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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (20 page)

—Pero alguien de la compañía lo sabe.

—Sí, alguien lo sabe siempre.

—Tal vez las reglas se rompen a veces, un poco.

—Generalmente no, pero...

Zula interrumpió la frase ya que Ivanov estaba haciendo ya su gesto de «eso es una chorrada».

Al parecer alguien salió a por suministros, ya que su ruso quedó de pronto salpicado de expresiones como
«venti mocha»
.

—Peter —dijo Sokolov, el primer sonido que hacía en mucho rato.

Peter alzó la cabeza y vio a Sokolov indicar una webcam montada en lo alto de las escaleras, apuntando al taller.

—Tiene dos cámaras de seguridad.

Peter no respondió.

—¿O tal vez más? —insistió Sokolov.

Peter lo consideró.

—En realidad son tres —admitió.

—Ah —dijo Sokolov.

Durante unos instantes, Zula se preguntó cómo Sokolov podía haber pasado por alto la tercera. Todas eran muy obvias: una apuntaba al salón delantero que daba a la entrada; otra en el taller, subiendo las puertas al callejón; la tercera en lo alto de las escaleras.

Entonces lo comprendió. Sokolov estaba poniendo a prueba a Peter.

Sokolov sabía perfectamente bien que había tres cámaras: había revisado todo el lugar, lo había visto todo. Pero había dicho «dos» solo para ver si Peter revelaba la existencia de una tercera.

—¿Se activan por movimiento? —preguntó Sokolov.

—Sí.

—¿Dónde almacena los datos?

—Aquí —dijo Peter—. En mi servidor.

Sokolov hizo como que no había oído, pero se quedó mirando a Peter a los ojos durante varios largos segundos.

—Y... en una unidad de backup —admitió Peter—. Bajo las escaleras.

Sokolov finalmente apartó la mirada de la cara de Peter y asintió.

—Habrá que borrar los archivos.

—Muy bien —dijo Peter, enormemente aliviado. Se dio una palmada en las rodillas y se puso en pie—. Vamos a hacerlo.

Vigilado atentamente por Sokolov, Peter se entretuvo un rato ante un terminal. Mientras tanto, abajo empezaron a mover los coches. El Scion de Peter acabó aparcado fuera, en la calle. El Prius de Zula fue internado en el aparcamiento y pusieron a su lado el deportivo de Wallace, despejando el callejón.

Mientras lo hacían, recuperaron el teléfono de Zula e Ivanov se lo ofreció, como si fuera un collar de Swarovski.

—Zula.

—C-plus, hola.

—No es frecuente que tenga el placer de hablar con alguien del departamento magma.

—C-plus, es porque estoy trabajado en un proyecto lateral (es una larga historia) que me ha encargado Richard.

—Dirección por el fundador —digo Corvallis, con tono de irónica desaprobación. Supuestamente, «dirección por el fundador» (un término que indicaba que Richard hacía lo que se le antojaba) había sido erradicado de la Corporación 9592 hacía unos cuantos años, cuando los ejecutivos profesionales empezaron a dirigir las cosas.

—Sí. Es un proyecto informal. Llámalo investigación. Tiene que ver con, uh, unos movimientos de oro no habituales relacionados con un virus llamado REAMDE.

—Qué curioso. Nunca había oído hablar de él hasta que vine a trabajar esta mañana. Ahora la gente no habla de otra cosa.

—Explotó durante el fin de semana. Mira, necesito una pequeña información.

—¿Dónde busco?

—Mi historial. Hace varias horas.

Sonido de teclas.

—¡Guau, moriste anoche un montón de veces!

—Pues sí.

Más teclas.

—Luego te largaste sin ceremonias.

—Un fallo de energía en Georgetown, Internet se cortó.

—Bien. Parece que te divertiste un rato en las montañas Torgai.

—Sí. Una aciaga expedición.

—Eso diría yo. ¿Qué es lo que necesitas?

—Al principio, alguien me lanzó un hechizo sanador. No era miembro de mi grupo. Sucedió a eso de las tres de la madrugada, cuando mi personaje estaba cerca de cierta intersección de línea ley...

—Bueno, si solo te lanzaron un hechizo sanador, debe ser bastante fácil.

—¿Tienes la entrada del historial?

En el mundo de T’Rain, un gorrioncillo no podía caerse de su nido sin que el hecho fuera archivado y etiquetado con su hora.

—Sí.

—Muy bien.

Zula no pudo evitar advertir el efecto que su mitad de la conversación tenía sobre Ivanov. El ruso se dio la vuelta y le hizo un gesto a Sokolov, que se acercó, como si el Troll estuviera a punto de salir de un salto del teléfono de Zula para echar a correr.

—¿Quién me lanzó ese hechizo, C-plus?

—Es difícil de decir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Zula, un poco bruscamente.

—Es literalmente difícil de decir. Mi chino es un poco pobre.

—¿Entonces el nombre del personaje está en chino?

Ivanov y Sokolov se miraron el uno al otro como solo los rusos pueden mirarse cuando se habla de los chinos.

—Sí, y él o ella ni se molestó en ponerse un sobrenombre occidental.

Esto se debía a los esfuerzos de Richard y Nolan para hacer que T’Rain fuera lo más amistoso posible hacia los chinos. En otros juegos similares, cada jugador tenía que usar un nombre escrito en caracteres latinos, pero en T’Rain era opcional.

—Él o ella... ¿no hay datos personales ni demográficos sobre el jugador?

—Es claramente un montón de basura generado por un bot o algo —dijo Corvallis.

—¿Tarjeta de crédito?

—Es autosostenible.

Otra de las innovaciones de Richard y Nolan. En la mayoría de los juegos online, tenías que enlazar tu cuenta con un número de tarjeta de crédito para cubrir los costes mensuales. No muy amistoso hacia los adolescentes chinos. Pero T’Rain tenía en las entrañas el blanqueo de dinero, así que también esto era opcional: si tu personaje conseguía beneficios, por ejemplo, vendiendo oro, podías pagar tu tarifa mensual deduciéndola automáticamente de su cofre del tesoro. Se les llamaba cuentas autosostenibles.

—¿Hay algún modo de conseguir información concreta sobre quién maneja ese personaje?

A Zula no le gustó el efecto que sus palabras tuvieron sobre la cara de Ivanov.

—Puedo darte la IP desde la que se conectaron.

—¡Eso sería maravilloso! —dijo Zula, esperando estar vendiendo de verdad esa maravilla a Ivanov. Pidió por señas algo para escribir. Sokolov se acercó y cogió un Sharpie del tazón de una mesita. Tal vez era un poco extraño que supiera la situación de cada boli en la habitación mejor que Peter, pero quizá su trabajo era localizar todo lo que hubiera cerca y pudiera ser empleado como arma. De un mordisco Sokolov le quitó el capuchón y le tendió la palma para que Zula escribiera. Ella cogió el boli y colocó la mano de escribir sobre la de Sokolov, que había recibido muchos castigos y a la que le faltaba la última falange de un dedo, aunque era tan cálida como la de cualquier hombre.

—¿Lista? —preguntó Corvallis.

—Dispara —respondió Zula, y luego dio un respingo ante la palabra elegida.

Corvallis, hablando muy claro y despacio, recitó cuatro números entre 0 y 22: un cuádruple con puntos o dirección de Protocolo de Internet. Zula los anotó en la palma de la mano de Sokolov. Ivanov observaba con espectacular intensidad, y luego le dirigió una mirada asombrada.

Sabía lo que era.

Era lo mismo que Csongor había utilizado para detectar la mentira de Wallace y dirigirlo a la casa de Peter. Y como lo había visto funcionar a la perfección una vez, Ivanov supuso que no fallaría una segunda.

—Gracias —dijo Zula—, y mi siguiente pregunta...

Sonido de teclas.

—Pertenece a un gran bloque de direcciones alojadas en una ISP de Shyamen.

—¿Cómo dices?

Corvallis lo deletreó, y ella escribió en la carne de Sokolov: X-I-A-M-E-N.

Esto disparó una furiosa pero cómicamente silenciosa actividad entre Ivanov y sus sicarios.

—Puedes buscarlo tú misma en Google —dijo Corvallis, y Zula (que, a pesar de todo, seguía siendo vigilada atentamente por Sokolov), resistió la tentación de decir «No, no puedo»—. Antiguamente llamada Amoy —continuó, con tono cantarín que anunciaba que lo había encontrado en Google—. Una ciudad portuaria en el sureste de China, en la desembocadura del río de los Nueve Dragones, justo frente a Taiwán. Dos millones y medio de habitantes. Es el vigésimo quinto puerto en importancia del mundo, subiendo desde el trigésimo. Bla, bla, bla. Bastante genérica, para ser una ciudad china.

—¡Gracias!

—Lamento no poder ser más concreto.

—Es algo con lo que empezar a trabajar.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?

«Sí.»

—No.

—¡Que tengas suerte!

Y colgó.

La palabra «adiós» apenas había salido de los labios de Zula cuando Sokolov le quitó el teléfono de la mano. Sabía cómo manejarlo, entró en Internet y buscó Xiamen.

Hacía un rato que ella era vagamente consciente de unos olores gratificantes en la habitación: flores y café.

Ivanov, sonriendo, se acercó con un enorme ramo de lirios en los brazos. Todavía llevaban el envoltorio de plástico y el código de barras de la tienda cercana.

—Para usted —anunció, entregándoselas—. Porque la hice llorar. Es lo menos que podía hacer.

—Muy amable por su parte —dijo ella, tratando de parecer agradecida a pesar de todo su cansancio.

—¿Un
latte
? —preguntó él. El hombre de la camiseta estaba a su lado con una bandeja de cartón repleta de vasos del Starbucks world HQ, cuya colosal sirena verde se alzaba sobre Georgetown como el Hombre de Malvavisco de los Cazafantasmas.

—Me encantaría —dijo ella, y en eso no tuvo que mentir.

Como todos los visitantes estaban ahora ocupados, Zula llevó las flores a la zona de la cocina y las dejó sobre una encimera para poder cortar los tallos y ponerlas en agua. Una tontería. Pero, como muchos de sus impulsos de chica buena de Iowa, era como un reflejo inevitable. No era culpa de las flores que las hubieran comprado unos gangsters. El café
latte
estaba sabrosísimo, y le quitó la tapa y la tiró para poder hundir los labios en la cálida espuma y beber directamente. Peter no tenía jarrones, pero encontró una jarrita de barro que mantendría las flores y la llenó de agua. Luego se entretuvo quitando los envoltorios de plástico y las tiras de goma que unían los tallos de las flores.

Al ver movimiento mientras lo hacía, alzó la mirada y vio a dos hombres sacar un largo bulto envuelto en plástico de la habitación de al lado.

Estuvo en el suelo antes de ser plenamente consciente de haberse mareado.

World of Warcraft había sido el competidor prominente en la industria de la Corporación 9592 desde lo que parecía una eternidad, hasta que comprobabas las cifras y te dabas cuenta de que solo tenía unos pocos años de antigüedad. Richard y Nolan habían pasado por varias fases en su actitud hacia ello:

  1. Negativa avergonzada de que soñaran con competir con un poder tan grande como WoW.
  2. Seguridad, impulsada por la arrogancia, de que podían desalojarlo de su nido con un golpe de mano.
  3. Aplastante comprensión de que era imposible y que estaban condenados a un abyecto fracaso.
  4. Cauto optimismo de que tal vez la vida no iba a ser un fracaso eterno.
  5. Dejarse finalmente de pamplinas y elaborar un plan.

En algún lugar entre las fases 4 y 5, Richard se recluyó en el Schloss durante el Mes del Barro (las semanas siguientes al final de la temporada de esquí) y anotó algunas ideas que estaba pergeñando desde las más lúgubres y sombrías semanas de la fase 3. Al leerlas, Corvallis identificó esto como un «punto de inflexión», que era otro de esos términos que no significaban nada para Richard pero que, a juzgar por los vigorosos cambios en el mensaje corporal que provocaba en las reuniones, tenía un significado infinito para los empollones matemáticos. Por lo que Richard pudo deducir, marcó el oscuro momento en que, visto más tarde en perspectiva, todo cambió.

Durante un tiempo el informe correteó por la oficina como un rotulador gastado. Entonces Richard, con un poco de ayuda lingüística por parte de Corvallis, le dio un título arrebatador: Combate con Armas Medievales como Metáfora Universal para los Esquemas de Protocolo de Interfaz Multipropósitos (MACUMAPPIS en su sigla en inglés).

Como el Combate con Armas Medievales era el aire que respiraban, incluso mencionarlo parecía gratuito, así que lo acortaron a UMAPPIS y, como lo de «metáfora» ponía nerviosos a algunos de los hombres de negocios, se convirtió en APPIS, que les gustó lo suficiente como para registrarlo. Y como APPIS estaba a solo una letra de distancia de APIS, que significaba abeja en latín, crearon y registraron un logotipo relacionado con las abejas y los panales. Como pacientemente le dijo Corvallis a Richard, todo era una especie de chiste interno high-tech. En ese mundo, API significaba «interfaz de aplicación de programas», es decir, los paneles de control de software a los que los técnicos frikis conectaban sus tecnologías para hacer posible que otros frikis escribieran programas que los utilizarían. Todo lo cual estaba a una o dos capas de abstracción más allá del punto en que a Richard podía importarle una mierda.

—Lo que intento decir en este memorándum —le explicó a Corvallis—, es que a todo el que le apetezca debería poder coger nuestro juego por el cuello y obligarlo a resolver problemas para ellos.

Y Corvallis le aseguró que eso era exactamente sinónimo de tener una API y que todo lo demás era marketing.

Los problemas que Richard tenía en mente no estaban relacionados con el juego ni con el entretenimiento siquiera. La Corporación 9592 ya había cubierto tantas de esas bases como podía idear su gente más imaginativa, y luego habían pagado a abogados para examinar el material que ellos habían creado y extrapolar categorías completas de cosas que pudieran idearse después. Y dondequiera que fuesen, descubrieron que los creadores de World of Warcraft habían estado allí cinco años antes y habían patentado todo lo que era patentable y, en un sentido u otro, se habían ciscado en todo lo que no lo estaba. Lo cual explicaba mucho sobre la fase 3.

La epifanía (si no era una palaba demasiado fina para la mierda enloquecida que había surgido en el cerebro de Richard) se produjo en una cervecería de Sea-Tac. Richard llevaba allí atrapado un par de horas después de que su vuelo a Spokane fuera retrasado por una colisión entre una camioneta de equipaje y el avión: una circunstancia extrañamente común en ese aeropuerto, y uno de esos detalles aldeanos que ayudaban a conservar su sabor a ciudad pequeña. Sentado allí con su cerveza y mirando a los viajeros sin zapatos ni cinturón pasar por el detector de metales, le llamó la atención el puro aburrimiento del trabajo que realizaba la gente de la Administración de Seguridad en el Transporte: mirar aquellas maletas pasar por las máquinas de rayos X, intentar permanecer alerta en busca de ese momento que sucedía una vez cada diez años en que alguien intentara hacer pasar una pistola.

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