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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (91 page)

El anciano insistía. Como si ella no lo entendiera. Como si no tuviera ni idea. Tenía que despertar.

Lo hizo, de hecho, al escuchar un estrépito y un golpe, no muy lejos, que viajó por el suelo y le subió por las costillas.

Una ridícula confusión de unos momentos mientras su mente, como un pasajero atrapado en el hueco entre el muelle y el barco que zarpa, trataba de enlazar el sueño con la realidad.

Entonces despertó del todo: el hombre de Eritrea desapareció y fue olvidado al instante.

Quiso gritar «¿Hola?», pero fue incapaz de articular palabra. Si eran Jones y su grupo, no había motivo alguno para llamarlos: sabían dónde estaba y desde luego ella no sentía ninguna necesidad de intercambiar saludos con su ralea. Pero lo que estaba ahí fuera no se movía, no pensaba, como un ser humano.

Pero era al menos tan grande como un ser humano.

Recorría en círculos ese extraño arbusto que había aparecido en sus terrenos de caza, olisqueándolo, dándole golpecitos con sus zarpas. Y descubriendo que se venía abajo con bastante facilidad.

Era un oso (no podía ser otra cosa) y se acercaba a la parte trasera de la camioneta, donde estaba Zula.

Cuando se mudó de Iowa a Seattle, conduciendo un bonito U-Haul en miniatura cargado con la
Enciclopedia Británica
y otras cosas sin las que no podía pasar, Zula se desvió al norte de Idaho para visitar a su tío Jacob y su familia: su esposa Elizabeth, su hijo mayor Aaron, y otros dos hijos cuyos nombres, vergonzosamente, había olvidado. Casi toda la familia le había advertido que esperara encontrarse con gente rara de verdad, pero el tío Richard le aseguró que eran perfectamente normales. Lo que encontró, naturalmente, fue algo intermedio; o quizás aquellos aspectos de su vida que parecían normales solo hacían que las cosas raras parecieran más raras todavía. Elizabeth hacía sus tareas de la casa y llevaba a los niños al colegio con una Glock semiautomática en una pistolera negra sobre el corpiño de su vestido, que le llegaba hasta los talones. ¿O era una falda pantalón?

Fuera como fuese, durante la cena, acabaron hablando de osos. El tío Richard había advertido a Zula, una vez, que los osos eran el equivalente conversacional a los agujeros negros, en el sentido de que toda conversación que cayera en ese tema nunca salía de ahí. Considerando lo raros que eran los osos y los ataques realizados por los osos en el mundo real, Zula, la universitaria escéptica y racional, dudaba de la veracidad de la observación de Dodge. Tal vez a él le sucedía mucho, se dijo, porque había vivido aquel incidente en el pasado que la gente nunca se cansaba de escuchar. Pero luego lo vio suceder un par de veces, en las mesas de las cafeterías de los dormitorios universitarios: chicos de diecinueve años que no habían visto un oso en su vida y que de algún modo acababan desviándose a ese tema y seguían erre que erre hasta que todos se levantaban y se marchaban.

El tío Jacob había estado construyendo cabañas todo el día y tenía serrín en la barba. Estaba cansado y sus hijos lo distraían, reclamando toda su atención, y parecía querer una cerveza fría: una indulgencia que le prohibía su variante del cristianismo. Así que tardó un rato en mostrarse amable con Zula. Ella casi había empezado a preguntarse si no la aceptaba como verdadero miembro de la familia. Pero lentamente quedó claro a través del curso de la comida que solo tenía hambre. Y al final la cosa derivó en una conversación auténtica.

La cabaña tenía tres plantas, construidas sobre unos pequeños cimientos. El sótano era una zona de almacenamiento de comida que daba paso a un búnker subterráneo que Jake había excavado a mano y reforzado con hormigón. La planta baja estaba dedicada a las cosas prácticas: una especie de garaje/taller con rincones dedicados a asuntos prácticos como la matanza, el despiece, el envasado y la recarga de munición. La planta de arriba era un gran espacio de cocina/salón/comedor y la planta superior eran los dormitorios. Tanto la segunda como la tercera plantas tenían puertas correderas y ventanas que daban paso a zonas cubiertas de lo que Zula consideraba la parte trasera de la casa, ya que no daba a la carretera; pero pronto descubrió que Jake y Elizabeth la consideraban la delantera. Daba a una zona de terreno llano que se extendía unos ocho kilómetros cuadrados, escasamente poblada de árboles, que se elevaban contra la base de una empinada ladera, el acceso sur del monte Abandono. Un arroyo de montaña, el Prohibición, bajaba por aquella ladera y pasaba ante la cabaña, creando un hermoso sonido, camino a una laguna de castores a cosa de un kilómetro de distancia. Otros vecinos habían construido sus casas alrededor, formando una pequeña comunidad de cinco familias y un par de docenas de almas distribuidas por cinco kilómetros cuadrados de tierra llana y semiarable en la entrada de un valle fluvial que se extendía casi hasta Vado de Bourne.

Durante la cena, una tormenta bajó por el valle y los cubrió con unos truenos impresionantes y un súbito chaparrón que golpeteó sobre el techo de chapa. Un aire despejado vino detrás, y el sol salió y creó un arcoíris que parecía zambullirse en el valle. El olor de los cedros mojados por la lluvia entraba a través de la pantalla del porche. Jacob sirvió miel casera en el pan que Elizabeth había sacado del horno una hora antes. La vida de pronto era buena. Jacob le preguntó cómo iba el viaje y qué planes tenía para su nueva vida en Seattle y qué tipo de cosas le gustaba hacer en su tiempo libre. Ella mencionó varias actividades que, ya que eran urbanas y de alta tecnología, a Jacob parecieron entrarle por un oído y salirle por el otro. También mencionó ir de acampada. No es que le interesara demasiado. Lo había hecho con las girl scouts y en los viajes familiares. Parecía casi obligatorio que una persona joven y sana que se mudaba a Seattle dijera que le interesaba ir de acampada. Eso avivó el interés de Jacob, al menos, y hablaron un rato sobre el tema, dando vueltas al agujero negro que estaba allí sentado esperando pacientemente y luego, naturalmente, hablaron de osos. Jacob mencionó que quedaban muy pocos sitios por debajo del Cuarenta y Ocho que todavía tuvieran grizzlies, en oposición a los osos negros, y que el norte de Idaho era uno de ellos; estaban conectados, por las Selkirk y las Purcell, a una reserva mucho más grande de grizzlies que se extendía hasta las Rocosas canadienses y Alaska. Jacob abundó, un poco más de lo que a Zula le hizo gracia, en la idea de que los osos se sentían atraídos por las mujeres con el periodo y que no debería ir de acampada cuando estuviera menstruando. La parte moderna, feminista y universitaria pensó que era profundamente equivocado e inadecuado, la refugiada/huérfana/Forthrast lo interpretó de un modo algo más pragmático.

Aquello le sonaba a folklore. No es que fuera a ponerse a discutir con Jacob; un montón de cosas en las que él creía eran folklore, y cuanto más folklórico fuera, más a pies juntillas lo creía. No hacía falta ser muy inteligente para percibir que albergaba cierto rencor hacia la educación y la ciencia: a Zula ya le habían advertido que no mencionara, en su presencia, la posibilidad de que la tierra pudiera tener más de seis mil años de antigüedad.

No le resultó difícil. Había estado tratando con hombres así desde que vino a Iowa. Los hombres querían ser fuertes. Una forma de ser fuerte era ser sabio. En muchos temas, no era posible ser sabio sin tener una licenciatura, y hacer un posgrado. Las armas y la caza proporcionaban una salida a los hombres que querían ser sabios pero no podían permitirse pasarse las tres primeras décadas de sus vidas poniéndose al día en mecánica cuántica u oncología. Simplemente no podías ir a un campo de tiro sin que te acorralara un tipo que quería hablar contigo durante horas sobre la balística del calibre 308 o los méritos relativos de las escopetas de cañones yuxtapuestos a los de los superpuestos. Si no podías aguantar ese calor, tenías que salir de la cocina, y Zula se había metido de lleno al cruzar el umbral de la casa de Jacob y Elizabeth. Sonrió, asintió y fingió estar interesada en el conocimiento del tío Jacob sobre los osos hasta que tía Elizabeth terminó de acostar a los niños y vino al rescate.

De cualquier manera, en cuanto llegó a Seattle buscó en Internet (naturalmente) y encontró (naturalmente) mucha información contrapuesta de gente con diversos niveles de credibilidad científica. Acabó sin saber más que con la conversación con el tío Jacob, ciertamente. Y sin embargo la conexión con la sangre menstrual tuvo en ella grandes resonancias psíquicas (y por eso, claro, el mito estaba tan extendido en primer lugar), y por eso el amanecer en que estaba encadenada al pomo del tráiler bajo la camioneta y se dio cuenta de que lo que olisqueaba y arañaba era un oso, su cerebro fue directamente a su útero y se preguntó si podría haber perdido la cuenta de los días y había empezado a tener el periodo en mitad de la noche. Desde luego, no lo parecía. Era curioso cómo funcionaba el cerebro: incluso se permitió una breve excursión a la tierra meta/irónica preguntándose si alguien más en el mundo (en la historia) había corrido peligro con gangsters, terroristas y osos en el espacio de una sola semana. ¿Cuándo aparecerían los dinosaurios y los piratas?

Pero finalmente vio y compendió qué era lo que el oso estaba buscando y vio que toda la cadena de pensamientos referida a la sangre menstrual había sido un peligroso ejercicio de ensimismamiento. El oso venía por lo que los osos venían siempre: por la basura. Las bandejas vacías de raciones del ejército. Debido a las restricciones impuestas por la cadena en el tobillo y la pared de matorrales que la rodeaba, Zula no había podido eliminarlas como una buena chica exploradora, metiéndolas en una bolsa y colgándolas de un árbol lejos del campamento.

El animal parecía estar a poco más de un metro de ella, pero se dijo que su temor hacía que la distancia fuera aún menor. Le quedaba una bandeja más. Le quitó la tapa y la arrojó en dirección a aquel sonido jadeante, y luego se retiró bajo la camioneta.

Con las orugas de tanque el vehículo era absurdamente alto, los estribos a la altura de las caderas de Zula. No podía ponerse de pie debajo pero sí ponerse en cuclillas con la cabeza metida en el espacio entre el eje de transmisión y la carrocería. La parte inferior no estaba vacía, sino repleta de maleza, una mezcla de matorrales y pequeñas hojas de coníferas que habían atravesado los parachoques y se habían atascado allí. Permanecían erectas y tranquilas. Así que Zula quedó a la vez oculta en la maleza y refugiada bajo un camión, con la esperanza de que fuera suficiente para mantenerse fuera del alcance de los zarpazos del oso. Tenía la impresión de que era grande. Pero era normal que pensara eso. Quizás era demasiado grueso para querer meterse debajo de la camioneta: se contentaría con los bocados más fáciles de la ración que Zula había arrojado en su dirección. Desde luego, parecía estar disfrutándola. Zula trató de pensar qué haría si se arrastraba para alcanzarla. ¿Golpearlo en la nariz? No, se suponía que eso era lo que se hacía a los tiburones. Quizá no funcionara con un oso. Con los osos se suponía que había que parecer grande. No intentar huir. Esa parte estaba resuelta. Hacerse parecer grande era más difícil. La cadena en su tobillo tenía sus buenos seis metros de largo. Menos de la mitad habían sido utilizados para conectar su tobillo al pomo del tráiler. El resto se extendía por el suelo. Empezó a recoger la cadena, envolviéndola en su mano izquierda, convirtiéndola en un grueso bastón de acero. Su peso la desequilibró, y tuvo que extender la mano derecha para sujetarse contra el bastidor de la camioneta. Creía que sería sólido y fuerte, y en gran parte lo era: pero algo pequeño y débil se movió bajo su mano.

Se obligó a permanecer inmóvil. El oso seguía produciendo sonidos de satisfacción mientras engullía la mayor parte de la bandeja. Pero unos instantes más tarde también guardó silencio y se quedó quieto, como si escuchara, preguntándose por algo. El primer pensamiento de Zula fue que debía de haber hecho algún ruido o que un cambio en la brisa había traicionado su presencia.

El oso se puso en movimiento, y ella se encogió, pensando que podría estar dirigiéndose hacia ella, pero no era así. La luz de la mañana entraba ahora por la pantalla de camuflaje rota, y al agacharse, usando la mano en el bastidor para no perder el equilibrio, Zula se asomó entre las ruedas traseras de la camioneta y vio sus patas traseras (solo sus patas traseras) plantadas en el suelo. Se había alzado para olisquear el aire y escuchar. Dejó escapar una especie de ladrido indignado, luego cayó a cuatro patas y echó a correr.

Definitivamente, había algo bajo la mano derecha de Zula. Lo exploró con la yema de los dedos y descubrió que podía soltarlo haciendo fuerza contra el bastidor. Era una cajita de plástico.

Dejó que la cadena cayera en espiral de la otra mano y se arrastró bajo la camioneta hasta donde la luz era mejor.

La cajita era un esconde-llaves, con un imán en un lado. La abrió deslizando la tapa y encontró dos llaves unidas por una anilla. Una de ellas parecía una llave de contacto de repuesto para la camioneta. La otra era mucho más pequeña y parecía ser de un candado. La probó en el que le sujetaba la cadena al tobillo, pero ni siquiera entraba en el agujero: era de una marca diferente.

Sus ojos se dirigieron al candado de la caja de herramientas que Jones había tirado al suelo ayer.

Sonaron voces bajando la ladera. Probablemente el oso había reaccionado ante ellas. Zula se guardó las llaves en el bolsillo, luego se metió de nuevo bajo la camioneta y colocó la caja en su sitio contra el bastidor.

Eran Abdul-Wahaab y Sharif.

El candado abierto se había quedado medio pisoteado en el suelo. Zula lo recogió, le quitó la tierra y lo miró unos instantes. Entonces enganchó el aro en el último eslabón de la cadena y lo cerró.

Abdul-Wahaab y Sharif llegaron junto a ella. Zula esperó que se dieran cuenta de la diferencia en el camuflaje, de la bandeja rota con enormes agujeros de colmillos. No lo hicieron. Estaban agotados y tenían prisa. Y solo la querían a ella. Atravesaron la grieta en el camuflaje que había creado el oso. Sharif hincó una rodilla en tierra y abrió el candado que la tenía cautiva. Soltó la cadena que pasaba en torno al pomo del tráiler, luego la cerró de nuevo para que quedara fija a su tobillo. Sus ojos repararon un instante en el otro candado, el de la caja de herramientas, que colgaba del extremo de la cadena, pero no le dio importancia. No tenía la llave ni tiempo ni necesidad de entretenerse con eso ahora. Tras soltar la cadena del bastidor, se levantó, se apartó de la camioneta y le dio un tirón a la cadena, como si fuera la correa de un perro.

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