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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (6 page)

El piso de Skirmish era pulcro y estaba amueblado con el rompecabezas de estilos que elige para sus hogares la gente ordinaria, la que no se deja llevar por los demonios de la distinción. Para tratarse de un hombre que trabajaba en los medios de comunicación, había pocas estanterías con libros; muchas fotografías, pero las de niños eran en blanco y negro, o en el color ya desvaído de las viejas cámaras Instamatic.

—Una vida de callada desesperación —dijo Nightingale. Me di cuenta de que se trataba de una cita, pero no le di la satisfacción de preguntarle por su autor.

El inspector superior Seawoll podía ser muchas cosas, pero desde luego no era ningún tonto. Nos dimos cuenta de que su Brigada de Homicidios había llevado a cabo un trabajo exhaustivo: había restos de polvo para huellas dactilares en el teléfono, en los pomos y en los marcos de las puertas, y habían sacado los libros de los estantes y los habían puesto del revés. Esto último pareció molestar a Nightingale mucho más de lo que habría sido estrictamente apropiado. «Pura chapucería», dijo. Habían abierto los cajones, los habían registrado y los habían dejado sin cerrar del todo para dejar constancia de su estatus. Sin duda, habían tomado nota de todo lo que pudiera tener algún interés y lo habían mandado al HOLMES. Probablemente habían confiado esa tarea a pobres panolis como Lesley. Pero la Brigada de Homicidios no tenía noticia de mis poderes psíquicos ni del
vestigium
del perro ladrador.

Y, en efecto, allí había habido un perro. O eso, o Skirmish se había aficionado a comer carne con salsa marca Pal, y no me parecía que su vida hubiera llegado a tal punto de desesperación.

Llamé a Lesley por el móvil.

—¿Estás cerca de algún terminal del HOLMES? —le dije.

—No me separo de ese maldito sistema desde que estoy aquí —dijo Lesley—. Me han puesto a trabajar en introducción de datos y en la maldita verificación de declaraciones.

—¿De verdad? —pregunté, esforzándome por disimular la risilla—. ¿Sabes dónde estoy yo?

—Estás en el piso de Skirmish, en el maldito parque de Dartmouth —respondió.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque oigo los gritos del inspector superior de detectives Seawoll al otro lado de la pared de esta oficina —dijo—. ¿Quién es el inspector Nightingale?

Miré de reojo a Nightingale, que me contemplaba con impaciencia.

—Te lo cuento luego —dije—. ¿Podrías consultar algo para nosotros?

—Pues claro —aceptó Lesley—. ¿De qué se trata?

—¿La Brigada de Homicidios encontró algún perro al entrar en el edificio?

La oí teclear mientras hacía la búsqueda de texto en los archivos relevantes.

—En el informe no se dice nada de ningún perro.

—Gracias —dije—. Has hecho una valiosa aportación.

—Bueno, pues esta noche invitas tú a la bebida —replicó, y me colgó.

Le hablé a Nightingale de la desaparición del perro.

—Vamos a ver si encontramos a algún vecino fisgón —dijo Nightingale. Era evidente que él también había visto el rostro en la ventana.

Al lado de la puerta de entrada había un interfono instalado sobre un timbre más antiguo. Nightingale apenas había tenido tiempo de pulsar el botón cuando se oyó el zumbido de la puerta que se abría y una voz que decía: «Ya puede subir.» Se oyó otro zumbido al abrirse la puerta interior. Llegamos a una escalera polvorienta, pero, por lo demás, limpia, que llevaba al piso de arriba. En cuanto estuvimos en él, oímos los ladridos chillones de un perro pequeño. La mujer que nos esperaba arriba no tenía el cabello teñido de azul. En realidad, no sé muy bien cómo quedaría el cabello teñido de azul y, además, ¿a quién se le ocurriría teñirse el cabello de azul? Tampoco llevaba guantes con las puntas cortadas ni tenía un montón de gatos, pero había algo en ella que me hizo pensar que su estilo de vida futuro podía decantarse por esas opciones. Además, era muy alta para ser una viejecita, enérgica, sin el más leve indicio de senilidad. Se presentó como Shirley Palmarron.

Nos hizo pasar a una salita cuyo mobiliario debía de haberse renovado por última vez en los años setenta, y nos ofreció té y galletas. Mientras la mujer estaba atareada en la cocina, el perro, un terrier mestizo de color blanco y marrón, y pelo corto, meneaba la cola y ladraba sin cesar. Era evidente que el perro no tenía claro cuál de nosotros dos era una amenaza más seria y movía la cabeza de un lado para otro y ladraba sin cesar, hasta que Nightingale le señaló con el dedo y murmuró algo entre dientes. Al instante, el perro se echó en el suelo, cerró los ojos y se durmió.

Me volví hacia Nightingale, pero se limitó a enarcar una ceja.

—¿
Toby
se ha echado a dormir? —preguntó la señora Palmarron al regresar con una bandeja de té.

Nightingale se levantó y la ayudó a colocarla sobre la mesita de café. Esperó a que nuestra anfitriona se hubiera acomodado antes de volver a sentarse él mismo.

Toby
agitaba las patas y gruñía en sueños. Estaba claro que no habría nada que mantuviese al perro en silencio, salvo la muerte.

—Qué ruidoso es, ¿verdad? —preguntó la señora Palmarron mientras nos servía el té.

En ese momento en el que
Toby
estaba relativamente tranquilo, me di cuenta de que se apreciaba cierta falta de perrería en el piso de la señora Palmarron. En la repisa de la chimenea había fotos en las que aparecían la propia señora Palmarron y los que debían de ser sus hijos, pero nada de telas satinadas ni pañitos de adorno. No había ningún cesto para el perro al lado de la chimenea, ni pelo en el sofá. Saqué el bloc de notas y el bolígrafo.

—¿El perro es suyo? —le pregunté.

—No, por Dios —dijo la señora Palmarron—. Era del pobre señor Skirmish, pero hace ya algún tiempo que lo tengo a mi cuidado. No es malo cuando una se acostumbra a él.

—¿Ya lo tenía aquí antes de la muerte del señor Skirmish? —preguntó Nightingale.

—Sí —contestó Palmarron con delectación—. ¿Sabe usted?,
Toby
es un prófugo de la justicia, un fugitivo.

—¿Cuál fue su delito? —preguntó Nightingale.

—Se le busca por asalto grave —explicó la señora Palmarron—. Mordió a un hombre. Justo en la nariz. Llamaron a la policía y todo eso. —Miró a
Toby
, que perseguía ratas en sueños—. Si yo no te hubiera escondido aquí, ahora estarías en la cárcel, muchacho —añadió—. Y te habrían administrado la inyección letal.

Llamé a la comisaría de Kentish Town, que me puso con la comisaría de Hampstead, y ellos me dijeron que sí, que había habido una llamada por la mordedura de un perro justo antes de Navidad. La víctima no había querido poner una denuncia y eso era todo lo que constaba en el informe. Me dieron el nombre y la dirección de la víctima: Brandon Coopertown, Downshire Hill, Hampstead.

—Ha hechizado usted al perro —dije mientras salíamos de la casa.

—Tan sólo un hechizo pequeño —confirmó Nightingale.

—Así que la magia existe —dije—. Y entonces usted debe de ser un… ¿un qué?

—Un mago.

—¿Como Harry Potter?

Nightingale suspiró.

—No —negó—. Como Harry Potter, no.

—¿En qué se diferencian?

—En que yo no soy un personaje de ficción —dijo Nightingale.

Montamos en el Jaguar y fuimos en dirección oeste, rodeamos Hampstead Heath por el sur y luego giramos al norte, y subimos por la ladera de la colina hasta Hampstead propiamente dicho. A esa altura, la colina era un laberinto de callejuelas abarrotadas de BMW y Chelsea Tractors. Las casas tenían precios de siete cifras, y si por alguna parte reinaba una callada desesperación debía de ser por algo que no se podía comprar con dinero.

Nightingale dejó el Jaguar en un aparcamiento reservado a los vecinos y subimos a pie por Downshire Hill en busca del domicilio de Coopertown. Resultó que formaba parte de una hilera de lujosas mansiones semiadosadas del período victoriano situadas a cierta distancia de la acera norte de la carretera. Era una casa muy pija, con molduras góticas y ventanas mirador; el jardín de entrada debía de hallarse al cuidado de un profesional y, a juzgar por la falta de interfono, los Coopertown debían de ser propietarios de toda la casa.

Cuando nos acercábamos a la puerta principal, oímos el llanto de un niño. Era la clase de llanto continuo y mesurado propio de un bebé que tiene la intención de berrear durante un buen rato, todo el día, si es necesario. En una casa tan cara, habría esperado encontrarme con una niñera o, por lo menos, con una
au paire
, pero la mujer que abrió la puerta estaba demasiado ojerosa como para pertenecer a cualquiera de las dos categorías.

August Coopertown tenía veintimuchos años. Era alta, rubia y danesa. Nos enteramos de su nacionalidad porque se las apañó para sacarla a relucir de inmediato durante nuestra conversación. Antes de tener al niño había sido una muchacha de tipo esbelto, sin apenas curvas, pero el parto le había ensanchado las caderas y le había añadido grasa a los muslos. También se las apañó para contárnoslo en seguida. En opinión de August, la culpa de todo la habían tenido los ingleses, porque su modo de vida no se ajustaba a los exigentes criterios a los que estaba acostumbrada una escandinava de buena crianza. No sé a qué se referiría; tal vez las maternidades de los hospitales daneses tengan salas para hacer gimnasia.

Nos invitó a sentarnos en su «sala de estar-guión-comedor», producto del derribo de una pared y de la fusión de dos habitaciones más antiguas, con un entarimado de madera de tonos claros y una cantidad de pino natural que me parecería excesiva casi en cualquier parte, excepto en una sauna. Por mucho que se esforzara August, el bebé había empezado a alterar el implacable aseo de la casa. Un biberón había rodado hasta detenerse entre las robustas patas de roble del armario y un pelele había quedado tirado de cualquier manera sobre el estéreo Bang & Olufsen. Olía a leche rancia y a vómito.

El niño estaba en su cuna de cuatrocientas libras esterlinas y no paraba de llorar.

Los retratos de familia estaban distribuidos con buen gusto sobre una chimenea minimalista de granito. Brandon Coopertown era un hombre maduro con buena presencia, de unos cuarenta y cinco años, moreno y de facciones angulosas. La señora Coopertown iba y venía, y aproveché para sacar una foto con la cámara del teléfono sin que ella se diera cuenta.

—Nunca me acuerdo de que puede hacerse eso —murmuró Nightingale.

—Bienvenido al siglo
XXI
—dije—, señor.

Nightingale se levantó respetuosamente cuando la señora Coopertown volvió a entrar. En esta ocasión estaba atento y me levanté también.

—¿Puedo preguntarle en qué trabaja su esposo? —inquirió Nightingale.

Era productor televisivo y le iba bien. Había ganado premios BAFTA y vendido formatos en Estados Unidos. Eso explicaba la casa de siete cifras. Habría podido irle mejor, pero su ascensión a las alturas de la producción internacional se veía totalmente imposibilitada por el carácter provinciano de la televisión británica. Si los británicos hubieran sido capaces de dejar de producir programas que se dirigieran sólo al público local, o trabajaran con actores que tuviesen algún atractivo…

Por muy fascinantes que fueran las observaciones de la señora Coopertown sobre el provincianismo de la televisión británica, nos sentimos obligados a preguntarle por el incidente con el perro.

—También fue de lo más típico —dijo la señora Coopertown—. Por supuesto que Brandon no quiso presentar cargos. Brandon es
inglés
. No quería crear problemas. Sin embargo, el agente de policía tendría que haber denunciado al propietario del perro. No cabía ninguna duda de que el animal era un peligro público… mordió en la nariz al pobre Brandon.

El niño calló durante unos momentos y todos nosotros nos quedamos expectantes, pero entonces eructó y empezó a llorar de nuevo. Miré a Nightingale y puse cara de desesperación en referencia al niño. Quizá Nightingale pudiera recurrir al mismo hechizo que había utilizado con
Toby
. Me miró con el ceño fruncido. Quizá utilizarlo con bebés le planteara problemas éticos.

Según la señora Coopertown, la conducta del bebé había sido impecable hasta que tuvo lugar el incidente con el perro. Ahora, bueno… ahora, según la señora Coopertown, debían de salirle los dientes, o tenía cólico, o reflujo. Parecía que el médico de familia no tuviese ni idea y era imperdonablemente reacio a darle explicaciones. La señora Coopertown había pensado en acudir a una consulta privada.

—¿Cómo consiguió el perro morderle a su marido en la nariz? —pregunté.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la señora Coopertown.

—Me ha dicho que el perro mordió a su marido en la nariz —dije—. Ese perro es muy pequeño. ¿Cómo llegó hasta la nariz?

—El imbécil de mi marido se agachó —dijo la señora Coopertown—. Habíamos salido los tres a pasear por el Heath cuando ese perro vino corriendo. Mi marido se agachó para darle unas palmaditas al perro, y entonces, zas, sin previo aviso, el perro le mordió en la nariz. En un primer momento lo encontré muy cómico, pero Brandon se puso a chillar y luego vino el hombrecito ese tan desagradable y se puso a gritar: «¡Ah! ¿Qué le hacéis a mi perro? Dejadlo en paz.»

—¿El «hombrecito ese tan desagradable» era el propietario del perro? —preguntó Nightingale.

—Un hombrecito desagradable para un perrito desagradable —dijo la señora Coopertown.

—¿Su marido se alteró?

—¿Y yo cómo voy a saberlo, si es inglés? —preguntó la señora Coopertown—. Fui a buscar algo para aplicárselo en la herida y cuando regresé, Brandon se reía. Ustedes lo encuentran todo divertido. Tuve que llamar yo misma a la policía. Vinieron, Brandon les enseñó la nariz y se pusieron a reír. Todos estaban alegres, incluso ese perrito tan desagradable estaba alegre.

—Pero ¿usted no lo estaba? —le pregunté.

—La cuestión no es si estaba alegre —dijo la señora Coopertown—. Si un perro muerde a un hombre, ¿qué le impedirá morder a un niño, o a un bebé?

—¿Puedo preguntarle dónde estuvo usted la noche del jueves? —inquirió Nightingale.

—Donde suelo estar todas las noches —respondió la señora Coopertown—. Aquí, cuidando de mi hijo.

—¿Y dónde estaba su marido?

August Coopertown —molesta, sí; rubia, sí; estúpida, no— respondió:

—¿Para qué quiere usted saberlo?

—No es nada importante —dijo Nightingale.

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