entre sí sólo lo son por comparación a una tercera cantidad. Las inteligencias de forma y materia se reúnen y organizan en el número tres. A partir de ese número, el hombre está armado para enfrentarse al mundo y a la vida. Pero está solo.

—¿Qué le sigue?

—El cuatro es la naturaleza, el ciclo de las constantes repeticiones: cuatro estaciones, cuatro elementos. El cinco es el primer número circular: el número de la criatura, que cinco sentidos tiene y, encerrada en un círculo, traza un pentagrama con las cinco puntas de su cabeza, manos y pies: es nuestra estrella, y la mano del profeta, Mahoma. El seis es dos veces tres, perfección de la forma y materia encarnadas en el hombre: belleza, justicia, equilibrio. El siete es el hombre en camino, la suerte, la progresión de la vida, pues como dice el sabio indostánico del Atharva-Veda, «el tiempo camina sobre siete ruedas». El ocho es la liberación, la salud, el bienhechor resultado de la progresión del siete: son los ocho caminos del Gautama Buda, las ocho reglas para emerger del río de las reencarnaciones y tocar la orilla del Nirvana. Sin embargo, pocos son los que alcanzan tal beatitud, y el número nueve significa la redención y la reintegración de todos en el umbral de la unidad: no es Nirvana el punto final de la evolución humana, pues quien a Nirvana ha llegado debe, mediante un acto de inmensa caridad y solidaridad con la multitud de las criaturas sufrientes, renunciar a su personalidad para ayudar en la obra de la redención universal. Tal perfección la alcanza el número diez: la unidad verdaderamente realizada, el ser colectivo, el bien común. Todo es de todos; nada es de uno; la criatura regresa a la Unidad primera del Anciano entre los ancianos y Desconocido entre los desconocidos: ¡Alabado sea su nombre!

—¿Hay algo más allá de esa reunión?

—El número once, que bien dijo Agustín de Hipona, es el arsenal del pecado. El diez cierra el gran ciclo de la creación, la vida, la redención y la reunión. En el once hay una pequeña unidad, un miserable uno enfrentado a la unidad divina: es Lucifer. Once es la tentación: teniéndolo todo, queremos más. Los múltiplos de once no hacen más que acentuar este mal y esta desgracia: veintidós, treinta y tres, cuarenta y cuatro, cincuenta y cinco, la creciente dispersión, el alejamiento cada vez más vasto de la unidad humana y divina… Oh, mi joven amigo: que nunca aparezca ese número sobre la estrella de mi pecho.

—¿Aparecerá, en cambio, el número tres?

—No depende de mí. ¿Nacerá un tercer niño?

El caballero de la triste figura

Esperó Celestina que la monja le besase las manos laceradas por el fuego, mas no fue así.

Desapareció la resignada religiosa detrás del portón cerrado del convento y Celestina permaneció un momento en la calleja, mirando el cadáver del caballero asesinado, tratando de entender sus últimas palabras, entristecida porque nada comprendía. ¿Qué sabiduría podría transmitir, ella que todo lo ignoraba?

Caminó lejos, sin saber si dormía o andaba despierta, lejos de la escena de la rija, hasta la puerta de Almofada, y al pasar junto a una venta escuchó gran conmoción y un labriego rojizo y rechoncho salió dando voces y al verla la tomó del brazo y díjole, manceba, quienquiera que seas, ayúdame, que mi amo ha enloquecido y creo que sólo tú le devolverás un poco de calma y razón; haz por comportarte como una alta dama, aunque poco importa, que él mira la nobleza donde sólo hay villanía, y alcurnia descubre en los más ruines menesteres.

En el patio de la venta, cuatro mozos y el ventero mismo manteaban sin misericordia a un viejo de flacos huesos, blanca barbilla y ojos de santa cólera; por los aires volaba el infeliz, dando voces, gritando bellacos, faquines, belitres, y el ventero gritaba más fuerte, idos al diablo, caballero de todos los demonios, que todos mis cueros de vino habéis agujereado con vuestra herrumbrosa tizona, y como coladera los habéis dejado, y el caballero gritaba que no, eran gigantes, eran mágicos encantadores, venidos a desafiarle de noche, en las sombras, cual cobardes, mas sin contar con la siempre presta espada que había sometido las furias del mismísimo Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, y aquí no reza aquello de, haz lo que tu amo te manda y siéntate con él a la mesa, sollozaba el labriego, pues ni amo ni mesa sacaré de esta aventura, mas desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, y con sus huesos fue a dar al polvo el caballero, y allí le apalearon con grandes carcajadas los mozos de la venta, y luego fuéronse a sus quehaceres.

—Más brazos tenían estos follones que los cien del titán Briareo, gimió el vapuleado caballero cuando logró hablar, en medio del rumor de cerdos, jumentos y gallinas; con paños bañados en agua le curaba las heridas su criado el labriego, murmurando, si da el cántaro en la piedra, o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro, mas vea vuesa merced que no hay mal que por bien no venga, y ya puede usted sacar la barba del lodo, que no fueron vanos sus esfuerzos, ya que con ellos liberó a esta principalísima dama, que aquí está conmigo, señor mío, y que viene a agradecerle su hazaña de anoche, que la sacó del cautiverio de magos…

El apaleado caballero miró intensamente a Celestina, luego al labriego, y tembló de enojo:

—¿Así te burlas de mí, amigo? ¿Tan sandio me crees que no vea ante mí a esta vieja bruja, alcahueta, que hasta las piedras le gritan a su paso, Puta vieja!”, y que fregó sus espaldas en todos los burdeles? Joven fui, aunque no lo creas, y mi virtud perdí a manos de esta misma vieja falsa, barbuda, malhechora, que prometiendo introducirme en la alcoba de mi amada, me adormeció con filtros de amor en la suya y tomóme para sí, habiéndole yo pagado anticipadamente. Bien te conozco, vieja avarienta, campana, tarabilla, quemada seas, desvergonzada hechicera, sofística prevaricadora, escofina, urraca, trotaconventos; a otro, por más dinero, entregaste a mi amada Dulcinea; ¿qué haces por estas tierras?, ah, vil alcahueta codiciosa, garnacha eres en el tribunal de la lujuria, y ni un par de pasas tendrás de mí… ¡Fuera con ella, Sancho, que hiervo de cólera, la conocí de joven, creí la muerta, créalo Judas, mala Pascua le dé Dios, que hierba mala nunca muere! Y tú, escudero, ¿por qué te empeñas en darme gato por liebre, y en traerme con nombre de princesa a fregonas, putas y troteras? ¿Crees que no sé ver? ¿Crees que no conozco la realidad real de las cosas? Los molinos son gigantes. Mas Celestina no es Dulcinea. ¡Vámonos, Sancho, fuera de Toledo, que bien la llamó Livio, urbs parva, ínfima ciudad, y ancha es Castilla!

Un sueño enfermo

¿Empiezas a entender, mujer? Valdréme de Ludovico. Le contarás lo que ha pasado. Te regañará cariñosamente por alejarte de la judería. Ya ves: fuiste reconocida dos veces. Eso temí. Has andado en las calles. Yo, en las bibliotecas. ¿Sabemos ahora lo mismo? Esto escribí, después de leer y después de escucharte. Cuanto es pensado, es. Cuanto es, es pensado. Viajo del espíritu a la materia. Regreso de la materia al espíritu. No hay fronteras. Nada me es vedado. Pienso que soy varias personas mentalmente. Luego soy varias personas físicamente. Me enamoro en un sueño. Luego encuentro al ser amado en la vigilia. ¿No fuiste al entierro de ese caballero muerto en un duelo frente al convento? Yo sí. Despertaste mi curiosidad con tu cuento. Llegué a temprana hora, antes que los dolientes, aunque supuse que no abundarían, dada la mala fama del muerto. Miré su cara, recostado dentro del féretro. La barba le había crecido durante los dos días que siguieron a su muerte. Miré sus manos. También le crecían las uñas. Aparté sus manos cruzadas sobre el pecho. De las palmas habían desaparecido todas las líneas de fortuna y vida, inteligencia y amor: eran un muro blanco, dos paredes enjalbegadas. Sobre su pecho, otras manos, éstas con fortuna y vida, inteligencia y amor, habían colocado un papel escrito con estas palabras:

Adviertan los que de Dios

juzgan los castigos tarde,

que no hay plazo que no llegue

ni deuda que no se pague.

Miré de vuelta su rostro. Era otro. Se había transformado. No era la faz del que tú viste morir en la calleja. No era la faz que yo miré al entrar sigilosamente al templo, antes de separar sus manos y leer ese papel. Era otro. ¿Sabes Celestina? Esto me horrorizó. Miré el nuevo rostro del muerto y me dije: Ésta es la cara que al llegar a edad de hombre tendrá uno de nuestros niños, uno de ellos, el que nos robamos del alcázar. ¿Cómo lo sabré? Podría buscar por las calles, como tú lo has hecho, al hombre con la cara del muerto. O podría esperar, con paciencia, veinte años y saber entonces si este niño, al crecer, tendrá la cara del caballero muerto. Espera. Salí del Templo del Cristo de la Luz, que fue la mezquita de Bib-al-Mardan, dando la espalda al féretro, murmurando lo que hoy escribo y te leo:

—Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.

Dos hombres dijeron haberte conocido hace mucho. Ambos te creían vieja; uno de ellos, muerta. Imagina lo que he leído y escrito y ahora te comunico. Cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser que reencarnamos. Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle… antes de desmontar de un caballo o entrar a una posada… me toma del brazo… me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación.

Este niño y tú. El mundo y tú, Celestina. Has recorrido las calles de Toledo en busca de alguien que te reconozca. Hallaste a dos hombres que conocían tu eterno nombre y tus variables destinos. No importa. Sal otra vez. Hay otros que no nos hablan —pero nos miran; no nos ven —pero nos recuerdan; no nos recuerdan —pero nos imaginan. Ello basta para decidir nuestra suerte, aunque jamás crucemos palabra. ¿Quiénes son los inmortales? Esto leí, esto escribí, deja que te lo lea:

—Los que vivieron mucho, los que reaparecen de tiempo en tiempo, los que tuvieron más vida que su propia muerte, pero menos tiempo que su propia vida.

¿Cuál es la sabiduría común de Dios y del diablo, Celestina? Dice la Cábala: nada desaparece por completo, todo se transforma, lo que creemos muerto sólo ha cambiado de lugar. Permanecen los lugares: no les veo cambiar de lugar. Mas, ¿qué es el tiempo sino medida, invención, imaginación nuestra? Cuanto es, es pensado. Cuanto es pensado, es. Los tiempos mudan de espacio, se juntan o superponen y luego se separan. Podemos viajar de un tiempo a otro, Celestina, sin mudar de espacio. Pero el que viaja de un tiempo a otro y no regresa a tiempo al presente, pierde la memoria del pasado (si de él llegó) o la memoria del futuro (si allí tuvo su origen). Lo captura el presente. El presente es su vida. Y todos, sin excepción, regresamos tarde a nuestro presente: el tiempo no se detuvo a esperarnos mientras viajamos al pasado o al futuro; siempre llegamos tarde; un minuto o un siglo, igual da. Ya no podemos recordar que también estamos viviendo antes o después del presente. Quizás éste fue tu pacto con el diablo: vivir en nuestro presente sin memoria de tu pasado o de tu porvenir, si de ellos llegaste a nuestro hoy.

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