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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (24 page)

Estaba acorralado. ¡El hombre volvía al establo y no había otra salida! Mi única esperanza era esconderme en el compartimiento del caballo, al fondo, entre las sombras más profundas, y esperar que no me descubriese. Me arrastré junto al costado del caballo, dándole palmaditas en el lomo sarnoso.

—Tranquilo, tranquilo —le susurré.

La puerta del establo se abrió. El hombre de Calcuta se detuvo en el umbral, escuchando, a unos pocos pasos de mí. No podía verlo, no podía oírlo, pero lo sentía, sentía su presencia oscura y silenciosa entre yo y la libertad. Recé para que la respiración sibilante del caballo cubriera la mía, y me arrodillé tratando de esconderme lo máximo posible. Acabé de rodillas bajo el caballo, mientras miraba entre sus trémulas patas negras, su cola grasienta formaba una cortina que evitaba que me descubriera.

No me atrevía a moverme. Estaba demasiado oscuro para ver algo, pero oí movimiento en el establo y al hombre murmurando en su lengua. Las rodillas se me estaban quedando empapadas y una peste atroz me subía por la nariz. Hice todo lo posible para no toser.

El hombre estuvo en el establo un par de minutos más, supongo. Pero a mí me parecieron horas. Un leve crujido me indicó que había salido y de repente ya no sentí su presencia. Aunque sabía que ya no estaba allí, le di tiempo para que se alejara. Cuando me decidí a salir cautelosamente de mi escondrijo, el caballo se estremeció de repente y un chorro de algo caliente me mojó toda la espalda.

Salí a toda prisa del escondrijo y, al levantarme, me di un golpe en la cabeza con una viga y me doblé de dolor. Vaya un desastre, pensé, agarrándome la cabeza y notando como el líquido apestoso me resbalaba por la camisa y los pantalones. ¿Por qué demonios me había metido en ese lío?

La cesta había desaparecido. El patio estaba vacío y el camino estaba libre. Me escabullí hasta la ventana del sótano. Susurré diversas veces el nombre de «¡Nick!», pero no hubo respuesta alguna. No se movía nada. No había luz.

Tenía que descubrir si Nick estaba a salvo. Tenía que arriesgarme a bajar al sótano por el fregadero. Me quedé helado cuando, al abrirla, la puerta rosa hizo un ruido contra el suelo, pero todo siguió tranquilo y en silencio. Y mientras me aventuraba, no vi a nadie de guardia, ni nada que bloqueara la trampilla que conducía al sótano de Nick. Descolgué una linterna que había en un clavo detrás de la puerta, fui hasta la trampilla, la abrí y me asomé por el agujero.

—¡Nick! —susurré.

Nada. Claro que ya sabía que no estaría allí. Nunca lo habrían dejado sin vigilancia y con la trampilla abierta de esa manera. Pero me tenía que asegurar. Indeciso, bajé un par de peldaños de la escalera.

—¡Nick! —grité—. ¡Soy yo!

Ningún sonido. Cuando la linterna iluminó tenuemente el sótano, me convencí de que allí no había nadie.

Entonces, ¿dónde estaba?

Bajé los dos últimos peldaños hasta el sucio suelo. Había traído aquella peste repugnante conmigo hasta el sótano, y al bajar la mirada, me di cuenta de que había ido dejando unos pequeños charcos bajo mis pies y paja amarilla esparcida por todo el suelo. Caminé con mucha cautela, por si el hombre de Calcuta había dejado suelta la serpiente por allí, y durante los primeros minutos avancé lentamente, observando y escuchando por si algo se movía. No había nada, estaba claro que el hombre de Calcuta se había llevado la serpiente antes de irse, tras haber visto que no había nadie a quien morder.

Tampoco había ninguna pista que me pudiera decir dónde se había metido Nick, ninguna nota, nada extraño. En una esquina había una cama baja, y una mesa vacía en medio de la habitación, con un cabo de vela en un plato viejo lleno de cera. Lo único que descubrí fue un pañuelo arrugado, encima de las sábanas, manchado de sangre seca. ¿Qué historia habría detrás de aquello?, me pregunté con súbito recelo.

Pero cualquier otro pensamiento que pudiera tener se esfumó al oír unas voces arriba, en el patio, y una de ellas era, sin lugar a dudas, la voz de la señora Muggerage.

¡Estaba atrapado de nuevo! De repente me di cuenta de que había dejado abierta la puerta del fregadero y de que no tenía tiempo de cerrar la trampilla en lo alto de la escalera. ¡Eso me delataría! Pensé rápido y tiré algunas cosas al suelo de cualquier manera, arrugué las sábanas, volqué la vela, abrí de par en par las puertas de armario, tumbé un par de botellas, finalmente apagué la linterna y me metí debajo de la cama desvencijada.

Se oyó un gran estrépito en el piso de arriba, y justo cuando me escondía, un rayo de luz entró la habitación y oí la voz de la señora Muggerage.

—Muy bien, sal de ahí, ¡seas quien seas! ¡Te hemos pillado!

Hubo silencio durante un par de segundos.

—Baja a mirar quién hay —ordenó. Y entonces, inesperadamente, sonó la voz de Nick.

—Pero qué pasará si me…

—¡Cierra la boca y baja!

Se oyó una serie de golpes, como si alguien bajara los peldaños a trompicones.

—Aquí no hay nadie.

—¿Qué? —exclamó la señora Muggerage en su típico tono despectivo.

—Está vacío —insistió la voz de Nick—. Aquí no hay nadie.

Aguanté la respiración al notar que Nick se acercaba a los pies de la cama.

—Alguien ha entrado buscando algo. Pero ya se ha ido.

Se oyeron los sonoros pasos de la señora Muggerage, que bajaba a comprobarlo con sus propios ojos. Al final la oí gruñir decepcionada.

—Vaya —dijo—. Ahora quédate aquí. Voy a atrancar la trampilla con el barril y como te oiga decir algo, te… —Dejó a medias la amenaza.

La trampilla se cerró con gran estruendo y oí suspirar a Nick. La cama crujió cuando se sentó en ella y entonces se oyó el ruido del barril al ser arrastrado hasta tapar la trampilla. Oí la nariz de Nick. Primero me pensé que estaba olisqueando y que había notado la peste a estiércol de caballo, pero en seguida me di cuenta de que estaba llorando. Me quedé quieto oyéndolo llorar, sin atreverme a moverme.

—¡Nick! —susurré finalmente.

La cama soltó otro crujido cuando Nick se levantó de golpe, asombrado.

—Nick, soy Mog —le dije en un murmullo—. Estoy debajo de la cama. ¡Chist!

Tratando de hacer el menor ruido posible, me arrastré hasta asomar la cabeza y después me senté en el suelo, parpadeando.

—Mog. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué te has…?

—Escucha —lo interrumpí—, el hombre de Calcuta ha estado aquí. He visto cómo soltaba la serpiente en el sótano. Iba a por ti, Nick, o a por cualquier persona de la casa. —Me levanté y me senté en la cama, para no tener que susurrar tan fuerte—. Acaba de irse —añadí—: Un par de minutos antes y lo habrías pillado.

—Mog —dijo Nick, olfateando—, apestas. ¡Otra vez!

—Ya lo sé, me tuve que esconder debajo del caballo. ¿Dónde estabas?

—Es una larga historia. —Nick se limpió la nariz con la manga, y después los ojos—. ¿Cómo conseguirás salir de aquí ahora?

No lo había pensado. Me había quedado tan aliviado al ver a Nick a salvo, que ni me había fijado. Además tenía más ganas de oír su historia que de preocuparme por cómo saldríamos de allí.

—¿Nos puede oír la señora Muggerage? —le pregunté.

—No si hablamos en voz baja.

Decidí que lo mejor sería intentar empezar por el principio. Le expliqué lo de la mordedura de la serpiente, lo de la casa de al lado de la imprenta, lo de la estatuilla del elefante y el escondrijo en la pared, y lo de la última nota que me había dejado el hombre de Calcuta.

—Está buscando a tu padre —afirmé—. He estado pensando en la otra nota que me dejó. Y estoy seguro de que cuando escribió «le haré ver la muerte en breve», se refería al contramaestre.

Un ruido inesperado en el piso de arriba nos hizo dar un bote a los dos; me callé al instante y nos quedamos escuchando, pero sólo había sido la señora Muggerage dando un portazo.

—Pensé que era mi padre que entraba —dijo Nick—. Anoche llegó muy enfadado, sobre todo por tu culpa. Piensa que eres un espía de Coben. No paró de preguntarme cosas sobre ti y le dije que eras el hijo de un artesano que hacía sillas de montar, y que te llamabas Jake. Me dio una buena zurra, Mog, pensaba que iba a matarme. —Se volvió a frotar los ojos—. No se creyó ni una sola palabra de todo lo que le dije. ¡Oh, cómo odio a mi papá, Mog! ¡Lo odio tanto!

Nick estaba a punto de ponerse a llorar otra vez. Recordé lo que me había dicho el otro día, cuando lo conocí y me confesó que mi vida debía de ser mucho mejor, aunque no tuviera padres. Al principio creí que se preocuparía al saber que su padre estaba en peligro, pero entonces empecé a darme cuenta realmente de lo que sería tener un padre como el contramaestre.

Estuvo en silencio durante unos momentos, reprimiendo las lágrimas.

—¿Y dónde has estado? —le pregunté al final.

—Mamá Muggerage le ha explicado que últimamente no he parado de escaparme —continuó, limpiándose la nariz— y esta tarde me ha venido a buscar y me ha dicho que si era tan bueno metiéndome por las ventanas, podía acompañarlo para ayudarlo en una cosa. Me ha llevado a una casa donde dijo que Coben había vivido, supongo que debía ser a casa de Jiggs, donde te llevaron y te encerraron. Y me ha hecho entrar por una ventana rota para ver si encontraba el camello. Para poder entrar he tenido que romper un poco más el cristal, y me he hecho un corte en la pierna. Y me ha ordenado que buscara un montón de papeles. Dice que necesita tenerlos y que yo tengo que encontrarlos. Pero no había ni rastro de los papeles, Mog. Ya sabía que no estaban allí, pero no podía decírselo, ¿verdad?

—¿Cómo sabías que no estaban allí?

—¿Cómo? Vaya, pues porque tú te los llevaste, ¿no es verdad?

—Claro —exclamé, dándome cuenta de repente—, supongo que sí. Pero, ¿sabes, Nick? ¡Se han esfumado!

—¿Quién se ha esfumado?

—Nadie… Los papeles se han esfumado, quiero decir. —Me sentí avergonzado. Después de todos los temores de Nick sobre si la imprenta era un lugar seguro, yo tenía que admitir que las pruebas más importantes del caso habían desaparecido delante de mis narices—. Me los han robado —dije tímidamente—. Y también me han robado… —Me mordí la lengua, pensando que si le hablaba de mi caja de tesoros, Nick pensaría que yo era un idiota sensiblero—. Y también me han robado otras cosas que guardaba en la habitación —añadí vagamente—. Se las debe haber llevado el hombre de Calcuta. Seguro que ha entrado a través de la pared.

Teníamos tantas cosas que explicarnos en tan poco tiempo que, en ese momento, ninguno de los dos entendía lo que el otro decía. La señora Muggerage no le había dejado ninguna lámpara, pero, por lo menos, había encendido la vela, y bajo la luz parpadeante le pude ver la cara, con las lágrimas secas brillándole en las mejillas.

—Bueno —dijo finalmente—. Coben ya no vive allí, por supuesto, seguramente ya debe de estar en Francia. Y como no encontré nada, papá me dio otra paliza, como si fuera culpa mía que Coben se hubiese escapado. Es un estúpido, Mog.

—Anoche vi a Coben —le dije lentamente—. En Las Tres Amigas.

Nick se quedó boquiabierto.

—¿También fuiste allí?

Le expliqué lo del carruaje y la conversación que mantuvo Coben con el hombre que llamaban Su Señoría.

—Estaba nervioso, Nick, de verdad. Ese Su Señoría debe ser alguien terrible. Y Coben le habló de…

«Le habló de Damyata», estuve a punto de decir. Pero algo me hizo morderme la lengua. Hasta el momento le había explicado a Nick todo lo que había descubierto. Había confiado en él, tenía que confiar en alguien, era la única manera de evitar enloquecer. Pero en mi interior había algo que me decía que ese detalle me lo tenía que reservar. Sólo ese nombre. Sólo por el momento.

Nick estaba tan interesado que no se dio cuenta de que había callado dejando la frase a medias.

—¿Y qué hizo Coben después? —me preguntó.

—No sé —continué sin demasiada convicción. Ya no me quedaba más historia que contar—. Se perdió en la oscuridad. No pude seguirlo.

Nick me miraba fijamente.

—Tú has pasado por muchas más aventuras que yo —dijo, y sorbió con fuerza. Me miró de nuevo—. Tienes el cabello mojado —dijo—, y la ropa. ¿Qué diantre te ha pasado?

—Ya te lo he explicado —repliqué—. Me he tenido que esconder debajo del caballo en el establo de aquí enfrente.

—Todavía no… —empezó a decir, y entonces se detuvo. Una expresión de horror le atravesó el rostro, al darse cuenta de lo que me había pasado, y entonces no pudo contener la risa.

Yo tampoco pude reprimir las carcajadas, pero recordé que arriba estaba la señora Muggerage.

—Chissst —susurré.

Nick fue a por una vieja toalla, me la lanzó y yo, muy agradecido, me limpié lo mejor que pude.

—Toma, ponte esto —me dijo, y sacó unos pantalones y una vieja camisa marrón.

Con una mueca de disgusto, me saqué la camisa sucia por la cabeza. Mientras lo hacía, se oyó un ruido inesperado y la cara de señora Muggerage asomó por la trampilla. Me lancé debajo de la cama y Nick se levantó al instante.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó un poco demasiado rápido.

—¿Quién más hay aquí abajo? He oído susurros… y risas —añadió secamente, como si la parte de las risas fuera el peor crimen imaginable.

—No hay nadie. De verdad.

Un pie apareció en el primer peldaño. Yo aguanté la respiración.

—He estado escuchando, Nick, y has estado hablando con alguien. Es ese chico impertinente, ese tal Jake, ¿verdad? ¿Cómo ha conseguido entrar?

Bajó las escaleras pisando con fuerza.

—Aquí no hay nadie, mamá —protestó Nick, con voz temblorosa de miedo. No había tenido suficiente tiempo para esconderme por completo debajo de la cama, y esperaba desesperadamente que no me viera.

—A mí no me mientas —le soltó la corpulenta mujer.

—No le miento, mamá, de verdad. No es necesario que baje. De verdad.

—Ya te he advertido suficientes veces, Nicholas —gruñó. Su voz sonaba amenazadora, de una forma que nunca había oído sonar una voz de mujer—. Ya has dicho suficientes mentiras estos días, rata sarnosa. Una mentira más, y verás, querido Nick. —Llegó al final de la escalera—. Vamos. ¡Otra mentira más!

A la señora Muggerage le pasaba algo muy curioso cuando se ponía realmente furiosa. Entre otras cosas, parecía crecer en volumen, hasta acabar tapando cualquier objeto que hubiera a la vista, como si alguien la inflara por detrás. Y los músculos se le tensaban, el cuello se le agarrotaba, la cabeza la temblaba ligeramente y los ojos se le ponían vidriosos. Era como si, en un instante, se le borrara hasta el último rasgo de humanidad y se convirtiera en un animal, o incluso en una máquina, perfectamente adaptada para la violencia.

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