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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (8 page)

—¿Verdad que tiene moretones? —le pregunté. Se apreciaban unas manchas en sus mejillas y en su cuello.

Lesley me dijo que no lo sabía, pero que había sido una noche fría y que tal vez se debieran a la bebida.

Como era sábado, había un tráfico espantoso, y tardamos casi media hora en llegar a Hampstead. Por desgracia, al aparcar en Downshire Hill descubrí la familiar silueta plateada del Jaguar, oculto entre los Range Rovers y BMW.
Toby
se puso a ladrar.

—¿No duerme nunca? —preguntó Lesley.

—Me imagino que habrá estado aquí haciendo guardia durante toda la noche —dije.

—Yo no lo tengo como superior —dijo Lesley—, así que voy a ir por mi cuenta. ¿Vienes?

Dejamos a
Toby
en el coche y nos dirigimos a la casa. El inspector Nightingale salió de su Jaguar y nos interceptó antes de que llegáramos a la puerta. Me di cuenta de que llevaba el mismo traje que la noche anterior.

—Peter —dijo, e inclinó la cabeza ante Lesley—. Agente May. ¿Debo entender que habéis tenido éxito en vuestra investigación?

Ni siquiera la Reina de la Jeta se atrevió a desafiar a la cara a un oficial superior. Le habló de las imágenes que había tomado la cámara de seguridad del autobús y le dijo que estábamos seguros al noventa por ciento de que esa prueba, sumada a la actuación de nuestro perro cazador de fantasmas, demostraba que Brandon Coopertown debía de ser, por lo menos, el Testigo A, si no el propio asesino.

—¿Habéis contactado con Inmigración para obtener información sobre su vuelo? —preguntó Nightingale.

Miré a Lesley, y ella se encogió de hombros.

—No, señor.

—Así pues, tal vez se encontraba en Los Ángeles en el momento de cometerse el crimen.

—Teníamos la intención de preguntárselo, señor —dije.

Toby
se puso a ladrar, no con sus habituales y molestos gañidos, sino con ladridos furiosos de verdad. Por un instante me pareció que sentía algo, una oleada de emoción, como la que se siente al estar entre el público de un partido de fútbol cuando se marca un gol.

Nightingale volvió la cabeza para contemplar la casa de los Coopertown.

Oímos que una ventana se rompía y una mujer chillaba.

—¡Alto, agente! —gritó Nightingale, pero Lesley había entrado ya por la puerta principal y corría por el jardín.

Luego se detuvo con tal brusquedad que Nightingale y yo estuvimos a punto de estrellarnos contra su espalda. Miraba fijamente a algo que se encontraba sobre el césped.

—Dios mío, no —susurraba.

Miré. Mi cerebro rechazaba la idea de que alguien hubiese arrojado a un bebé por la ventana de un primer piso. Trataba de convencerse de que lo que veía era un trapo o un muñeco. Pero no lo era.

—Llamad a una ambulancia —ordenó Nightingale, y corrió escaleras arriba.

Mientras yo sacaba el móvil, Lesley se acercó al bebé con una torpe zancada y se puso de rodillas. Vi cómo le daba la vuelta al cuerpecito y le buscaba el pulso. Marqué el código de emergencias y comuniqué la dirección al contestador automático. Lesley se agachó sobre el pequeño y trató de hacerle el boca a boca. Sus labios cubrieron los labios y la nariz del bebé de acuerdo con el procedimiento prescrito.

—Ven aquí, Grant —dijo Nightingale. Hablaba con voz firme, de persona centrada en su tarea.

Subí por la escalera y entré en el porche. Nightingale debía de haber derribado la puerta de una patada, porque la encontré en el suelo, y pasé corriendo sobre ella en dirección al vestíbulo. Teníamos que descubrir de dónde coño provenía el estrépito.

La mujer chilló de nuevo… en el piso de arriba. Se oyó un golpe sordo, como si alguien hubiera aporreado una alfombra. Una voz —a mí me pareció que podía ser masculina, aunque muy aguda— gritaba:

—¿Volvemos a estar con dolor de cabeza?

No recuerdo siquiera las escaleras. De pronto estuve en el rellano y me encontré cara a cara con Nightingale. Vi a August Coopertown en el suelo, de bruces, al otro extremo del rellano. Uno de sus brazos había quedado atravesado en la barandilla. Tenía el cabello empapado en sangre y se le estaba formando un charco bajo la mejilla. A su lado había un hombre armado con un bastón de madera de por lo menos un metro y medio de longitud. Jadeaba pesadamente.

Nightingale no tuvo ni un momento de vacilación. Se arrojó contra él con el hombro bajo y la indudable intención de derribarlo mediante un placaje de rugby. Yo también arremetí contra él, porque pensaba que podría sujetarle las manos tras la espalda cuando estuviera en el suelo. Pero el hombre se volvió y, con aparente desenfado, golpeó a Nightingale con fuerza suficiente para arrojarlo contra el pasamanos.

Le miré a la cara. Me imaginé que debía de ser Brandon Coopertown, pero en realidad no lo sabía. Le vi uno de los ojos, pero el otro quedaba oculto por un jirón de piel que se le había desprendido en torno a la nariz y le había quedado colgando. En vez de boca, tenía unas fauces sanguinolentas llenas de manchas blancuzcas, de dientes y huesos rotos. Mi asombro fue tal que tropecé y me caí, y fue eso lo que me salvó la vida, porque Coopertown me atacó con el bastón, pero éste me pasó por encima de la cabeza.

Caí al suelo y el cabrón pasó corriendo por encima de mí. Me pisó el pecho con tal fuerza que me quedé sin aire en los pulmones. Oí que ya estaba en la escalera y entonces giré sobre mí mismo, y logré andar a gatas. Noté una sustancia pegajosa y húmeda en los dedos, y me di cuenta de que un espeso reguero de sangre atravesaba el rellano y bajaba por las escaleras.

Se oyó un violento estrépito y una serie de golpes sordos en el vestíbulo de abajo.

—En pie, agente —dijo Nightingale.

—¿Qué coño era eso? —le pregunté mientras me ayudaba a levantarme.

Miré en dirección al vestíbulo donde Coopertown, o quien diablos fuera, se había caído. Por fortuna, se había quedado boca abajo.

—En realidad, no tengo ni idea —dijo Nightingale—. Trata de no pisar el reguero de sangre.

Bajé por las escaleras tan rápido como pude. La sangre fresca era de un color rojo brillante, arterial. Me imaginé que debía de haberle brotado a chorro por el agujero de la cara. Me agaché y le palpé cautelosamente la garganta en busca del pulso. No tenía.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté.

—Peter —dijo el inspector Nightingale—, necesito que te apartes del cuerpo y salgas afuera con cuidado de no tocar nada. No contaminemos este lugar más de lo que ya lo hemos hecho.

Para eso se estudian los protocolos, y luego se practican y se hacen simulaciones. Porque gracias a ellos podemos actuar aunque nuestro cerebro haya sufrido una impresión tan fuerte que no sea capaz de pensar por sí mismo. Preguntádselo a cualquier soldado.

Salí afuera, a la luz del día.

Oí sirenas a lo lejos.

3

L
A LOCURA

El inspector Nightingale nos dijo a Lesley y a mí que lo esperáramos en el jardín y volvió a entrar en la casa para asegurarse de que no hubiera nadie. Lesley se había quitado la chaqueta para cubrir con ella al bebé y tiritaba de frío. Traté de quitarme la mía para ofrecérsela, pero Lesley me detuvo.

—Está llena de sangre —dijo.

Era verdad: tenía sangre en las mangas y me bajaban regueros hasta el dobladillo. También había en las rodillas de los pantalones. Noté que allí donde la sangre había empapado la ropa, la tela estaba pegajosa. Lesley tenía sangre en la cara, en torno a los labios, porque le había hecho el boca a boca al bebé. Se dio cuenta de que la estaba mirando.

—Ya lo sé —dijo—. Aún noto el sabor en la boca.

Ambos temblábamos y habríamos querido gritar, pero yo sabía que tenía que ser fuerte, por Lesley. Por mucho que me esforzara, no lograba sacarme de la cabeza el guiñapo sanguinolento en que se había transformado el rostro de Brandon Coopertown.

—Eh —me dijo Lesley—, no pierdas los nervios.

Me miraba, preocupada, y me miró aún con mayor preocupación cuando estallé en risillas… no pude evitarlo.

—¿Peter?

—¡Disculpa! —dije—. Es que ahora mismo estás siendo fuerte por mí, y yo estoy siendo fuerte por ti y… ¿no te das cuenta? Es así como logramos aguantar en este oficio.

Logré dominar las risillas y Lesley esbozó una media sonrisa.

—Está bien —aceptó Lesley—. No me asustaré, si tú no lo haces.

Me agarró la mano, le dio un apretón y luego la soltó.

—Me pregunto si los refuerzos de la comisaría de Hampstead vendrán a pie —inquirí.

La ambulancia llegó primero, los enfermeros corrieron hasta el jardín y dedicaron veinte minutos a un fútil intento de reanimar al bebé. Los enfermeros siempre lo intentan cuando hay niños, aunque con ello puedan alterar el escenario del crimen. No hay manera de impedírselo, así que lo mejor es dejarles hacer.

Los enfermeros acababan de empezar con su labor cuando llegó un furgón lleno de uniformados y sus ocupantes empezaron a dar vueltas por el lugar sin un objetivo claro. El sargento se nos acercó con cierta prevención. Nos había visto cubiertos de sangre y nos había tomado por civiles y, por tanto, nos consideraba sospechosos en potencia.

—¿Se encuentran bien? —nos interpeló.

No logré hablar, la pregunta parecía tan estúpida…

El sargento se volvió hacia los enfermeros. Todavía trabajaban con el bebé.

—¿Podrían contarme lo que ha sucedido? —preguntó.

—Ha tenido lugar un serio incidente —dijo Nightingale, que en ese momento salía de la casa—. Usted —ordenó, y señaló a un infortunado agente—, elija a un compañero, vaya a la parte de atrás y asegúrese de que nadie entre ni salga por allí.

El agente agarró a un compañero y se pusieron en marcha. Parecía que el sargento le fuera a pedir a Nightingale sus credenciales de oficial, pero el inspector no le dio tiempo suficiente.

—Quiero la calle cerrada y acordonada a diez metros en ambas direcciones —dijo—. La prensa llegará de un momento a otro. Asegúrese de que dispone de agentes suficientes para impedirles la entrada.

El sargento no saludó al estilo militar, porque somos la Policía Metropolitana y entre nosotros no se estilan los saludos de visera, pero la manera en que se dio la vuelta y se marchó tuvo cierto aire marcial. Nightingale nos miró a Lesley y a mí. Aún estábamos temblorosos. Asintió con la cabeza como para darnos confianza, se volvió hacia uno de los agentes que aún estaban allí y se puso a gritarle órdenes.

Poco más tarde nos trajeron mantas, los compañeros nos hicieron sitio en el furgón y nos sirvieron una taza de té caliente con tres terrones de azúcar por cabeza. Nos tomamos el té y aguardamos en silencio a que regresaran los demás.

El inspector superior de detectives Seawoll tardó menos de cuarenta minutos en llegar a Downshire Hill, aunque fuera sábado. Debía de haber venido desde Belgravia con las señales luminosas de emergencia y las sirenas puestas. Apareció en la portezuela lateral del furgón y nos miró a Lesley y a mí con el ceño fruncido.

—¿Estáis bien los dos? —preguntó.

Ambos asentimos.

—Bueno, de todas maneras no os mováis de ahí, coño —dijo.

Difícilmente lo habríamos hecho. Las investigaciones de cierta importancia, una vez iniciadas, son tan interesantes como una reposición de
Gran Hermano
, aunque tal vez sin tanto sexo ni violencia. A los delincuentes no se les detiene con deducciones brillantes. A los delincuentes se les detiene porque un pobre imbécil se ha pasado la semana entera visitando todas las tiendas de Hackney donde se vende una determinada marca de soporte para la bicicleta estática y ha visto las imágenes de todas sus cámaras de seguridad. Un buen oficial superior de Investigación es un hombre que se asegura de que la gente de su equipo ha hecho bien los deberes. Uno de los motivos, y no el menos importante, es que hay que evitar que un cabrón con peluca introduzca la tarjeta de crédito del acusado en alguna grieta del sumario y la emplee como palanca para destrozar los cargos.

Seawoll era uno de los mejores en lo suyo, así que empezaron por llevarnos por separado hasta una tienda que los equipos de investigación habían plantado cerca de la entrada principal. Una vez allí nos quitamos hasta la ropa interior y cambiamos nuestra vestimenta de paisano por unos elegantes trajes antisépticos de una sola pieza. Mientras metían mi chaqueta preferida en una de las bolsas para pruebas, me di cuenta de que nunca me había preocupado por averiguar lo que había que hacer luego para recobrar ese tipo de artículos. Y si me la devolvían, ¿la lavarían en seco antes de dármela? Tomaron muestras de la sangre que teníamos en la cara y las manos, y luego tuvieron la amabilidad de darnos toallas para que nos limpiáramos el resto.

Al final comimos en el furgón. Nos dieron un par de bocadillos comprados en algún súper, pero como se trataba de algún súper de Hampstead eran de calidad bastante buena. Mi propia hambre me sorprendió, y estaba a punto de pedir una segunda ración cuando el inspector superior de detectives Seawoll subió al furgón. Su peso hizo que éste se ladeara y su presencia provocó que Lesley y yo oprimiéramos inconscientemente la espalda contra el respaldo del asiento.

—Vosotros dos, ¿qué tal estáis? —preguntó.

Le dije que estábamos bien, a punto para trabajar y, de hecho, deseosos de retomar el caso.

—Todo eso que me estás diciendo son gilipolleces —dijo—, pero, al menos, son gilipolleces convincentes. Dentro de un par de minutos os vamos a llevar a la comisaría de Hampstead, donde una señora muy maja de Scotland Yard os tomará declaración… por separado. Y aunque pienso que siempre hay que ir con la verdad por delante, tiene que quedar muy claro que no quiero ni una puta mierda estilo
Expediente-X
en vuestra declaración. ¿Ha quedado claro?

Le hicimos notar que, en efecto, había expresado sus puntos de vista con suma nitidez.

—De cara a afuera, nos hemos metido en esta mierda en cumplimiento de nuestros putos deberes rutinarios, y saldremos de ella también mediante el cumplimiento de nuestros putos deberes rutinarios. —Y salió del furgón. La suspensión crujió.

—¿Nos ha pedido que le mintamos a una oficial superior? —pregunté.

—Sí —dijo Lesley.

—Sólo lo preguntaba para estar seguro —dije.

Así que durante el resto de la tarde dimos falso testimonio en habitaciones separadas. Tuvimos buen cuidado de que nuestros respectivos relatos concordaran a grandes rasgos, pero, al mismo tiempo, estuvieran llenos de discrepancias que les dieran un aire de realidad. Nadie como un policía para falsificar una declaración.

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