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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (2 page)

—Pero ¿se encontraba usted aquí a primera hora de la madrugada? —Las directrices son muy claras: no hay que darles pistas a los testigos. La información tiene que fluir en una única dirección.

—Me paso las mañanas, las tardes y las noches en este sitio —dijo Nicholas. Estaba claro que no había seguido los mismos cursos que yo.

—Si ha visto algo —le dije—, sería conveniente que viniese a declarar.

—No me resultaría nada fácil —respondió Nicholas—, dado que estoy muerto.

Pensé que no le había oído bien.

—Si teme usted por su seguridad…

—A mí ya no me preocupa nada, caballero —dijo Nicholas—, porque estoy muerto desde hace ciento veinte años.

—Si está usted muerto —le dije, sin poder refrenarme—, ¿cómo es posible que estemos conversando?

—Me imagino que ha sido tocado usted por la visión —explicó Nicholas—. Tiene algo del viejo Paladino. —Me miró de cerca—. ¿Ese toque le vino de su padre, tal vez? Era hombre de mar, ¿verdad? Marinero, o algo por el estilo, y es de él de quien heredó ese bonito cabello rizado y esos labios.

—¿Podría hacerme usted el favor de acreditar su condición de difunto? —le pregunté.

—Como usted quiera, caballero —cedió Nicholas, y dio un paso adelante para quedar bien iluminado.

Era transparente, igual que los hologramas de las películas. Tridimensional, indudablemente presente y jodidamente transparente. A través de él se veía la tienda de color blanco que el equipo de investigación había plantado para proteger el área en la que se había hallado el cuerpo.

«Bueno —pensé—, por muy loco que me haya vuelto no puedo descuidar los protocolos policiales.»

—¿Le importaría contarme lo que ha visto? —le interpelé.

—He visto al primero de esos caballeros, el que han matado. Bajaba a pie por James Street. Un hombre elegante, de paso garboso y porte militar, vestido alegremente a la moda moderna. Lo que en mis tiempos corpóreos habría llamado un hombre con buena planta. —Nicholas calló y escupió. El escupitajo no llegó al suelo—. Luego el otro caballero, el que cometió el asesinato, ha venido en dirección contraria desde Henrietta Street. No vestía igual. Llevaba unos pantalones azules de trabajo y un impermeable que parecía de pescador. Han pasado el uno junto al otro. —Nicholas señaló a un lugar que debía de hallarse a unos diez metros escasos del pórtico de la iglesia—. Se conocerían, porque se han hecho un gesto con la cabeza, pero no se han parado a charlar ni nada, lo cual es comprensible, porque no hace una noche como para detenerse en plena calle.

—¿Y han pasado el uno junto al otro? —pregunté para tenerlo claro, pero también para tener tiempo de tomar nota—. ¿Y piensa usted que se conocían?

—Sí, meros conocidos —dijo Nicholas—. No creo que fuesen amigos íntimos, sobre todo a la vista de lo que ha ocurrido luego.

Le pregunté por lo que había ocurrido luego.

—Pues que el segundo de dichos caballeros, el asesino, se ha puesto una gorra y una chaqueta roja, ha levantado el bastón y, rápido y sigiloso como un desvalijador de habitaciones en un hotel, se ha acercado por detrás al primer caballero y le ha arrancado la cabeza de un golpe seco.

—Me toma usted el pelo —dije yo.

—No, en absoluto —contestó Nicholas, y se santiguó—. Se lo juro por mi propia muerte, y ése es el juramento más solemne que una pobre sombra puede hacer. Ha sido algo terrible de ver. La cabeza se ha separado de los hombros y ha empezado a chorrear sangre.

—¿Qué ha hecho el asesino?

—Pues, como ya había hecho lo que tenía que hacer, se ha marchado por New Row cual perro de cazador furtivo —dijo Nicholas.

Se me ocurrió que New Row llevaba hasta Charing Cross Road, un sitio ideal para marcharse en taxi, o incluso en autobús nocturno, si se calculaba bien el tiempo. El asesino podía haber abandonado el centro de Londres en menos de quince minutos.

—Y eso no ha sido lo más extraordinario —dijo Nicholas, que, obviamente, no quería dejarle tiempo a su público para que se distrajera—. El caballero que ha cometido el asesinato era de naturaleza sobrenatural.

—¿De naturaleza sobrenatural? —le pregunté—. ¡Y me lo dice un espectro!

—Sí, de acuerdo, soy un espectro —afirmó Nicholas—. Pero, por eso mismo, tengo buena vista para reconocer lo sobrenatural.

—¿Y qué es lo que ha visto?

—Pues que dicho caballero no ha cambiado tan sólo de sombrero y abrigo, sino también de rostro —dijo Nicholas—. Ya me dirá usted si eso no le parece sobrenatural.

Alguien me llamó por mi nombre. Era Lesley, que regresaba con los cafés.

En cuanto aparté la vista, Nicholas desapareció.

Por un momento, me quedé mirando al vacío como un idiota, hasta que Lesley me volvió a llamar.

—¿Quieres el café o no?

Caminé sobre el adoquinado hasta el lugar donde la angelical Lesley me aguardaba con el vaso de poliestireno.

—¿Ha ocurrido algo mientras yo no estaba? —me preguntó.

Me tomé un sorbito de café. Las palabras «Acabo de hablar con un espectro que lo ha visto todo» no me salieron de los labios.

Al día siguiente me levanté a las once. Mucho antes de lo que habría querido. A las ocho de la mañana habían venido a relevarnos a Lesley y a mí, y habíamos caminado penosamente hasta los alojamientos de la sección. Nos fuimos directos a la cama. A dos camas distintas. Qué rabia.

La ventaja principal de vivir en los alojamientos de la sección es que la cuota es barata, estás cerca del trabajo y no tienes que ver a tus padres. Las desventajas radican en que tienes que compartir residencia con individuos con carencias en su proceso de sociabilización que no les han permitido vivir con seres humanos normales, y que además suelen calzar botas muy pesadas. A causa de su insuficiente socialización, algo tan sencillo como abrir la nevera puede transformarse en una emocionante exploración por el campo de la microbiología y, además, por culpa de las botas, los cambios de turno son tan ruidosos como una avalancha.

Me tumbé en la pequeña cama que nos proporcionaba la institución y clavé los ojos en el póster de Estelle que había colgado de la pared de enfrente. No me importa lo que digan: por mayores que nos hagamos, siempre merece la pena ver a una mujer hermosa en el momento de despertar.

Me quedé diez minutos en la cama, con la esperanza de que el recuerdo de haber hablado con un fantasma se desvaneciera como un sueño, pero, visto que no lo hacía, me levanté y me duché. Empezaba un día importante y tenía que estar bien despierto.

A pesar de lo que muchos piensen, el Servicio de Policía Metropolitana todavía es una organización de clase obrera y, como tal, no consiente que se forme una clase separada de oficiales. Así, todos los policías que acaban de salir del huevo, con independencia de su currículum formativo, tienen que pasarse dos años de prueba haciendo trabajo rutinario en la calle. Porque no hay nada que forme el carácter como los insultos, escupitajos y vómitos de los ciudadanos.

Al terminar el período de prueba, el agente solicita una colocación en alguno de los departamentos, brigadas y grupos especiales de operaciones que integran el cuerpo. La mayoría de los agentes a prueba siguen desempeñando labores de uniforme en alguna de las comisarías de distrito, y los jerarcas de la Metropolitana gustan de insistir en que el trabajo uniformado es de vital importancia y se puede considerar una opción positiva en sí misma. Tiene que haber alguien que aguante los insultos, los escupitajos y los vómitos, y yo soy el primero en aplaudir a los y las valientes que están dispuestos a dar un paso adelante y aceptar ese papel.

Ésa había sido la noble vocación del oficial que estaba al mando de mi turno, el inspector Francis Neblett. Había ingresado en la Policía Metropolitana en la época de los dinosaurios, había ascendido rápidamente al rango de inspector y se había pasado los treinta años siguientes sin moverse de ese cargo. Era un hombre terco, de cabello castaño y lacio y cuya cara parecía haber sido golpeada con el plano de una pala. Neblett era tan anticuado que se ponía siempre la guerrera del uniforme sobre la camisa blanca reglamentaria, incluso cuando salía a patrullar con «sus muchachos».

Teníamos concertada una entrevista para ese día. Íbamos a «discutir» las perspectivas que me deparaba mi futura carrera en el oficio. En teoría, la entrevista formaba parte de un proceso integrado de desarrollo profesional que conduciría a resultados beneficiosos tanto para el cuerpo de policía como para mí mismo. Al final de la entrevista se decidiría mi destino definitivo… y tenía serias sospechas de que no se iban a tener en cuenta mis deseos.

Lesley me salió al encuentro en la miserable cocina que compartíamos los inquilinos de todas las habitaciones de mi planta. Era increíble lo despierta que parecía. En uno de los armarios había paracetamol; el paracetamol no puede faltar en ninguna comisaría. Cogí un par de pastillas y me las tragué con agua del grifo.

—El señor Descabezado ya tiene nombre —me dijo Lesley mientras yo preparaba el café—. William Skirmish, trabajaba en los medios de comunicación, residente en Highgate.

—¿Y han dicho algo más?

—Tan sólo lo habitual —dijo Lesley—. Asesinato sin motivo aparente, bla, bla, bla, violencia en el centro de la ciudad, dónde irá a parar Londres, bla bla.

—Bla, bla, bla —repetí yo.

—¿Qué vas a hacer esta mañana? —preguntó Lesley.

—A las doce me encuentro con Neblett para la entrevista sobre mis perspectivas profesionales.

—Te deseo suerte —me dijo Lesley.

El inspector Neblett me llamó por mi nombre de pila y desde ese momento tuve claro que la entrevista no pintaba nada bien.

—Dime, Peter —dijo—. ¿En qué dirección crees que irá tu carrera profesional?

Me removí nervioso en la silla.

—Bueno… —dije—. A mí me gustaría estar en un departamento de investigación de delitos.

—¿Quieres ser detective? —Por supuesto, Neblett había hecho la carrera «de uniforme» y miraba a los policías de paisano igual que un civil miraría a los inspectores del fisco. Si no queda más remedio, se les acepta como un mal necesario, pero no le permitiríamos a nuestra hija que se casara con uno.

—Sí, señor.

—¿Y cómo es que sólo aspiras a ingresar en un DID? —preguntó—. ¿Por qué no en una de las unidades de especialistas?

Porque no, porque mientras dura el período de prueba a nadie se le ocurre decir que lo que quiere es ingresar en la Brigada de Intervención Inmediata o en la de Homicidios y poder pasearse en un cochazo y llevar zapatos hechos a mano.

—Porque me ha parecido que sería mejor empezar por el principio y luego ascender paso a paso, señor.

—Ésa es una actitud muy razonable —dijo Neblett.

De repente, me asaltó un horrible presentimiento. ¿Y si se les ocurría mandarme a la Trident? Ése es el nombre de la Unidad de Mando de Operaciones que combate el empleo delictivo de armas de fuego en el seno de la comunidad negra. La Trident andaba siempre en busca de agentes negros para asignarles operaciones encubiertas tremendamente peligrosas y, como soy mulato, podía interesarles. No es que menosprecie su trabajo. Soy yo el que no lo haría bien. Es importante para todo hombre conocer sus propias limitaciones y las mías se pondrían de manifiesto nada más mudarme a Peckham y empezar a frecuentar la compañía de jóvenes marginales de origen jamaicano, tíos que se hacen pasar por pijos y críos blancos y flacos de esos que no captan las ironías de Eminem.

—No me gusta el rap, señor —dije.

Neblett asintió lentamente con la cabeza.

—Está bien saberlo —dijo, y llegué a la conclusión de que me convenía tener la boca cerrada.

»Peter —siguió—, durante estos últimos dos años me he formado una muy buena opinión sobre tu inteligencia y tu capacidad para trabajar duro.

—Gracias, señor.

—Y, además, tienes conocimientos en ciencias.

En su día estudié el bachillerato de ciencias y saqué notas pasables en matemáticas, física y química. Eso sólo se considera «conocimientos en ciencias» fuera de la comunidad científica. Evidentemente no bastaba para conseguir la plaza en la universidad que a mí me habría gustado.

—Sabes plasmar tus pensamientos sobre el papel —dijo Neblett.

Se me hizo en el estómago el gélido nudo de la desesperación. Ya sabía cuál era la horripilante misión que me había asignado la Policía Metropolitana.

—Quiero que te plantees la posibilidad de ingresar en la Unidad de Seguimiento de Casos —concluyó Neblett.

La teoría en la que se fundamenta la Unidad de Seguimiento de Casos es muy sólida. Los agentes de policía —así lo considera la sabiduría convencional— se ahogan en su propio papeleo, los sospechosos exigen seguimiento, se tiene que investigar una prueba tras otra y las directrices de los políticos y de la Ley de Pruebas Policiales y Delictivas han de seguirse al pie de la letra. La misión de la Unidad de Seguimiento de Casos consiste en hacerle el papeleo al o a la agente estresado o estresada para que pueda regresar a las calles para sufrir los insultos, escupitajos y vómitos. Para que el
bobby
esté en las calles y derrote al crimen y los honrados ciudadanos que leen el
Daily Mail
puedan vivir en paz.

En realidad, el papeleo no es tan agobiante. Un agente interino medianamente competente lo tiene a punto en menos de una hora y aún le queda tiempo para cortarse las uñas. El verdadero problema es que el trabajo del policía se basa en la «imagen» y la «presencia», y en recordar lo que te ha dicho un sospechoso para pillarlo en contradicción varios días más tarde. Se basa en correr hacia el lugar donde se ha oído un grito, en no perder la calma y ser el primero en abrir la bolsa sospechosa. No es que no se puedan hacer las dos cosas a la vez, pero lo cierto es que las personas dotadas para lo uno y lo otro no suelen ser las mismas. Neblett me estaba diciendo que no me consideraba un policía de verdad —que no servía para pillar ladrones—, pero que, en cambio, podía hacer una buena labor si descargaba de trabajo a los policías de verdad. Yo estaba asquerosamente convencido de que las palabras «valiosa aportación» no se harían esperar.

—Habría preferido un puesto con mayores responsabilidades, señor —dije.

—Este puesto comporta grandes responsabilidades —dijo Neblett—. Vas a realizar una valiosa aportación.

Los agentes de policía, por lo general, no se buscan excusas para ir al pub, pero una de las no-excusas que pueden permitirse es la que les brinda la tradicional borrachera de final de período de pruebas, en la que los miembros de su turno de trabajo les hacen beber hasta dejarlos KO. Así, a Lesley y a mí nos arrastraron por el Strand hasta el Roosevelt Toad y nos llenaron de alcohol con el objetivo de que no nos aguantáramos en pie. Así tenía que ser, por lo menos en teoría.

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