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Muy a su pesar, Xandra negó con la cabeza.
Aunque el joven elfo de la superficie era lo bastante mayor para ofrecer resistencia a un perseguidor, sus ojos hundidos y sin expresión desmentían esa primera impresión.
El joven feérico parecía no darse cuenta de nada de cuanto lo rodeaba. Su mirada estaba fija en un mundo propio y preñado de pesadillas. Estaba claro que el muchacho costaría un precio exorbitante, pues eran incontables los drows que pagarían lo que fuese por acabar con un feérico, por lastimosa que fuera su condición. Pero Xandra andaba buscando una presa más peligrosa.
La maga se situó ante la jaula vecina, cuyo interior estaba ocupada por un animal de aspecto magnífico, una especie de felino con el pelaje pardo y alas similares a las de un murciélago de las profundidades. Mientras paseaba furioso por la jaula, su cola —que era tan larga como flexible y estaba atravesada por varias puntas de hierro— no dejaba de asestar unos latigazos formidables a los barrotes que sonaban con estrépito. Su horrísono rostro de humanoide estaba contraído por la rabia; sus ojos miraron a Xandra con un hambre voraz, con la furia y el odio más absolutos.
Un ejemplar muy prometedor, se dijo ella.
Esforzándose en no mostrar demasiado interés, pues no quería que el precio del animal se incrementara, Xandra se volvió hacia el mercader y enarcó una ceja con aire escéptico.
—Se trata de una mantícora, un animal verdaderamente temible— explicó Hadrogh—. Una bestia que vive con el ansia irresistible de devorar carne humana. Aunque no le haría ascos a la carne de drow, si tal es vuestra intención. Con ello tan sólo quiero decir que la naturaleza voraz de ese animal aportaría mayor emoción a la cacería —matizó al instante—. La mantícora es un depredador, un adversario de verdadera talla.
Xandra contempló al animal con renovada atención, complaciéndose en sus colmillos y garras similares a dagas afiladísimas.
—¿Inteligente?— preguntó.
—Es una bestia muy astuta.
—Pero ¿capaz de diseñar su propia estrategia y reconocer la contraestrategia hasta los niveles tercero y cuarto? —insistió la hechicera—. La joven maga que se dispone a afrontar el Rito de Sangre constituye un adversario formidable. Quiero una presa que verdaderamente ponga a prueba su capacidad.
El mercader abrió las manos en el aire y se encogió de hombros.
—La fuerza bruta y el hambre también son armas muy poderosas —afirmó—. Unas armas que la mantícora posee en abundancia.
—Como no lo has mencionado, imagino que este animal carece de poderes mágicos —apuntó la maga—. ¿Cuenta con alguna clase de protección natural contra los conjuros?
—Me temo que no. Lo que me pedís, mi digna señora, son unos dones que los drows poseen casi en exclusiva. Unos poderes que son muy difíciles de encontrar entre los seres inferiores— respondió el mercader con tono obsequioso.
Xandra resopló con fastidio y se plantó ante la siguiente jaula, en la que un animal enorme y de pelaje blanco estaba royendo ruidosamente una pata de rote.
La bestia venía a ser una especie de quaggozh —un animal parecido a un oso que vivía en la Antípoda Oscura—. Con la salvedad de que su cabeza era puntiaguda y su cuerpo despedía un penetrante hedor almizclado.
—No, me temo que un yeti no resulta conveniente para vuestros propósitos— dijo Hadrogh con tono pensativo—. ¡Vuestra joven maga no tardaría en detectarlo por el olor! —El ojo bueno del mercader se iluminó de repente. Chasqueando los dedos, Hadrogh añadió—: ¡Un momento! Acaba de ocurrírseme que acaso tenga exactamente lo que buscáis...
El mercader se marchó sin añadir palabra para volver unos segundos después seguido por un humano.
Xandra esbozó una expresión de disgusto. Hasta el momento, Hadrogh le había parecido un profesional astuto, demasiado buen conocedor de la naturaleza de los drows para ofrecer una mercancía de tan bajo nivel. Su mirada desdeñosa recorrió al humano de arriba abajo, fijándose en su forma contrahecha, similar a la de un enano, en la piel blancuzca de su rostro barbado, en los extraños tatuajes visibles a través de los cortísimos cabellos grises que recorrían su craneo con irregularidad, en la túnica polvorienta y de un rojo tan chillón que hasta los míseros prostitutos del barrio de Eastmyr lo hubieran encontrado grotesco.
Pero cuando Xandra fijó la mirada en los ojos del cautivo, unos ojos tan verdes y duros como la malaquita más preciosa, el gesto despectivo al punto se esfumó de sus labios. Lo que vio en aquellos ojos la dejó anonadada: una inteligencia que iba mucho más allá de lo previsto, orgullo, astucia, rabia y un odio implacable.
Conteniendo la respiración, Xandra examinó las manos del cautivo. Sí, tenía las muñecas amarradas y las manos envueltas en una espesa capa de vendajes de seda. Saltaba a la vista que le habían quebrado algunos dedos, precaución habitual cuando un prisionera era dado a los conjuros. No importaba. Los poderosos sacerdotes de la casa Shobalar sabrían curar dichas fracturas con prontitud.
—Un brujo— repuso Xandra, procurando que su tono de voz fuera neutro.
—Un brujo muy poderoso— subrayó el mercader.
—Eso lo veremos ahora mismo— murmuró ella—. Desátalo. Pienso ponerlo a prueba.
El mercader no trató de disuadirla, lo que hablaba en su favor. Hadrogh liberó al humano de sus ataduras e incluso encendió un par de pequeñas velas para que el cautivo pudiera ver mejor.
El hombre de la túnica roja flexionó los dedos con visible dolor. Xandra no dejó de advertir que sus manos se mostraban rígidas pero que no parecían haber sufrido verdaderos daños. La maga miró a Hadrogh en demanda de una explicación.
—Un amuleto de contención— dijo el mercader, señalando el collar dorado que el humano llevaba al cuello—. Se trata de un escudo mágico destinado a evitar que el mago pueda recurrir a los conjuros que haya aprendido y memorizado en el pasado. Eso sí, nuestro hombre está en disposición de aprender y recurrir a nuevos conjuros. Su mente sigue intacta, lo mismo que los conjuros preservados en su recuerdo. Lo mismo que sus manos. Reconozco que este método resulta más bien costoso, pero mi reputación me obliga a entregar la mercancía en perfectas condiciones.
Una inusual sonrisa apareció en el rostro de Xandra. La maga nunca había oído hablar de unas prácticas semejantes, pero lo cierto era que se ajustaban a la perfección de sus propósitos.
Las cualidades que andaba buscando eran la astucia, la rapidez mental y la aptitud para la magia. Si el humano demostraba contar con ellas, la propia Xandra se encargaría de enseñarle cuanto fuera necesario. Que la mente del cautivo pudiera ser más tarde explorada y su arsenal de recursos mágicos explotado en su provecho constituían sendos alicientes adicionales.
Sin más dilación, la drow sacó tres pequeños objetos de la bolsa que llevaba a la cintura y los mostró a la atenta mirada del humano. Pausadamente, Xandra hizo los pases mágicos y desgranó las palabras de un sencillo conjuro. En respuesta un pequeño globo de oscuridad apareció en torno a una de las dos velas, anulando su luz por completo.
—Ahora tú— le ordenó Xandra entregándole aquellos objetos al humano.
El brujo envuelto en la túnica roja al punto comprendió lo que se pedía de él. El orgullo y la rabia ensombrecieron su rostro, pero sólo por un momento: el atractivo de un conjuro nuevo y desconocido le resultaba irresistible. Lentamente, con cuidado, el humano secundó los pases mágicos de Xandra y repitió sus palabras. La segunda vela tembló un segundo y se vio ensombrecida. La llama seguía siendo débilmente perceptible a través de la neblina grisácea que la envolvía.
—Este humano parece prometedor— reconoció la maga de Shobalar. Era inhabitual que un hechicero pudiera reproducir un conjuro, aunque fuera de forma imperfecta, sin haberse sumido antes en el adecuado estudio de los símbolos mágicos—. Sin embargo, su pronunciación es verdaderamente deplorable y seguirá siendo un obstáculo para sus eventuales progresos. ¿No tendrás a mano, por casualidad, un brujo que hable drow? ¿O por lo menos el dialecto común de la Antípoda Oscura? Es mucho más fácil adiestrar a alguien con quien pueda comunicarme adecuadamente.
Hadrogh hizo una reverencia y se marchó a toda prisa. Cuando volvió un momento después, el mercader alzó la mano en gesto solemne, dándole a entender a Xandra que había dado con otra solución. La débil lucecilla de la vela envuelta en una niebla grisácea arrancó destellos de los dos pequeños aretes semicirculares de plata que llevaba en la mano.
—Sirven para traducir la conversación— explicó—. Uno de los aretes se clava en su oído, para que entienda lo que se le dice. El otro se clava en su boca, para que sus palabras sean comprensibles. ¿Os parece que haga una demostración?
Xandra asintió. El mercader alzó su mano libre y chasqueó los dedos.
Dos mestizos de orco aparecieron a su lado. Entre los dos sujetaron con fuerza al brujo humano mientras que Hadrogh clavaba los diminutos engarces de los aretes en el lóbulo y labio superior del cautivo. Rabioso, el humano soltó una andanada de juramentos e imprecaciones en drow. Tan violento y expresivo era su vocabulario que Hadrogh dio un paso atrás con la sorpresa y el temor pintados en su rostro gris.
Xandra reía con entusiasmo.
—¿Cuánto?— preguntó por fin.
El mercader fijó un precio exorbitante, apresurándose a añadir que la cifra mencionada incluía el collar y los aretes mágicos. La hechicera drow calculó mentalmente el coste de tales objetos, a los que sumó el valor potencial de los secretos que arrancaría al humano, y como colofón, la muerte de Liriel Baenre.
—Una auténtica ganga— comentó Xandra con oscura satisfacción.
T
resk Mulander se estaba paseando por su celda, cuyo suelo barrían los faldones de su larga túnica escarlata. No había sido fácil que su ama le consiguiera los rojos ropajes, pero él era un Mago Rojo y siempre lo sería, por muy lejos que se encontrara de su Thay natal.
Habían transcurrido casi dos años desde que Mulander había conocido a Xandra Shobalar e iniciado su extraño aprendizaje con ésta. Aunque en ningún momento había salido de la gigantesca cámara de sólida roca apenas ventilada por unos pequeños agujeros en el techo, muy lejos de su alcance, lo cierto era que no lo habían tratado mal. Tenía comida y vino en abundancia, todas sus necesidades estaban cubiertas y, lo principal, le habían proporcionado una instrucción intensiva en la magia de la Antípoda Oscura. Éste era un privilegio que muchos de sus pares habrían acogido con entusiasmo, y, en el fondo, Mulander no lamentaba su suerte.
El Mago Rojo era un nigromante, un prominente miembro de la facción de los Buscadores, los magos que estaban empeñados en llegar a dominar una magia más potente y terrible. Mulander venía a ser una excepción entre sus pares, pues era uno de los escasísimos magos de primera línea por cuyas venas no corría la sangre pura de la dominante raza mulan.
El padre de su padre era un rashemi, del que había heredado un cuerpo robusto y musculoso, y una exuberante pilosidad facial. Su talento y ambición provenían de su madre, la hechicera, lo mismo que la altura y la tez cetrina, que en Thay se consideraban signos de nobleza.
Los verdes ojos de Mulander, semejantes a dos gemas, y su delgada nariz de cimitarra, le daban un aspecto terrorífico y, a pesar de su cráneo rapado de acuerdo con la tradición, sus largas y frondosas barbas grises era su orgullo, aquello que lo diferenciaba de los mulan, frecuentemente carentes de vello. Su aspecto era en verdad impresionante: Mulander llevaba sus sesenta inviernos con altivez sobre sus hombros, anchos y orgullosos. Fuerte de cuerpo y alma, asimismo estaba versado en la magia. El paso de los años sólo había conseguido tornar menos frondosos sus cabellos grises, lo cual ya le iba bien, pues le facilitaba la diaria labor de rasurarse la cabeza.
La Dama Shobalar se había mostrado comprensiva y le había proporcionado unos afiladísimos enseres para su rasurado y un sirviente mediano a cargo de dicha tarea. De hecho, la drow se mostraba fascinada por los tatuajes que recubrían el cráneo de Mulander. Lo que no era de extrañar, pues cada uno de ellos era una mágica runa que, al ser activada mediante el conjuro apropiado, tenía la virtud de transformar los retazos de materia muerta en temibles servidores mágicos. Si le proporcionaban los suficientes cadáveres, él estaba en disposición de aportar un ejército. Mejor dicho, lo hubiera estado, si tuviera acceso a su magia nigromántica.
Mulander esbozó una mueca y levantó con el dedo el collar de oro que rodeaba su cuello y mantenía cautivo su Arte.
—Cuando llegue el momento podrás quitártelo —repuso una voz con calma a sus espaldas.
Sorprendido, el Mago Rojo se dio media vuelta y se encontró con Xandra Shobalar. Por mucho que hubieran pasado dos años, las inesperadas apariciones de ésta seguían sobresaltándolo, lo que sin duda era el objetivo de Xandra.
Con todo, aquel día, la promesa implícita en las palabras de la drow consiguió disipar el resentimiento que tantas veces sentía.
—¿Cuándo?
—Cuando llegue el momento— repitió ella.
Xandra se acercó a un sillón y se sentó con aire imperturbable. Dos años no era mucho en la vida de una drow, pero a ella no se le escapaba la impaciencia de los humanos y estaba decidida a disfrutar del asunto.
No menos divertida resultaba la rabia homicida apenas oculta en los ojos del Mago Rojo.
Xandra se complació en imaginar aquella rabia desatada contra la pequeña Baenre. Ya faltaba poco para que llegara el día tan largamente deseado.
—Has aprendido mucho —comentó—. Pronto tendrás ocasión de calibrar tus nuevos poderes. Si tienes éxito, la recompensa será generosa.
La drow se sacó una pequeña llave dorada del corpiño y la sostuvo en alto. Luego ladeó la cabeza y dedicó una sonrisa sarcástica al Mago Rojo. Mulander abrió mucho los ojos y la miró con una expresión que iba mucho más alla de la codicia. Su mirada intensa y ansiosa siguió fija en la llave, que Xandra al poco devolvió a su íntimo escondite.
—Veo que conoces la naturaleza de esta llave— dijo a continuación—. ¿Quieres saber lo que tienes que hacer para ganártela?
Un estremecimiento de repulsión recorrió la espalda del Mago Rojo. La sonrisa de Xandra se ensanchó y se tornó abiertamente burlona.
—Tendrás que esperar, mi querido Mulander —indicó—. Ahora mismo tengo otros planes para ti.