Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (94 page)

El portátil no era el mismo ordenador que Sharif había empleado en el avión. Este era parte del botín que había caído en manos de Jones junto con la caravana. Evidentemente, había conseguido obtener una conexión wi-fi del Walmart, ya que ahora mismo todo era cliquear y manejar el ratón: la típica conducta de navegar por la red. Hubo un momento cómico cuando al parecer se metió en la página web de un casino de Las Vegas, y la voz de Frank Sinatra resonó en los altavoces del ordenador, medio despertando a un par de hombres antes de que Jones encontrara el control del volumen y la hiciera callar.

Otra vez la extraña fijación con Las Vegas. Así que Jones se había puesto por fin a trabajar en lo suyo. Basándose en la conversación que había oído en Xiamen, Zula creía tener una idea bastante acertada de su plan: ir a un gran complejo de ocio en la Ciudad del Pecado y matar a tanta gente como fuera posible, igual que aquellos terroristas paquistaníes habían echo en los hoteles de lujo y la estación de ferrocarril de Bombay. La parte peliaguda era cruzar la frontera norteamericana con sus camaradas y su montón de armas. No es que no pudiera comprar armas en Estados Unidos, pero ya había sido testigo de suficientes cargas y descargas de material, a estas alturas, para tener una idea aproximada de su inventario, y pensaba que llevaban consigo ciertos artículos como armas automáticas y granadas de mano que serían difíciles de comprar incluso en la Dulce Tierra de la Libertad.

Jones reinició el portátil varias veces consecutivas, lo que la hizo pensar que debía de haber descargado e instalado nuevo software. Una deducción obvia fue que estaba manipulando la máquina de modo que pudiera comunicarse en secreto con sus camaradas yihadistas.

La naturaleza inherentemente soporífera de instalar software fue más fuerte que ella, así que cerró los ojos y cuando los abrió descubrió que ya era de día.

Jones se había quedado dormido donde estaba sentado, y Abdul-Wahaab manejaba ahora el portátil. Ershut estaba cocinando algo humeante; por el olor, Zula supo que era arroz. Poco después le sirvieron un poco en un cuenco de plástico decorado con florecillas. Se preguntó si estos tipos sabían que estaban a treinta metros de un supermercado que probablemente tenía cien veces el tamaño del más grande que habían visto en sus vidas.

Mientras se comía el arroz, un coche aparcó junto a ellos, haciendo que los hombres descorrieran un poco las cortinas y se asomaran. Parecían aprensivos y echaron mano a sus armas, luego sus expresiones mostraron su deleite. Mahir empezó a gritar lo grande que era Alá. Esto despertó a Jones, que se hizo cargo de la situación y le dijo a todo el mundo que se callara. Se levantó del gran sillón de capitán, bajó los escalones con las piernas entumecidas, descorrió el pestillo y abrió la puerta. Luego se hizo atrás para que tres hombres pudieran entrar en la caravana. Tenían barbas y sonreían de oreja a oreja. Jones los hizo callar e insistió en cerrar la puerta y echar el pestillo.

Entonces el lugar estalló con saludos apasionados y risas y muchas más abalanzas a Alá. Parecía que lo único que podía enturbiar los ánimos de estos hombres era la presencia de Zula, que les resultó sorprendente y tal vez incluso ofensiva cuando la advirtieron.

Los recién llegados parecían indios o paquistaníes y, como Jones, parecían usar el árabe como segunda o tercera lengua, lo que significaba que Jones acabó hablando en inglés con ellos. Lo hablaban muy bien y con un mínimo de acento. Zula pudo comprender que habían recibido un e-mail de Jones la noche pasada y que habían venido aquí (dondequiera que fuese «aquí») desde Vancouver en cuento pudieron. Los pelotas eran iguales en todas partes, según parecía: su miembro más charlatán, que seguía maniobrando para estar más cerca de Jones, seguía pidiendo disculpas por no haber llegado aún antes. Este hombre (Sharjeel era aparentemente su nombre) tenía el aspecto, la vestimenta y los modales de un estudiante universitario o un empleado de altas tecnologías occidentalizado. Al verlo, Zula solo pudo pensar en todos los surasiáticos no terroristas, felizmente integrados en la sociedad norteamericana, para quienes un gilipollas como Sharjeel era su peor pesadilla.

Tener delante a Sharjeel y sus amigos la hizo sentirse fatal, y tardó un rato en comprender por qué. Hasta ahora había parecido que solo sería cuestión de tiempo hasta que Jones y su grupo cometieran un error, llamaran la atención y fueran capturados. Jones había vivido en Estados Unidos, así que sabía cómo funcionaban las cosas en Norteamérica. Era bastante bueno imitando la forma de hablar de los negros americanos y era capaz de mostrarse encantador; evidentemente había engañado a los dueños de la caravana durante unos minutos antes de encañonarlos con un arma. Pero no podía estar despierto las veinticuatro horas, y no podía hacerlo todo. Sus camaradas, por contra, estaban ahora profundamente inmersos en una cultura donde no hablaban el idioma y no tenían ni idea de cuál era la conducta normal. Se las apañaban en los bosques, pero en un lugar como este ni siquiera podrían salir de la caravana.

Sharjeel y sus amigos eran enormemente útiles para Jones y por tanto un auténtico contratiempo para Zula.

Mostraron su utilidad inmediatamente. Uno de ellos se sentó en el enorme sillón giratorio propio del capitán Kirk. Pues Jones había propuesto entrar con Sharjeel en el Walmart y los otros recién llegados y quería que una persona que hablara inglés fuera su representante. Lo que quería decir que si algún otro aficionado a las caravanas o un segurata del Walmart se acercaban a llamar a la puerta para charlar, sería mejor que la persona que le respondiese no tuviera todavía el polvo del norte de Waziristán en los pliegues de su turbante.

Jones sacó una libreta Strawberry Shortcake de la guantera y empezó a escribir una lista de la compra. A veces escribía en silencio, a veces pensaba en voz alta.

—Aceite de cocina... repelente para los mosquitos... cerillas... Taladro inalámbrico...

—Tampones —exclamó Zula.

—¿De qué tipo? —preguntó Jones, sin pestañear—. Minis, regulares, súper, súper plus?

—¿Es que tienes novia?

—Te traeré un paquete múltiple y puedes entender que la respuesta es que no te importa —dijo Jones—. ¿Algo más del pasillo rosa y pastel?

—Toallitas de bebé, preferiblemente sin olor. Ropa interior. Un par de bragas donde no se hayan meado.

—¿Te valen pantalones cortos?

—Lo que sea. Y calcetines, por favor.

—Ah, de pronto utilizas la palabra mágica.

—Cualquier cosa del Walmart que veas que esté hecha de lana.

—Cualquier cosa del Walmart que veas que esté hecha de lana —repitió Jones fastidiosamente, mientras lo anotaba—. Harán falta varios camiones —entonces la miró—. ¿Algo más, o puedo volver a planear atrocidades?

—Como gustes.

Sharjeel los miraba incómodo.

Después de unos cuantos minutos, Jones, Sharjeel y uno de los recién llegados, que al parecer se llamaba Aziz, salieron por la puerta lateral y cruzaron el aparcamiento.

—Tu familia es muy simpática —dijo una voz en inglés, después de un rato.

Zula se había sumergido en una especie de estado semicomatoso, un abatimiento indiferente y apático en el que cada vez pasaba más tiempo últimamente. Como un ordenador que despierta de su estado de ahorro de energía, fue un poco lenta para girar la cabeza y despejar la pantalla y empezar a responder a los estímulos.

Al fondo de la caravana estaba el tercero de los recién llegados, el que ocupaba el gran sillón de capitán Kirk. Se había apoderado del portátil y al parecer estaba navegando. Zula supuso que debía de haberla buscado en Google o algo por el estilo.

Hizo falta toda la voluntad y el autocontrol que había estado desarrollando durante la última semana y media para no perder el control de sí misma. Lo único que lo impidió fue una especie de consciencia instintiva de que esto era probablemente lo que quería el tipo; intentaba decir lo más provocativo que se le ocurría. Daba vueltas y la pinchaba, intentando descubrir de qué estaba hecha. «Tu familia es muy simpática.» No podía creer que hubiera dicho eso. Qué gilipollas.

Pero ella había abierto esta puerta con su improvisación, unos cuantos días antes, justo después de que el avión se estrellara, cuando le reveló su nombre completo a Jones. Naturalmente, lo primero que habría hecho tras tener acceso a Internet habría sido averiguarlo todo sobre ella, su tío, su gran familia. Y probablemente había dejado una pista de favoritos en el portátil para que este tipo la siguiera. Tal vez incluso había creado una wiki de Zula donde los yihadistas de todo el mundo posteaban todos los datos que podían encontrar.

Así que esa era la situación. Zula encadenada por el tobillo, fuera del alcance del portátil. El hombre en el asiento del conductor mirando, imaginaba, las páginas de Facebook de sus primos, sus álbumes Flickr, las páginas web que pudieran haber creado durante la última semana en un esfuerzo por descubrir qué había sido de ella.

Diez segundos con ese portátil y podría hacer que la ira de Dios cayera sobre esta gente y acabara con todo. Un hecho que ellos comprendían perfectamente bien. De ahí la cadena. Un candado en el tobillo, el otro en la barra de la ducha.

Este último era especial en tanto Zula tenía una llave en el bolsillo.

Podía coger esa llave en cualquier momento y estar libre en cuestión de segundos. Libre para moverse dentro de la caravana, claro. Pero siempre había alguien despierto, alguien vigilándola. La llave era su única oportunidad. Tenía que utilizarla con inteligencia. Su primer movimiento tenía que ser un éxito.

El hombre del portátil la miró durante un rato, esperando una reacción. Entonces volvió su atención al ordenador. Lo pulsó y acarició durante unos momentos, luego alzó la cabeza y vio a Zula mirándolo. Abrió los brazos y cogió la máquina por los bordes, le dio media vuelta, y apuntó la pantalla hacia Zula. Desde casi la otra punta de la caravana ella no podía ver muy bien, pero sí pudo distinguir varias fotos de sí misma, que reconoció de la reunión y otros encuentros familiares. Sobre ellas había palabras en letras mayúsculas, ¿HAN VISTO A ESTA MUJER?, y un número de teléfono con un prefijo 712: el oeste de Iowa.

La mera visión de las fotos desde nueve metros de distancia provocó un mar de emociones en ella. Alegría y feroz orgullo porque su familia estaba en el caso. Enorme tristeza porque hubiera pasado todo esto. Ira porque el hombre intentaba utilizarlo para manipular su estado emocional. Vergüenza porque estaba, hasta cierto punto, consiguiéndolo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Puedes dirigirte a mí como Zakir —respondió él.

El hombre que deseaba que se dirigiera a él como Zakir era grande y patoso comparado con los demás yihadistas que Zula había encontrado últimamente. Probablemente trabajaba en un cubículo en su vida profesional. Miembro de un grupo de apoyo tecnológico en una compañía de seguros, decidió. Aburrido de su trabajo, incapaz de echarse novia, sintiéndose en conflicto por el modo en que se había vendido al sistema occidental, había entablado contacto de algún modo con un grupo de chalados afiliados a al-Qaeda durante una visita a la familia en Pakistán y acabó en una lista de tipos a los que llamar en Vancouver si el movimiento global necesitaba alguna vez ayuda sobre el terreno en esa zona. Y ahora estaba aquí, encantado de la vida. Sin duda sorprendido de que lo hubieran sacado de la cama a las tres de la madrugada y lo hubieran metido en un coche para este encuentro en el Walmart, mataba el tiempo haciendo la única cosa en la que era indudablemente bueno, jugar con los ordenadores.

Los que habían ido a comprar empezaron a regresar por turnos. Al parecer se habían dividido en el Walmart, cada uno con su propia lista. Aziz volvió con media docena de bolsas de plástico de la compra colgando de cada mano. Trabajo de mujeres. La mayoría de las bolsas contenía comida, pero también había adquirido una webcam barata, con forma de ojo, en su cajita de plástico, y un cable de extensión para su USB. Los artículos de higiene femenina estaban también dentro: los lanzó con disgusto por la caravana y rebotaron contra la pared del dormitorio y se detuvieron, algo abollados por las esquinas. Sharjeel entró con más artículos para acampar: sacos de dormir, tiendas, toldos, cuerdas, y diversos atuendos de lana. Le arrojó la ropa a Zula, luego regresó a la tienda. Quince minutos más tarde Jones y él regresaron, cada uno empujando un gran carro plano. Traían una Skilsaw, una taladradora inalámbrica, tornillos de construcción, material aislante, tablones, madera prensada. Una lámina de doce por veinticuatro habría molestado en los confines de la caravana, y por eso la habían cortado ya en piezas de doce por doce. Enviaron a Aziz al Walmart y regresó con un rollo de papel para techos negro y un paquete de plástico blanco, del tamaño de una bolsa de basura grande, con un dibujito de la Pantera Rosa: aislamiento de fibra de vidrio.

El grupo se dividió entonces: los amantes Mahir y Sharif salieron y subieron al coche con el triste Aziz, mientras que el grueso Zakir y el eficaz y retorcido Sharjeel se quedaban en la caravana. A una orden de Jones, Zakir giró en su sillón y puso en marcha el motor de la caravana y sacó el gran yate de tierra a la carretera. Jones abrió la Skilsaw. La caravana tenía un generador que daba corriente a las paredes. Descubrió cómo hacerla funcionar. Luego se puso a tomar medidas en el dormitorio del fondo, pasando amablemente junto a Zula cada vez que entraba o salía. Con un grueso lápiz de contratista de Walmart fue trazando largas líneas en los paneles de madera, luego conectó la Skilsaw y los cortó, dos cada vez, llenando los rincones de la caravana de serrín, humo y un chirrido insoportable. Llevó la madera cortada al dormitorio a medida que iba completando el trabajo, la colocó contra las ventanas, y luego usó la taladradora inalámbrica y su destornillador para atornillarlas a las paredes. Lo hizo todo con las cortinas cerradas para que desde fuera solo se vieran las cortinas corridas para disfrutar de intimidad.

En solo unos minutos, pudo atornillar las láminas de madera a todas las ventanas. Encargó a Sharjeel que fuera colocando más tornillos mientras él planeaba la siguiente fase de la operación. Sharjeel se puso a trabajar con afán, colocando los tornillos a intervalos de no más de cinco centímetros. Era una declaración: esos paneles no iban a soltarse.

Mientras tanto, Jones había estado cortando los tablones de madera. Los lanzó por la puerta, directamente hacia Zula como si fueran lanzas, y le indicó a Sharjeel que los atornillara a los bordes de los paneles de madera prensada. Esto lo hizo fatal. El procedimiento, como Zula podría haberle dicho, se llamaba clavar en oblicuo, y era peliagudo.

Other books

Silesian Station (2008) by David Downing
Space Cadets by Adam Moon
The Anatomy of Deception by Lawrence Goldstone
The Drowning House by Elizabeth Black
A Dangerous Harbor by R.P. Dahlke
Mission to Mars by Aldrin, Buzz


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024