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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (4 page)

Se escuchó un ruido fuerte y húmedo.

Y Javad estaba muerto. Su cuerpo se apagó como si alguien lo hubiese desenchufado y se desplomó sin más. Me eché hacia atrás y lo dejé caer.

Casi no podía ni respirar; el sudor me corría por la cara, me quemaba los ojos. Oí un ruido a mis espaldas; me giré y allí estaba Church, apoyado en el marco de la puerta abierta.

—Bienvenido al nuevo rostro del terrorismo global —dijo.

6

Easton, Maryland / Sábado, 27 de junio; 2.36 p. m.

—¿Qué era eso?

Volvimos a la mesa. Me habían dejado limpiarme en un cuarto de baño. Me duché y me vestí con ropa deportiva prestada. Los temblores habían empezado en la ducha. La adrenalina tenía bastante culpa de eso, pero había algo más. Treinta minutos después me seguían temblando las manos y no me importaba que Church lo viese.

Él se encogió de hombros.

—Todavía estamos buscando un nombre para su condición.

—¿Condición? ¡Ese hijo de puta estaba muerto!

—A partir de ahora puede que consideremos la palabra «muerto» como un término relativo.

Tardé en digerir aquello un buen rato. Church me esperó.

—Ese es el mismo tío al que disparé en el almacén, ¿verdad? Quiero decir…, lo maté del todo. Vi sangre y huesos en las paredes…

—Javad Mustapha, ciudadano iraquí —dijo Church asintiendo—. Tus disparos fueron mortales, pero no de manera inmediata; todavía estaba vivo cuando lo llevaban al hospital, donde ingresó cadáver. Poco después de llegar revivió —dijo, extendiendo las manos—. Nosotros nos ocupamos de controlar ese incidente y no encontrará ninguna mención específica en los periódicos ni en ningún informe oficial.

—Por el amor de Dios… ¿estamos hablando de zombis?

Church sonrió ligeramente.

—Lo llamamos un caminante. Lo sacamos de la película Pena de muerte, era el título del libro que escribía la monja. El director de mi equipo científico está muy identificado con la cultura pop. Y antes de que pregunte, no tiene nada de sobrenatural.

—¿Algún vertido tóxico, una plaga…?

—No lo sabemos. Quizá una enfermedad priónica o un parásito. Quizás ambas cosas, pero lo que está claro es que es algo que provoca hiperactividad en las células madre. Fiel a la naturaleza de los parásitos, el infectado tiene un propósito que gira en torno a la procreación. No en el sentido sexual, por supuesto, sino a través de una mordedura que, al parecer, es cien por cien infecciosa. Lo estamos empezando a investigar.

—¿El mordisco es lo único que es infeccioso? —pregunté. Sentía como si una hilera de hormigas legionarias me recorriese las tripas.

—Hemos hecho una serie de pruebas con el sudor y con otros fluidos corporales, pero la mayor concentración de la enfermedad está en la saliva. La mordedura transmite la infección.

Me miré el cardenal que tenía en el brazo.

—No llevo Kevlar. Si me hubiese mordido ahí dentro…

Él me miró.

Mi pecho era una caldera de ira.

—Usted es una puta rata de mierda, ¿lo sabía?

—Como le dije, señor Ledger, este es el nuevo rostro del terrorismo. Un arma biológica feroz y terrible que todavía no comprendemos. Puede que incluso nos lleve meses construir un protocolo de actuación viable, lo que significa que el tiempo está en nuestra contra. Creemos que su amigo Javad era la versión bioterrorista de un suicida por bomba, el paciente cero de una plaga dirigida contra Estados Unidos. La caja azul que recuperamos en la escena era algún tipo de sistema de contención climatizado, probablemente para proteger a otros miembros de la célula de su propia arma. Ninguno de los otros que había en el almacén mostraba ningún signo de infección. —Hizo una pausa—. Creemos que los hemos detenido.

—¿«Creen»? —me di cuenta de cómo había pronunciado esa palabra.

—Sí, señor Ledger, pero no lo sabemos. Y tenemos que saberlo, igual que tenemos que estar preparados en caso de que esto vuelva a ocurrir. Si Javad es el único vector de la plaga, nos marcaremos un tanto y empezaremos a buscar su siguiente truco, o intentaremos estar preparados para cuando vuelvan a intentar este truco de nuevo. Por otro lado, si hay otros equipos ahí fuera listos para soltar a otros como Javad…, bueno, esa es una de las razones por las que se creó el DCM.

—Entonces debería hablar con el comandante del destacamento oficial porque la noche anterior al asalto salieron de ese almacén dos camionetas. Seguimos el rastro de una, pero perdimos otra…

—Sí. Perder una fue un descuido.

Me contuve para no mandarlo a tomar por culo.

—¿Quién está detrás de todo esto? ¿Es algo de Al Qaeda? Porque el destacamento especial nunca fue capaz de precisarlo.

—Eso todavía no es seguro, aunque tenemos nuestras sospechas. El resto de los miembros de la célula eran una mezcla: Al Qaeda, extremistas chiíes, dos extremistas suníes e incluso uno de la Yihad Islámica Egipcia.

—¿Chiíes y suníes trabajando juntos?

—Interesante, ¿verdad? —dijo Church con sequedad—. El nombre que captaste en tu escucha, El Mujahid, apoya la idea de la colaboración. Se sabe que trabaja con varios de los grupos disidentes más extremistas.

—Supongo que ha interrogado a los miembros supervivientes de la célula.

No dijo nada.

—¿Y bien…?

—Están todos muertos. Suicidio.

—¿Cómo? ¿No les buscaron píldoras de cianuro entre los dientes y toda esa mierda?

Church sacudió la cabeza.

—Es algo un poco más inteligente que eso. Estaban infectados con un tipo de patógeno que todavía no ha sido identificado; tenían que tomar un medicamento cada ocho horas para mantenerlo latente. Sin el medicamento la enfermedad se activa a una velocidad increíble y empieza a desgastar de inmediato el tejido vascular. No lo sabíamos hasta que empezaron a tener hemorragias internas y ni siquiera entonces teníamos suficiente información del último para entender todo aquello. La sustancia de control estaba oculta en aspirinas normales. Un lugar donde nunca habríamos mirado.

—¿Es la misma enfermedad que tenía mi pareja de baile?

—No. Y por lo que sabemos no es transmisible. Tengo a algunos de los mejores científicos del mundo trabajando con el DCM y hasta ahora no tienen ni idea. Algunos están realmente impresionados.

—Yo también. Esta movida es algo bastante sofisticado.

—Y al mismo tiempo sencilla. No es necesaria demasiada protección ni amenazas. Lo único que necesitan es una persona con el bote de pastillas para controlarlos a todos. Es muy fácil de manejar. Este nivel de sofisticación mejora nuestra opinión de esta célula y hace su potencial mucho mayor.

—¿Qué les ocurrió a los otros tíos, los que se presentaron a la prueba antes que yo? ¿Les mordió?

—A uno, sí, lamento decirlo. A los otros dos, no.

—¡Por el amor de Dios!

Hice un esfuerzo por no saltar por encima de la mesa y cortarle el cuello. Observé el rostro de Church y vi el cambio de su lenguaje corporal a medida que iba notando la ira en mi voz. Si hubiese saltado sobre aquella mesa habría estado preparado para recibirme.

—¿Y qué pasó con los otros dos? ¿Entraron a rescatarlos?

—No. Los dos consiguieron ponerle las esposas al sospechoso.

—Entonces no lo entiendo.

—El componente físico de la prueba no es lo único que importa, señor Ledger. Todos se enfrentaron al momento de la verdad, igual que lo está haciendo usted ahora, y todos ellos reaccionaron… —hizo una pausa y apretó los labios— de manera inadecuada.

—¿En qué sentido?

—De formas que los identifican como candidatos no aptos —dijo, haciendo un gesto con la mano para desechar esa línea de conversación.

—¿Por qué estoy aquí?

—¡Ah, la pregunta del millón! Está aquí, señor Ledger, porque estamos reclutando candidatos para desarrollar el equipo de DCM. Somos una agencia nueva. Tenemos muchos fondos y una serie de parámetros bastante amplios. Nuestra división de inteligencia está trabajando muy duro para infiltrarse y conseguir información sobre células como la que desactivó su equipo en Baltimore. Estamos vigilando el lugar al que fue la primera camioneta y tenemos esperanzas en descubrir el destino de la otra.

—¿Y quiere contratarme?

Volvió a dejar entrever los dientes. Una especie de sonrisa.

—No, señor Ledger, quiero que vaya a la academia del FBI como tenía planeado.

—Yo no…

—Ahora tendrá más claro a qué partes de ese entrenamiento deberá prestarles más atención. Sería positivo que realizase cursos médicos y de gestión. Probablemente ya se imagina qué otros cursos serían de utilidad.

Permanecimos sentados durante un rato con ese comentario en el aire.

—¿Y cuando termine?

Church extendió las manos.

—Si la amenaza ha sido eliminada, eliminada por completo, puede que nunca vuelva a oír hablar de mí. Si intenta demostrar mi existencia o la existencia de esta organización no encontrará nada que le sea de utilidad. Y le aconsejo que no lo intente. Por supuesto, no dirá nada de todo lo que ha ocurrido aquí. Yo no amenazo, señor Ledger. Creo que puedo confiar tanto en su inteligencia como en su sentido común con respecto a este asunto.

—¿Y qué pasa si hay más de esas cosas, de esos… caminantes?

—En ese caso es muy probable que me ponga en contacto con usted.

—Tiene que saber que esto no ha terminado. No puede ser. Nada es tan sencillo.

—Aprecio su colaboración de hoy, señor Ledger.

Tras decir eso se puso de pie y me tendió la mano. Yo la miré y luego lo miré a él, quizá durante diez segundos, durante los cuales no movió ni la mano ni los ojos. Luego me levanté y le estreché la mano. En cuanto se marchó, Cabezacubo y los demás entraron a buscarme y me llevaron de vuelta a mi coche. No dijeron ni una palabra, aunque por el retrovisor vi que me miraban de vez en cuando con desconfianza.

Mientras se iban memoricé el número de matrícula. Luego monté en mi todoterreno y estuve allí durante, quizá, veinte minutos, mirando a través de la ventana la playa y a la gente que jugaba feliz bajo el sol. Entonces me invadió una segunda oleada de temblores y tuve que apretar la mandíbula para evitar que me castañeteasen los dientes. Así me había sentido tras el 11-S. El mundo había vuelto a cambiar. Igual que, en aquel momento, «terror» se había convertido en una palabra mucho más común para todos nosotros, ahora «terror» era una palabra que me asustaba mucho más.

¿Qué iba a hacer si Church volvía a llamarme?

7

Sebastian Gault / Provincia de Helmand, Afganistán / Seis días antes

Se llamaba El Mujahid, que significa «guerrero del camino de Alá». La vida en la granja le hizo fuerte; su devoción por el Corán lo había centrado. Su amor por Amirah le había dado determinación y probablemente lo había vuelto loco, aunque según los perfiles que había pagado para que le hiciesen a aquel hombre, Sebastian Gault pensaba que el Guerrero ya era un poco retorcido antes de que Amirah le taladrase la cabeza.

Eso hacía sonreír a Gault. Más reinos se levantaron y cayeron, más causas se combatieron y se perdieron por el sexo, o por su burlona promesa, que por ideologías políticas y odio religioso. Y en cuanto a Amirah, Gault compadecía al bruto de El Mujahid. Amirah era una arpía tocapelotas de dimensiones realmente históricas, una auténtica Ginebra: podía inspirar grandes heroicidades, podía permanecer a su lado y apoyar la creación de reinos bien intencionados, pero al mismo tiempo llevaba a reyes y campeones a perpetrar hazañas disparatadas.

Gault se sirvió un vaso de agua y se sentó en la silla. Era una silla plegable destrozada. Estaba junto a una mesa de cartas corroída por el óxido, dentro de una jaima de lona que olía a boñiga de camello, a gasolina y a pólvora. Si a eso le añadimos el olor cobrizo de la sangre, tendríamos el perfume del fanatismo que Gault había olido en cientos de lugares durante los últimos veinticinco años. Al final siempre le olía a dinero. Y el dinero, como él bien sabía, era la única fuerza del universo más poderosa que el sexo.

Gault se recostó, bebió a sorbos el agua y observó a El Mujahid a través de la puerta abierta de la jaima. El Guerrero permanecía erguido en el exterior y estaba gruñendo órdenes a sus hombres. Incluso aquellos que eran más grandes y físicamente más poderosos que el Guerrero parecían encogerse en su presencia. Su poder decrecía mientras que el suyo brillaba como el sol. Una vez los enviaba a hacer cualquiera que fuese el trabajo sucio que les asignaba, se hinchaban como pavos hasta convertirse en gigantes y en instrumentos con los que el puño de El Mujahid golpeaba con una fuerza divina por todo el mundo, atravesando fronteras.

Gault pensaba que su nombre le iba muy bien; un nombre que podría haber sido un código o un disfraz, pero no lo era. Era como si sus padres, una pareja de granjeros casi analfabetos de alguna parte de Yemen olvidada de la mano de Dios, hubiesen sabido que su único hijo estaba destinado a convertirse en un guerrero. No solo en un soldado de Alá, sino en un general. Era un nombre poderoso para un niño y, a medida que el chico se convertía en un hombre, había ido adoptando el potencial de su nombre. A diferencia de muchos de sus colegas, no fue reclutado por grupos de fundamentalistas militantes, sino que fue él quien los buscó a ellos.

Con treinta años, El Mujahid estaba entre los más buscados por cuarenta naciones y encabezaba la lista de los diez más buscados por Estados Unidos. Tenía vínculos con Al Qaeda y con una docena de grupos extremistas. Era resuelto, implacable e inteligente, aunque no especialmente prudente, y cuando hablaba, el resto escuchaba. Eso hizo que fuese muy temido, del mismo modo que lo es un proyectil teledirigido.

Oh, Amirah…, pensó Gault, ella era algo totalmente diferente. Si el Guerrero era el proyectil, entonces la Princesa (eso es lo que significaba su nombre) era la mano que estaba a los mandos. Bueno…, compartía esos mandos con Gault. Este estimaba que era la colaboración más eficiente, armoniosa y potencialmente lucrativa desde que Aníbal conoció a un domador de elefantes. Probablemente más.

La puerta de la jaima se abrió y por ella entró el Guerrero. No se limitaba a caminar. Tenía el mismo aire arrogante al andar que Fidel Castro y se movía por el espacio como si quisiese magullar las moléculas de aire y enseñarles cuál era su sitio. A Gault siempre le recordaba al personaje del general romano Miles Gloriosus, del viejo musical de Hollywood Algo divertido sucedió de camino al Foro. La gran frase con la que empezaba Gloriosus entre bastidores: «Apartaos todos… mis pasos son grandes». A veces Gault tenía que clavarse las uñas en las palmas de las manos para evitar sonreír cuando El Mujahid entraba en una habitación.

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