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Xandra se relamía ante la perspectiva de convertirse en la mentora de la próxima archimaga de Menzoberranzan, la primera hembra en acceder a tan alto cargo.
Pero su alegría inicial se vio atemperada por la insistencia de Gomph en que el acuerdo al que habían llegado se mantuviera oculto. Mantener ese secreto no era un imposible, pues el clan Shobalar era de natural discreto, aunque a Xandra le contrariaba no poder alardear de su nueva alumna ante todos ni ufanarse en público de la alta consideración en que los Baenre tenían a su Casa.
Por lo demás, la Señora de la Magia ansiaba que llegara el día en que la pequeña pudiera competir ¡y vencer! en los concursos de aprendices de mago. Xandra se relamía de gozo ante tan espléndida perspectiva.
Desde el primer día, la joven Liriel superó todas las expectativas que Xandra había puesto en ella. La tradición requería que el estudio de la magia se iniciara cuando los niños entraban en la denominada Década Ascharlexten, el complicado tránsito de la primera niñez a la pubertad. Durante ese período, que solía iniciarse en torno a los quince años de edad y que finalizaba al llegar a la pubertad o al cumplir veinticinco años —lo que antes sucediese—, los niños drows tenían la suficiente energía física para canalizar las fuerzas de la magia y la suficiente instrucción para leer y escribir el complicado lenguaje de sus mayores.
Sin embargo, Liriel se situó bajo el manto de Xandra a los cinco años de edad, cuando era poco más que una criatura.
Aunque los elfos oscuros solían despertar a sus innatos poderes durante la primera infancia, a aquellas alturas Liriel disfrutaba de un dominio formidable de su mágica herencia. No sólo eso, sino que también estaba capacitada para leer las viejas runas escritas en Alto Drow. Y, lo más importante, poseía en grado sumo el talento natural que diferenciaba a una verdadera hechicera de un simple drow con talento para la magia. En muy breve plazo, la niñita aprendió a descifrar los viejos pergaminos, a reproducir los signos arcanos y a memorizar encantamientos sumamente complicados. Xandra estaba entusiasmada. Liriel se convirtió en su orgullo, en una mimada y casi querida hija adoptiva.
Así siguieron las cosas durante cinco años. Hasta que la niña empezó a descollar entre los alumnos de la casa Shobalar. Xandra comenzó a inquietarse. Cuando Liriel superó en conocimiento a la propia hija de Xandra, Bythnara, que tenía bastantes años más. Xandra se contrarió. Y cuando la hija de los Baenre empezó a desgranar unos conjuros que estaban fuera del alcance de los magos segundones pertenecientes al clan Shobalar, la contrariedad de Xandra dio paso a un odio frío y competitivo que las drows acostumbraban a sentir por sus semejantes. Cuando Liriel creció en estatura y se fue convirtiendo en una joven de belleza extraordinaria, Xandra fue presa de una envidia tan honda como personal. Y cuando el creciente interés que aquella mocosa mostraba por los soldados y sirvientes masculinos de la casa Shobalar evidenció que había entrado en la Década Ascharlexten, Xandra creyó llegada su oportunidad y urdió un dramático punto final a la educación de Liriel.
Para lo que eran las relaciones entre los drows, ésta era una progresión bastante típica, sólo peculiar por lo intenso de la animosidad de Xandra, en lo lejos que estaba dispuesta a llegar para calmar el ardiente odio que sentía por la demasiado talentosa hija de Gomph Baenre.
Tal era, en definitiva, la sucesión de acontecimientos que había llevado a Xandra a las calles de Mantol—Derith.
A pesar de lo imperioso de su misión, la maga drow no dejaba de maravillarse ante las espléndidas vistas que ofrecía Mantol—Derith. Era la primera vez que Xandra salía de la enorme caverna de Menzoberranzan, y aquel gran mercado, tan exótico como pintoresco, era por completo distinto a su ciudad natal.
Mantol—Derith estaba enclavada en una gigantesca gruta natural, una caverna excavada eones atrás por unas aguas torrenciales que hasta la fecha seguían su curso. Xandra estaba acostumbrada a las inmóviles y negruzcas profundidades del lago Donigarten, vecino a Mezoberranzan, y a los pozos tan mudos como profundos donde las familias aristocráticas de la ciudad guardaban sus tesoros más preciados.
En Mantol—Derith, el agua era una fuerza viva y vital. El sonido dominante en aquella inmensa caverna era el de las aguas en movimiento. Por las paredes de la gruta se precipitaban cascadas provenientes del techo de aquella gran caverna en forma de cúpula, mientras que las abundantes fuentes susurraban su canción junto a los pequeños embalses que estaban por todas partes y los arroyos espumeantes que discurrían por toda aquella gruta colosal.
Aparte de la omnipresente música del agua, en la ciudad—mercado reinaba un silencio más bien extraño. Mantol—Derith tenía menos de baza bullicioso que de escenario de acuerdos clandestinos y taimadas negociaciones.
La luz era más abundante que el sonido. Unas cuantas farolas resultaban suficientes para que toda la caverna reluciese, pues sus muros estaban incrustados de gemas ycristales multicolores. Por todas partes se veían obras de reluciente mampostería. Las paredes de los embalses exhibían unos mosaicos maravillosos elaborados con gemas semipreciosas y los puentecillos que cruzaban los arroyos eran de cristal natural esculpido, mientras que los senderos estaban pavimentados con gemas talladas y alisadas. En ese momento los pies de Xandra estaban avanzando por un sendero hecho de reluciente malaquita verde. Era un tanto incómodo caminar entre semejante despliegue de riquezas, incluso para una drow proveniente de Menzoberranzan.
Por lo menos, la atmósfera le resultaba familiar. Húmedo y cargado, el aire olía a hongos. El mercado central estaba situado en el centro de un bosque de setas gigantes, bajo cuyos sombreretes se encontraban los puestos de los mercaderes. Los perfumes, las maderas aromáticas, las especias y los frutos exóticos y dulzones —tan del gusto de los adinerados habitantes de la Antípoda Oscura— aportaban sus intensas fragancias a la húmeda atmósfera.
Para Xandra, lo más extraño de aquel mercado era la tregua aparente que existía entre las distintas razas enfrentadas que comerciaban en él. En los tenderetes y en las calles, los gnomos del color de la piedra, conocidos como los svirfneblin, se mezclaban pacíficamente con los duergars, habitantes de las profundidades, de pigmentación más oscura, los desastrados mercaderes de la superficie y, por supuesto, los drows. En los cuatro extremos de la vasta caverna había unos edificios gigantescos que servían como almacenes y ofrecían alojamiento por separado a los cuatro grupos: svirfneblin, drows, duergars y habitantes de la superficie. Xandra, en ese momento, se estaba dirigiendo al que albergaba a los habitantes de la superficie.
El sonido de las aguas en movimiento era cada vez más intenso a medida que Xandra se acercaba a su destino, pues la esquina del mercado en la que se vendían productos de la superficie se hallaba situada junto a la cascada principal. La atmósfera era particularmente húmeda en este lugar, de forma que los tenderetes y mostradores estaban envueltos en lonas que los protegían.
La humedad impregnaba el rocoso suelo de la gruta, empapando las lanas y las pieles de los seres de la superficie que se arremolinaban en el lugar, un heterogéneo grupo de orcos, ogros, humanos y demás.
Xandra esbozó un gesto de aprensión y se embozó el rostro con su capa para resguardarse de aquella atmósfera hedionda. Sus ojos recorrieron la abigarrada y pestilente multitud en busca del hombre que le habían descrito.
Al parecer, entre semejante gentío era más fácil reconocer a una elfa drow que a uno de tantos humanos. Desde el interior de una tienda de lona, una voz grave y melodiosa llamó a la hechicera por su nombre y título. Xandra se volvió hacia aquella voz, sorprendida de encontrar a un drow en tan sórdido entorno.
Sin embargo, la figura pequeña y encorvada que se le acercó renqueando era la de un varón humano.
El hombre era viejo para ser un humano, con el pelo blanco, el rostro curtido y oscuro, y el paso lento y vacilante. Estaba claro que los años habían hecho mella en su persona, como lo atestiguaban el bastón con que se ayudaba a caminar y el parche que le cubría el ojo izquierdo. Con todo, a pesar de sus taras físicas, saltaba a la vista que el desconocido gozaba de una buena posición social.
Elaborado en una madera lustrosa, su bastón estaba ornado con gemas y revestido con una chapa dorada. Sobre su túnica de fina seda plateada lucía una capa bordada con hilos de oro y cuyo cierre exhibía un gran diamante. Gemas de buen tamaño relucían en sus dedos y en torno a su garganta. Su sonrisa de bienvenida denotaba una gran seguridad en sí mismo, la seguridad de quien lo tiene todo y está satisfecho con su posición social.
—¿Hadrog Prohl?— preguntó Xandra.
El mercader hizo una reverencia.
—A vuestro servicio, Dama Shobalar— respondió hablando un drow fluido pero con marcado acento.
—Ya sabes quién soy. Así que también sabrás que ando buscando...
—Por supuesto, Dama Shobalar, y estaré encantado de ayudaros en lo que pueda. La visita de una dama tan noble constituye un verdadero honor para mí. Por favor, pasad al interior —invitó, haciéndose a un lado para que Xandra entrase en la tienda de lona.
Las palabras de Hadrogh eran deferentes, y sus modales correctos hasta lo obsequioso, los adecuados al tratar con una dama perteneciente a la aristocracia drow. Y sin embargo, Xandra se sentía un tanto escamada. La actitud del mercader daba la impresión de ser amistosa, relajada, no demasiado despierta incluso. En otras palabras, su actitud era la de un zoquete más bien ingenuo. Que un hombre así hubiera podido sobrevivir durante tanto tiempo en los túneles de la Antípoda Oscura era un misterio para la maga de Shobalar. Con todo, Xandra no dejó de observar que, a diferencia de la mayoría de los humanos, Hadrogh no precisaba de las cegadoras luces de antorchas y faroles.
El interior de su tienda estaba en una penumbra que a Xandra le resultaba cómoda, y el mercader no parecía tener problema para orientarse entre el laberinto de cajas, jaulas y baúles.
Curiosa, Xandra musitó un conjuro sencillo destinado a aportar algunas respuestas sobre la naturaleza de aquel hombre y los poderes mágicos de que acaso disponía. No le sorprendió demasiado que ese conjuro de búsqueda fuera por completo inútil. O bien el astuto Hadrogh era portador de algún recurso mágico destinado a rechazar los conjuros ajenos, o bien contaba con una inmunidad mágica innata similar a la que ella misma poseía.
Xandra empezaba a albergar ciertas sospechas sobre el verdadero origen del mercader, unas sospechas que resultaban demasiado terribles para expresarlas en voz alta. En todo caso, lo que estaba claro era que aquel humano se encontraba muy a gusto en la Antípoda Oscura y que sabía cuidar de sí mismo a la perfección, a pesar de su apariencia frágil y envejecida.
Por lo demás, aquel mercader mestizo de drow — pues las sospechas de Xandra eran fundadas— no daba muestras de haberse dado cuenta del atento examen de la hechicera. Hadrogh finalmente llevó a Xandra a la parte posterior de la tienda y se detuvo ante una hilera de grandes jaulas, cada una de las cuales contaba con un único ocupante. El mercader las señaló con un gesto de la mano y dio un paso atrás para que Xandra pudiera contemplar la mercancía a su antojo.
La maga paseó con calma ante la hilera de jaulas, observando con atención a aquellos seres destinados a la esclavitud. Aunque los esclavos eran abundantes en la Antípoda Oscura, el característico esnobismo de los elfos oscuros llevaba a que éstos siempre anduvieran ansiosos por adquirir sirvientes de naturaleza novedosa o inusual. La demanda de esclavos provenientes de la superficie era incesante. Las hembras medianas eran muy apreciadas como doncellas debido a su habilidad manual y su capacidad para ondular, rizar y recortar los cabellos hasta convertirlos en verdaderas obras de arte. Los enanos de las montañas, más habilidosos que los duergars en la orfebrería y el manejo de las armas, eran muy valorados a pesar de su carácter frecuentemente díscolo. Los humanos resultaban útiles como bestias de carga y fuentes de pociones y conjuros desconocidos en la Antípoda Oscura. Los animales de origen exótico también eran muy apreciados. Los drows más ostentosos los criaban como mascotas o los exhibían en sus pequeños zoológicos privados. Muchos de tales animales acababan en las arenas del barrio de Muchasrazas, en la propia Menzoberranzan. Los elfos oscuros sedientos de sangre se apiñaban en las gradas para disfrutar del espectáculo ofrecido por la lucha de los animales entre ellos, contra esclavos de diversas razas y contra soldados drows deseosos de hacerse un nombre o ganarse el puñado de monedas y la momentánea celebridad de la que disfrutaban quienes salían vivos de la arena.
Hadrogh estaba en disposición de aportar esclavos o animales con cualquier finalidad. Xandra hizo un gesto de satisfacción al contemplar tan heterogénea colección.
—Mi querida señora, no me han informado en detalle del tipo de esclavo que andáis buscando... Si me decís cuáles son vuestros requerimientos, quizá me sea más fácil guiaros en vuestra selección— ofreció Hadrogh.
Un brillo peculiar centelleó en los rojizos ojos de la hechicera.
—No ando buscando esclavos —corrigió—. Lo que necesito es una presa.
—Ah.— El mercader no parecía sorprendido—. ¿Una presa acaso destinada al Rito de Sangre?
Xandra asintió con la expresión ausente. El Rito de Sangre era una ceremonia peculiar de los drows, un ritual iniciático en el que los jóvenes elfos oscuros tenían que dar caza y matar a un ser inteligente o peligroso, preferiblemente proveniente de la superficie. Lo normal era que esas cacerías se organizaran en la superficie. Con todo, la adquisición de cautivos adecuados como presa en ocasiones llevaba a que la persecución se celebrase en los peligrosos túneles de la Antípoda Oscura. La selección de la presa ritual jamás había sido tan importante como esta vez, por lo que Xandra observó a los candidatos con la mayor de las atenciones.
Sus ojos rojizos se detuvieron en la forma encogida de un niño elfo de piel clara y cabellos dorados. Los sañudos drows sentían un odio proverbial por los elfos de la superficie. Los elfos feéricos, como también eran conocidos, eran las presas preferidas cuando el Rito de Sangre se celebraba a pleno sol, si bien raramente se les daba caza cuando la ceremonia tenía por escenario la Antípoda Oscura. En consecuencia, la captura de una presa tan rara durante la cacería ritual confería un gran prestigio a quien la conseguía.