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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Punto crítico (4 page)

—¿Marder?

—John Marder supervisó el proyecto del avión de fuselaje ancho antes de que lo nombraran jefe de operaciones. Así que probablemente se trata de un incidente con el N-22.

Redujo la velocidad y aparcó a la sombra del edificio 64. El hangar gris se alzaba ante ellos, con ocho plantas de altura y más de un kilómetro de longitud. Frente al edificio, el asfalto estaba salpicado de tapones desechables para los oídos. Los mecánicos los usaban para que las reMachadoras no los dejaran sordos. Cruzaron la puerta lateral y entraron en un pasillo que bordeaba el perímetro del edificio. El pasillo estaba jalonado de máquinas expendedoras de alimentos, reunidas en pequeños grupos cada trescientos o cuatrocientos metros.

—¿Tenemos tiempo para un café? —preguntó Richman. Casey negó con la cabeza.

—No está permitido tomar café en la planta.

—¿No se puede beber café? —gruñó Richman—. ¿Por qué no? ¿Porque se produce en el extranjero?

—Porque es corrosivo. No es bueno para el aluminio.

Casey guió a Richman por otra puerta, hasta la línea de montaje.

—¡Caray! —exclamó Richman.

Los inmensos reactores de fuselaje ancho, parcialmente montados, resplandecían bajo luces halógenas. Quince aviones en diversos estadios de construcción estaban dispuestos en dos largas filas bajo el techo abovedado. Directamente encima de ellos, Casey vio a los mecánicos que instalaban las puertas de las bodegas. Los cilindros del fuselaje estaban rodeados de andamios. Detrás del fuselaje se alzaba una selva de grúas gigantescas pintadas de color azul oscuro. Richman pasó por debajo de una de ellas y miró hacia arriba, boquiabierto. Era ancha como una casa y alta como un edificio de seis plantas.

—Increíble —dijo. Señaló hacia una superficie ancha y plana en la parte superior—. ¿Eso es el ala?

—El estabilizador vertical —respondió Casey.

—¿El qué?

—La cola, Bob.

—¿Eso es la
cola
? —preguntó Richman. Casey asintió con un gesto.

—El ala está allí —dijo, señalando hacia el otro extremo de la planta—. Tiene setenta metros de largo, casi tantos como un campo de fútbol.

Sonó un claxon. Una de las grúas comenzó a moverse. Richman se volvió para mirar.

—¿Es la primera vez que visitas la planta?

—Sí… —Richman giró sobre los talones, mirando hacia todas partes—. Impresionante.

—Son aparatos muy grandes —asintió Casey.

—¿Por qué son de color verde lima?

—Pintamos los elementos estructurales con una capa de resina para evitar la corrosión. Y también los paneles de aluminio, por si se golpean durante el montaje. Están muy pulidos y son muy caros. De modo que dejamos la capa de resina hasta que llega el momento de meterlos en la cámara de pintura.

—No se parece en nada a General Motors —dijo Richman, todavía girándose para mirar alrededor.

—Claro que no —dijo Casey—. Comparados con estos aviones, los coches parecen juguetes.

Richman se volvió, asombrado.

—¿Juguetes?

—Piénsalo —dijo ella—. Un Pontiac tiene cinco mil piezas, y puede montarse en dos turnos de trabajo. Dieciocho horas. Eso no es nada. Estos cacharros —señaló los aviones que se alzaban sobre ellos— son criaturas completamente distintas. El reactor de fuselaje ancho tiene un millón de piezas y tarda setenta y cinco días en montarse. Ningún otro producto manufacturado en el mundo presenta la complejidad de un avión comercial. No hay nada que se le acerque siquiera. Y no se fabrica ninguna máquina que dure tanto tiempo. Coge un Pontiac, úsalo todo el día, todos los días, y verás lo que pasa. Se desmontará en unos pocos meses. Pero nosotros diseñamos nuestros reactores para que vuelen sin problemas durante veinte años y para que duren el doble del período de servicio activo.

—¿Cuarenta años? —preguntó Richman con incredulidad—. ¿Los construyen para que duren cuarenta años?

Casey asintió.

—Todavía hay muchos N-5 en servicio en el mundo, y dejamos de fabricarlos en 1946. Tenemos aviones que han cuadruplicado el tiempo programado, y eso equivale a ochenta años en activo. Los aviones de Norton pueden hacerlo. Los Douglas también. Pero nadie más construye aviones así. ¿Entiendes?

—¡Guau! —exclamó Richman, y tragó saliva.

—A esta sección la llamamos el aviario —dijo Casey—. Los aviones son tan grandes que es difícil tomar conciencia de las proporciones. —Señaló un avión a la derecha, donde pequeñas cuadrillas de obreros trabajaban en diversas posiciones. Las luces de las lámparas portátiles destellaban en el metal—. No parece que haya muchos trabajadores, ¿verdad?

—No; no lo parece.

—Pues probablemente hay doscientos mecánicos trabajando en ese avión, los suficientes para llevar una línea entera de montaje de automóviles. Pero ésta es sólo una sección de una línea, y tenemos quince en total. Ahora mismo hay quince mil personas en este edificio.

El muchacho cabeceaba, asombrado.

—Parece casi vacío.

—Por desgracia —dijo Casey—, está casi vacío. La línea de montaje del fuselaje ancho está trabajando al sesenta por ciento de su capacidad, y tres de esos pájaros son «colas blancas».

—¿Colas blancas?

—Aviones que construimos sin que los encargue un cliente. Fabricamos a un ritmo mínimo para mantener la línea abierta, y no tenemos todos los pedidos que necesitamos. La zona del Pacífico es el sector de mayor crecimiento, pero ahora que Japón atraviesa una etapa de recesión, tampoco nos llegan pedidos de allí. Y las compañías aéreas mantienen sus aviones en servicio durante el máximo tiempo posible. De modo que hay mucha competencia. Por aquí. —Casey comenzó a subir rápidamente por una escalera. Richman la siguió con pasos sonoros. Llegaron a un rellano, y subieron otro tramo de escalera—. Te explico todo esto para que entiendas el motivo de esta reunión. Construimos aviones fantásticos. Nuestros empleados están orgullosos de lo que hacen. Y no les gusta que las cosas salgan mal.

Llegaron a un pasadizo estrecho situado encima de la planta de montaje y se dirigieron hacia una sala con paredes de cristal que parecía suspendida en el aire, debajo mismo del techo. Al llegar a la puerta, Casey abrió.

—Aquí la tienes —dijo—. La sala de batalla.

7:01 H
SALA DE BATALLA

Casey la vio con los ojos de Richman, como si fuera la primera vez: una amplia sala de reuniones con moqueta gris, una mesa redonda de formica, sillas tubulares de metal. Las paredes estaban empapeladas con boletines del consejo, mapas y diagramas técnicos. La pared del fondo era de cristal y daba a la línea de montaje. Allí había cinco hombres en mangas de camisa y corbata, una secretaria con un bloc de notas, y John Marder, que llevaba un traje azul. Le sorprendió que estuviera presente. Los jefes de operaciones rara vez presidían una reunión de la CEI. Marder tenía unos cuarenta y cinco años y era un hombre serio, de mirada penetrante, con el cabello castaño y lacio. Parecía una cobra a punto de atacar.

—Éste es mi nuevo ayudante, Bob Richman —presentó Casey. Marder se levantó al instante.

—Bienvenido, Bob —saludó y estrechó la mano del chico. Esbozó una sonrisa peculiar. Al parecer, Marder, con su fino olfato para la política empresarial, estaba dispuesto a adular a cualquier miembro de la familia Norton, incluso a un sobrino postizo. Casey se preguntó si el muchacho sería más importante de lo que parecía. A continuación presentó los demás asistentes a Richman—. Doug Doherty, a cargo de estructura y mecánica. —Señaló a un hombre rechoncho de cuarenta y cinco años, con un vientre prominente, piel picada de viruela y gafas con cristales de culo de botella. Doherty vivía en un permanente estado de melancolía: hablaba con tono monótono, e invariablemente informaba de que todo iba de mal en peor. Aquella mañana llevaba una camisa a cuadros y una corbata a rayas; debía de haber salido de casa sin que su esposa lo viera. Doherty saludó a Richman con una triste y meditabunda inclinación de cabeza—. Nguyen Van Trung, aviónica. —Trung tenía treinta años, y era delgado, silencioso y reservado. A Casey le caía bien. Los vietnamitas eran los mejores trabajadores de la fábrica. Los técnicos de aviónica eran especialistas en informática y se ocupaban de los sistemas computarizados del avión. Constituían la nueva generación de obreros de la Norton: jóvenes con estudios y buenos modales—. Ken Burne, grupo motor. —Kenny, un pelirrojo con la cara llena de pecas, tenía la costumbre de sacar la barbilla hacia adelante, como si estuviera siempre listo para pelear. Famoso por su afición a los tacos y los insultos, su mal genio le había valido el mote de «Burne, el Blando», por el que lo conocía todo el mundo en la fábrica—. Ron Smith, electricidad. —Calvo y retraído, jugaba nerviosamente con los bolígrafos que llevaba en el bolsillo. Ron era extremadamente eficaz; daba la impresión de que llevaba los planos de los aviones grabados en la cabeza. Pero era muy tímido. Vivía en Pasadena con su madre inválida—. Mike Lee, que representa a la compañía aérea. —Un elegante señor de cincuenta años, cabello gris muy corto, americana azul y corbata a rayas. Mike, general retirado, era ex piloto de las Fuerzas Aéreas y en la actualidad representante de TransPacific en la fábrica—. Y Barbara Ross, con el bloc de notas. —La secretaria de la CEI tenía cuarenta y tantos años y un problema de peso. Miraba a Casey con manifiesta hostilidad. Pero Casey no le hacía el menor caso. Marder señaló un asiento al joven Richman, y Casey se sentó a su lado—. En primer lugar, debo decir que Casey representa a CC ante la CEI —anunció Marder—. Teniendo en cuenta su eficacia en el asunto de Fort Worth, de ahora en adelante será nuestro enlace con la prensa. ¿Alguna pregunta?

Richman parecía azorado y sacudía la cabeza. Marder se giró hacia él y aclaró:

—El mes pasado, Singleton hizo un excelente papel ante la prensa después de un aterrizaje denegado en Fort Worth, Dallas. De modo que se ocupará de cualquier contacto con la prensa. ¿De acuerdo? ¿Entendido? Empecemos. ¿Barbara? —La secretaria repartió un informe, compuesto de varias hojas grapadas, entre los asistentes—. El vuelo 545 de TransPacific salió del aeropuerto de Kaitak, Hong Kong, a las 22.00 horas de ayer. Realizó un despegue normal y un viaje normal hasta aproximadamente las 5.00 horas de esta mañana, cuando el avión se ha encontrado con lo que el comandante ha descrito como violentas turbulencias…

Se oyeron varios gruñidos en la sala.

—¡Turbulencias! —protestaron los ingenieros, sacudiendo la cabeza.

—… violentas turbulencias que han producido oscilaciones extremas de altitud en el vuelo.

—¡Venga ya! —exclamó Burne.

—El avión —prosiguió Marder— ha hecho un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Los Ángeles, donde lo esperaban numerosas unidades médicas. El informe preliminar arroja una cifra de cincuenta y seis heridos y tres muertos.

—Es terrible —dijo Doug Doherty con su característica voz triste y monótona, parpadeando detrás de sus gruesas gafas—. Supongo que ahora el consejo se nos echará encima.

Casey se inclinó hacia Richman y murmuró:

—El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte siempre mete las narices cuando hay víctimas.

—En este caso no —precisó Marder—. Se trata de una compañía aérea extranjera, y el incidente ocurrió en el espacio aéreo internacional. Además, el Consejo de Seguridad está ocupado con el accidente de Colombia. Creemos que nos dejarán tranquilos.

—Turbulencias… —repitió Kenny Burne con tono burlón—. ¿Alguna confirmación?

—No —respondió Marder—. Al producirse el incidente, el avión volaba a treinta y siete mil pies de altura. Ningún otro aparato ha informado de problemas meteorológicos a esa altitud y posición.

—¿Y los mapas meteorológicos por satélite? —preguntó Casey.

—Están en camino.

—¿Y qué hay de los pasajeros? ¿El comandante ha anunciado algún problema? ¿La señal de abrocharse los cinturones estaba encendida?

—Nadie ha entrevistado a los pasajeros todavía. Pero, según los datos de que disponemos hasta el momento, no ha habido ningún anuncio.

Richman parecía perplejo otra vez. Casey garabateó una nota en su bloc amarillo, una frase inclinada para que pudiera leerla: «No hubo turbulencias».

—¿Hemos entrevistado al comandante? —preguntó Trung.

—No —respondió Marder—. La tripulación ha tomado otro vuelo y ha salido inmediatamente del país.

—¡Genial! —exclamó Kenny Burne, arrojando el lápiz sobre la mesa—. ¡Sencillamente genial! El típico caso del atropello y fuga.

—Un momento —intervino Mike Lee con frialdad—. En representación de la compañía, creo que debemos reconocer que la tripulación se ha comportado de manera responsable. En este país no tienen ninguna obligación legal, pero en Hong Kong están expuestos a una demanda de las autoridades de aviación. Han vuelto a su país para afrontar las posibles responsabilidades legales, como corresponde.

Casey escribió: «Tripulación no disponible».

—¿Sabemos quién era el piloto? —preguntó Ron Smith con timidez.

—Sí —respondió Mike Lee. Consultó una libretita encuadernada en piel—. Se llama John Chang. Cuarenta y cinco años, residente en Hong Kong, seis mil horas de vuelo. Es comandante de TransPacific para el N-22. Muy competente.

—¿Ah, sí? —dijo Burne, inclinándose sobre la mesa—. ¿Y cuándo hizo el último cursillo de actualización?

—Hace tres meses.

—¿Dónde?

—Aquí mismo —respondió Mike Lee—. En los simuladores de vuelo de la Norton, con instructores de la Norton.

Burne se apoyó contra el respaldo de su silla y soltó un gruñido.

—¿Y qué reputación tiene? —preguntó Casey.

—Excelente —contestó Lee—. Si quieres, puedes leer su expediente.

Casey escribió: «No hubo error humano».

—¿Cree que podríamos entrevistarnos con él, Mike? —preguntó Marder a Lee—. ¿Hablará con nuestro representante en Kaitak?

—Estoy seguro de que la tripulación está dispuesta a cooperar —dijo Lee—. Sobre todo si les enviáis las preguntas por escrito… Confío en tener las respuestas en un plazo de diez días.

—Hummm —masculló Marder—. Demasiado tiempo…

—A menos que consigamos entrevistar al piloto —terció Van Trung—, tendremos problemas. El incidente ha ocurrido una hora antes del aterrizaje. El registrador de voces de la cabina de vuelo sólo conserva los últimos veinticinco minutos de conversación. De modo que en este caso el CVR es inútil.

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