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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Punto crítico (2 page)

—¿Necesitan también personal médico de emergencia? ¿Qué clase de lesiones han sufrido los heridos?

—No estoy seguro.

Levine, con un gesto, indicó a Marshall que siguiera interrogando al piloto.

—¿Puede darnos un cálculo aproximado del número de heridos?

—Lo siento. No es posible.

—¿Alguna persona ha perdido el conocimiento?

—No, no lo creo —respondió el piloto—. Pero dos han muerto.

—¡Mierda! —exclamó Jane Levine—. Menos mal que ha tenido la amabilidad de contárnoslo. ¿Quién demonios es este tipo?

Marshall tocó una tecla del panel, abriendo un cuadro de datos en la esquina superior de la pantalla. El cuadro especificaba el personal del vuelo 545 de TransPacific.

—Comandante John Chang. Piloto de TransPacific.

—Ya está bien de sorpresas —dijo Jane Levine—. Pregúntale si el avión está en buen estado.

—TPA 545, ¿cuál es el estado del avión? —preguntó Marshall.

—La cabina de pasajeros ha sufrido daños —respondió el piloto—. Pero son daños sin importancia.

—¿Cuál es el estado de la cabina de vuelo? —preguntó Marshall.

—Cabina de vuelo operativa. FDAU normal. —Se refería a la unidad de adquisición de datos, que detecta fallos en la aeronave, y si ésta indicaba que todo estaba en orden, seguramente así era.

—Tomo nota, 545 —dijo Marshall—. ¿Cómo se encuentra la tripulación de vuelo?

—El comandante y el primer oficial están bien.

—545, ha dicho que había heridos entre la tripulación.

—Sí. Dos azafatas han resultado heridas.

—¿Puede especificar la naturaleza de las heridas?

—Lo siento. No. Una ha perdido el conocimiento. La otra, no lo sé.

Marshall sacudió la cabeza.

—Acababa de decirnos que nadie había perdido el conocimiento.

—Yo no me trago nada de esto —dijo Levine. Levantó el teléfono rojo—. Pon una brigada contra incendios en alerta uno. Llama a las ambulancias. Pide especialistas en neurología y traumatología, y que el departamento médico avise a los hospitales de la zona oeste. —Echó un vistazo a su reloj—. Yo llamaré a la Oficina Regional de Control Aéreo. Esto les dará el día.

5:57 H
AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES

Daniel Greene era el oficial de servicio en la Oficina Regional de Control Aéreo de la FAA, en Imperial Highway, a setecientos metros del aeropuerto de Los Ángeles. La oficina regional supervisaba las operaciones de vuelo de todas las compañías aéreas comerciales, controlando todos los detalles, desde el mantenimiento de los aparatos hasta la preparación de los pilotos. Greene había llegado temprano para poner orden en su escritorio; su secretaria se había largado la semana anterior, y el jefe de personal se había negado a reemplazarla, aduciendo que, por imposición expresa de Washington, debían aprovecharse las bajas. De modo que Greene puso manos a la obra, farfullando por lo bajo. El Congreso había recortado el presupuesto de la FAA, la Administración Federal de Aviación, exigiéndoles que hicieran más por menos, pretendiendo hacerles creer que el problema estribaba en la productividad y no en la sobrecarga de trabajo. Pero el número de pasajeros aéreos aumentaba en un cuatro por ciento anual, y la flota comercial no rejuvenecía. La combinación de ambos factores repercutía en un mayor trabajo en tierra. Por supuesto, la oficina regional no era la única que tenía que apretarse el cinturón. Hasta el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte estaba en quiebra; el consejo sólo obtenía un millón de dólares al año para la prevención de accidentes aéreos y…

Sonó el teléfono rojo de su escritorio, la línea de emergencia. Levantó el auricular. Era una mujer de la torre de control de tráfico aéreo.

—Acaban de informarnos de un incidente en un vuelo entrante de una compañía extranjera —anunció.

—Ajá. —Greene cogió un bloc de notas. La palabra «incidente» tenía un significado especial para la FAA: correspondía a la categoría inferior de problemas que debían comunicar las compañías. Los «accidentes» incluían muertes o daños estructurales en el avión, y siempre eran graves. Con los incidentes, en cambio, nunca se sabía—. Adelante.

—Es el vuelo 545 de TransPacific, procedente de Hong Kong con destino a Denver. El piloto ha solicitado permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Los Ángeles. Dice que han encontrado turbulencias durante el vuelo.

—¿El avión está en condiciones de navegar?

—Eso han dicho —respondió Levine—. Tienen heridos y han solicitado cuarenta ambulancias.


¿Cuarenta?

—También tienen dos fiambres.

—Genial. —Greene se puso en pie—. ¿Cuándo llegarán aquí?

—Dentro de dieciocho minutos.

—¡Dieciocho minutos! ¡Joder! ¿Cómo es que me entero tan tarde?

—Eh, el comandante acaba de avisarnos a nosotros, y nosotros os avisamos a vosotros. Ya lo he notificado a los servicios médicos de emergencia y a los bomberos.

—¿Bomberos? ¿No has dicho que el avión está bien?

—¿Quién sabe? —respondió la mujer—. El piloto no parece estar muy bien de la azotea. Puede que sufra un
shock
. Los pasaremos a la torre dentro de siete minutos.

—De acuerdo —dijo Greene—. Salgo hacia allá.

Cogió su chapa de identificación y el teléfono móvil y se dirigió a la puerta. Al pasar junto a Karen, la recepcionista, preguntó:

—¿Tenemos a alguien en la terminal internacional?

—Kevin está allí.

—Llámalo con el busca —dijo Greene—. Dile que espere al TPA 545, procedente de Hong Kong, que llegará dentro de quince minutos. Ordénale que se quede en la puerta correspondiente y que no permita que se marche ningún miembro de la tripulación.

—Hecho —respondió ella cogiendo el teléfono.

Greene condujo como un rayo por el bulevar Sepúlveda en dirección al aeropuerto. Justo antes de que la carretera descendiese bajo la pista, miró hacia arriba y vio el enorme avión de fuselaje ancho de las líneas aéreas TransPacific —fácilmente identificable por su insignia amarilla en la cola— desplazándose hacia la puerta. TransPacific era una compañía de vuelos chárter con sede en Hong Kong. La mayoría de los problemas que la FAA tenía con las líneas aéreas extranjeras guardaba relación con los vuelos chárter. Muchos eran operadores de bajo presupuesto, que no cumplían las rigurosas condiciones de seguridad de los vuelos regulares. Pero TransPacific tenía una reputación excelente.

Al menos el pájaro ya está en tierra firme, pensó Greene. Y no veía daños estructurales en el reactor de fuselaje ancho. El avión era un N-22, fabricado por Norton Aircraft, una empresa aeronáutica de Burbank. Llevaba cinco años en activo, con un rendimiento y un historial de seguridad envidiables.

Greene apretó el acelerador y atravesó el túnel a toda velocidad, pasando por debajo del gigantesco avión.

Cruzó la terminal internacional corriendo. A través de las ventanas vio el reactor de TransPacific detenido ante la puerta, y las ambulancias dispuestas en fila sobre el asfalto. La primera ya se marchaba, haciendo sonar la sirena.

Greene se acercó a la puerta, mostró su distintivo y corrió por la rampa. Los pasajeros estaban desembarcando, pálidos y asustados. Muchos cojeaban, tenían la ropa desgarrada y ensangrentada. A cada lado de la rampa, el personal médico se congregaba en torno a los heridos.

A medida que se acercaba al avión, el nauseabundo olor a vómito se hacía más intenso. Al llegar a la puerta, una asustada azafata de TransPacific lo empujó hacia atrás, hablándole en chino como una ametralladora. Él le mostró el distintivo y dijo:

—¡FAA! ¡Es un asunto oficial! ¡FAA! —La azafata se apartó, Greene pasó junto a una madre abrazada a un niño, y entró en el avión.

Observó el interior y se detuvo en seco.

—¡Dios mío! —susurró—.
¿Qué ha ocurrido en este avión?

6:00 H
GLENDALE, CALIFORNIA

—¿Mamá? ¿Quién te gusta más, el ratón Mickey o Minnie?

De pie en la cocina de su casa, todavía con los pantalones cortos que se ponía para correr los siete kilómetros diarios de rigor, Casey Singleton terminó de preparar un bocadillo de atún y lo metió en la fiambrera de su hija. Singleton, de treinta y seis años, era una de las vicepresidentas de Norton Aircraft, en Burbank. Su hija estaba sentada a la mesa de la cocina, comiendo cereales.

—¿Y bien? ¿Quién te gusta más, el ratón Mickey o Minnie? —repitió Allison. Tenía siete años, y le gustaba clasificarlo todo por orden de preferencia.

—Me gustan los dos.

—Ya lo sé, mamá —dijo Allison, irritada—. Pero, ¿cuál te gusta
más
?

—Minnie.

—A mí también —dijo, apartando el cartón de la leche.

Casey puso un plátano y un termo de zumo en la fiambrera y la cerró.

—Acaba de comer, Allison. Tenemos que prepararnos para salir.

—¿Qué es
cccei
?

—¿Seis?

—No, mamá.
Cccei
.

Casey la miró y vio que su hija había cogido su nueva chapa de identificación de la fábrica, que tenía la foto de Casey, su nombre —C. Singleton— y en grandes letras azules: CC/CEI.

—¿Qué es
Cccei
?

—Es mi nuevo empleo en la fábrica. Soy la representante de control de calidad en la Comisión de Estudio de Incidentes.

—¿Todavía haces aviones? —Desde el divorcio, Allison se mostraba especialmente atenta a los cambios. La más mínima alteración en el peinado de Casey provocaba continuos comentarios; el tema salía una y otra vez durante varios días. De modo que no era sorprendente que se hubiera fijado en la nueva chapa de identificación.

—Sí, Allie —respondió Casey—. Todavía hago aviones. Todo sigue igual. Sólo que ahora me han ascendido.

—¿Todavía eres gerente? —preguntó la niña.

El año anterior, Allie había mostrado gran entusiasmo al descubrir que su madre era gerente ejecutiva de la empresa. «Mi mamá es gerente», decía a los padres de sus amigas, causando enorme impresión.

—No, Allie. Ahora ponte los zapatos. Tu padre vendrá a recogerte en cualquier momento.

—Seguro que no —dijo Allison—. Papá siempre llega tarde. ¿Qué quiere decir que te han ascendido?

Casey se agachó y empezó a ponerle las bambas a su hija.

—Bueno —dijo—, todavía trabajo en CC, control de calidad, pero ya no compruebo el estado de los aviones en la fábrica. Lo hago cuando han salido de la planta.

—¿Para asegurarte de que vuelan?

—Sí, cariño. Los revisamos y reparamos cualquier avería que se presente.

—Mejor que vuelen —declaró Allison—, porque si no se estrellarían. —Rió—. ¡Mira que si caen del cielo y destrozan las casas de la gente justo cuando están desayunando cereales! Eso no estaría bien, ¿verdad, mamá?

Casey rió con ella.

—No; eso no estaría nada bien. Los empleados de la fábrica se pondrían muy nerviosos. —Terminó de atar los cordones y apartó los pies de su hija—. Ahora, ¿dónde está la chaqueta del chándal?

—No la necesito.

—Allison…

—¡No hace frío, mamá!

—Pero puede que haga frío durante la semana. Ve a buscar la chaqueta de tu chándal, por favor.

Oyó un claxon fuera y vio el Lexus negro de Jim frente a la casa. Jim estaba detrás del volante, fumando un cigarrillo. Llevaba americana y corbata. Quizá tuviera una entrevista de trabajo, pensó Casey.

Allison corría de un extremo a otro de su habitación, abriendo y cerrando ruidosamente los cajones. Volvió haciendo pucheros, con la chaqueta del chándal sobresaliendo por un costado de la mochila.

—¿Por qué te pones tan nerviosa cuando papá viene a buscarme?

Casey abrió la puerta, y caminaron hacia el coche bajo la brumosa luz de la mañana.

—¡Hola, papá! —gritó Allison, y echó a correr. Jim le respondió agitando la mano y esbozando una sonrisa ebria.

Casey se acercó a la ventanilla de Jim.

—No fumes con Allison en el coche, ¿de acuerdo?

Jim la miró con aire sombrío.

—Buenos días a ti también —su voz sonaba ronca. Se le notaba la cara hinchada y pálida, como si tuviera resaca.

—Habíamos acordado que no fumarías delante de nuestra hija, Jim.

—¿Y tú me has visto fumar?

—Sólo te lo recuerdo.

—Ya me lo has recordado antes, Katherine —protestó él—. ¡Por el amor de Dios, lo he oído un millón de veces!

Casey suspiró. Se había hecho el firme propósito de no discutir con su ex marido delante de Allison. La psicóloga había dicho que ésa era la razón por la cual Allison había empezado a tartamudear. Ahora hablaba mejor, y Casey procuraba no discutir con Jim, aunque él no hacía nada para ayudarla. Por el contrario, parecía complacerse en dificultar todo lo posible cada encuentro.

—De acuerdo —dijo Casey, procurando sonreír—. Hasta el domingo.

Habían acordado que Allison pasaría una semana al mes con su padre. Se marchaba el lunes y volvía el domingo siguiente.

—Hasta el domingo —dijo Jim con sequedad y una pequeña inclinación de cabeza—. A la hora de siempre.

—El domingo a las seis.

—¡Cielos!

—Sólo quería asegurarme de que te acordabas, Jim.

—Mentira. Lo que haces es controlar, como siempre…

—Por favor, Jim, no discutamos.

—Por mí, muy bien —espetó él. Casey se inclinó.

—Adiós, Allie.

—Adiós, mamá —dijo Allison, pero sus ojos ya tenían un aire ausente y su voz había adquirido un tono de frialdad; incluso antes de abrocharse el cinturón de seguridad, había transferido su lealtad a su padre. Jim pisó el acelerador, y el Lexus se alejó, dejando a Casey en la calzada. El coche dobló la esquina y desapareció.

Al final de la calle, vio la figura encorvada de su vecino, Amos, paseando a su huraño perro. Al igual que Casey, Amos trabajaba en la fábrica. Ella lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo.

Regresaba a la casa a vestirse para el trabajo cuando vio un sedán azul aparcado al otro lado de la calle. Dentro había dos hombres. Uno leía el periódico; el otro miraba por la ventanilla. Casey se detuvo un momento. Hacía poco habían entrado a robar en casa de su vecina, la señora Álvarez. ¿Quiénes eran aquellos hombres? No parecían gamberros: tenían veintitantos años y un aspecto atildado y vagamente militar.

Casey pensó en coger el número de la matrícula pero en ese preciso instante su busca comenzó a emitir un pitido electrónico. Se lo desprendió de los pantalones y leyó:

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